Época: Renacimiento agra
Inicio: Año 1000
Fin: Año 1300

Antecedente:
Renacimiento agrario, mercantil y urbano
Siguientes:
Sociedades urbanas
Solidaridad y conflictividad
Funciones económicas de la ciudad



Comentario

El historiador F. Vercauteren escribe que durante mucho tiempo se pensó que la ciudad medieval y las instituciones surgidas en ella eran una herencia directa de la ciudad antigua; después, se ha negado dicha continuidad, pero ambas consideraciones no son adecuadas. Pues bien, con esta aseveración, se resumían las teorías y análisis que sobre la ciudad medieval elaboraron autores como H. Pirenne o Braunfels -éste desde el punto de vista del urbanismo-, antes de que historiadores como E. Ennen, H. Planitz, Benevolo o P. M. Hohenberg y L. H. Lees, entre otros, hayan insistido en la necesidad de valorar el fenómeno urbano en toda su complejidad; tal y como recientemente ha hecho el especialista en Edad Media J. Heers.
Continuidad, renovación o nuevo surgimiento, espontáneo o provocado, son ideas que responden al conjunto del panorama urbano europeo que, en todo caso, sufrirá desde el siglo X una gran convulsión, de diversa índole y consecuencias, pues en principio no era lo mismo el sur de Europa romanizado y urbanizado desde antiguo que el norte originariamente bárbaro, aunque después del siglo XI la celeridad del fenómeno en los países septentrionales acortará distancias con Italia, por citar el paradigma del espacio urbano continental en los siglos XI al XIII.

Tras los precedentes de la España musulmana, el mediterráneo franco y el italiano, que resistieron bien los siglos altomedievales en cuanto a urbanización (por la fortaleza de las infraestructuras creadas antes de las invasiones germánicas y el mantenimiento de relaciones comerciales con la periferia de la cuenca occidental de dicho mar interior), no hay que despreciar el área que T. Roslanowski denomina "el triángulo formado por el Mosa, el bajo Rin y el Mar del Norte, un triángulo que hay que proyectar sobre una región todavía más vasta situada en el centro mismo del Imperio carolingio, particularmente Renania y Mosela; donde aparece con más claridad una yuxtaposición, e incluso una síntesis, de los dos elementos complementarios del fenómeno urbano medieval: el que se vinculaba a la tradición antigua, encarnada en las civitates y en los castra de las antiguas provincias belgas y germánicas, y el que, nacido bajo el impulso de la aportación bárbara, dio lugar a la formación de numerosos burgi, portus o wicks; aglomeraciones que, si bien resultaban menos sólidas en el aspecto arquitectónico que las civitates y los castra, se adaptaban mucho mejor a las nuevas exigencias económicas de la naciente sociedad feudal".

Brillante explicación del punto de partida del desarrollo o renacimiento urbano europeo a partir del siglo X-XI, porque después las diferencias se fueron aproximando, pero nunca llegaron a superarse del todo entre las ciudades mediterráneas, configuradas como tales antes del arranque continental, y las centroeuropeas y septentrionales. Sin olvidar el incipiente preurbanismo del este materializado, por ejemplo, en los "burgen" germánicos o en los "grody" eslavos, entroncados con los poderes principescos en consolidación. Luego, el que diversas circunstancias y motivaciones fueran dando lugar a novedades, restauraciones y despegues en el panorama urbano a partir del siglo XI, puede servir pare identificar una tipología de ciudades o núcleos con tal rango: ciudades-estado, ciudades-mercado, episcopales, imperiales, feriales, monásticas, castrales, fronterizas, etc. Pero la ciudad creó un nuevo ambiente, un nuevo espacio, unas nuevas relaciones sociales y una diversidad económica; tanto como una nueva arquitectura, otro tipo de ocio, de espectáculos y hasta de contestación, rebeldía y pobreza.

El comercio se ha destacado como el motor esencial del despertar urbano en estos siglos, y, en efecto, la actividad mercantil de algunas ciudades italianas (Pisa, Génova, Venecia) o de la Corona de Aragón (Barcelona), pioneras en el gran comercio, o de otras frisonas, sajonas y hanseáticas (Brujas, Gante, Colonia, Hamburgo o Lübeck) practicando los intercambios a gran escala, influyó en ello indudablemente. Pero también hay que contar con los más numerosos y extendidos intercambios de carácter local o regional, que proporcionaban productos de primera necesidad o elaborados de uso ordinario. Junto a ello, los avances técnicos, la división del trabajo, la migración del campo a la ciudad o simplemente la huida del solar para buscar fortuna los segundones, posibilitaron el desarrollo de la red de concentraciones humanas que, con diferente dimensión y condiciones, identificamos con lo que pensamos hoy que es la ciudad.

Pero el nuevo fenómeno produjo asimismo una nueva mentalidad, otra forma de ver la vida, de vestir, comer, divertirse y participar en el regimiento colectivo de los destinos de dichas concentraciones urbanas. Porque, en definitiva, de lo que se trataba era, no de superar al campo simplemente sino de complementarlo. De suerte que, sin llegar a romperse nunca la relación y dependencia campo-ciudad, si que la propia topografía, el urbanismo, el asociacionismo y la religiosidad ofrecida por la ciudad presentaba ese nuevo aire que daba libertad y constituía de por sí un atractivo poderoso.

En este contexto, la catalogación de la red de concentraciones urbanas que, sobre todo de dimensión media o inferior, se prodigaron por Europa entre los siglos XI al XIII, resulta difícil de hacer. Sin censos de población, con fuentes indirectas, sin una conciencia clara del número absoluto aplicable a un recinto, y a pesar del esfuerzo por superar con la arqueología, el urbanismo o la topografía las carencias y equívocos de otra información, cualquier cálculo es por principio erróneo.

Si se considera que entre 1200 y 1300 la población europea pasó de 61 a 73.000.000, aproximadamente -dato recogido por Le Goff-, la de una ciudad excepcional como Florencia lo hizo desde 10.000 a 90.000 habitantes, según el cronista Villani. Pero los límites en este caso, y en el de cualquier otra ciudad, entre ésta y el campo no están definidos y, además, la confusión entre lo que en la baja Edad Media se distinguirá como vecinos, habitadores y transeúntes complica todavía más la apreciación. Otros cálculos, sin embargo, estiman que hacia el final del periodo de crecimiento y expansión, apenas nueve ciudades debían rebasar los 50.000 habitantes -según apunta L. Genicot-; mientras que en torno a 40.000 existirían unas 40 y unas 80 sobre 10.000.

La migración hacia la ciudad enmascara muchas situaciones mixtas que son el resultado de iniciativas de repoblación y colonización señorial en Francia, Alemania o España; monásticas o de las órdenes militares en Italia o la Península Ibérica; principescas o reales en el este y de comerciantes en los Países Bajos o Inglaterra. Aparte del levantamiento y planificación de "bastidas" en el sur de Francia (poblaciones nuevas y fortificadas) y de la consolidación de núcleos burgueses a lo largo del tramo español del Camino de Santiago o las concentraciones marineras del Cantábrico.

En la ciudad occidental y meridional más desarrollada era frecuente la presencia de murallas de piedra o materiales menos resistentes que se asomaban al exterior a través de varias puertas flanqueadas por torreones elevados. Al interior se abrían casas y negocios, iglesias y conventos, lonjas y mercados, edificios civiles, foros y rúas. Aunque los grandes conjuntos constructivos se encontraban, sobre todo, en ciudades de Italia (Génova, Florencia, Bolonia, Pisa, Milán o Venecia) y Flandes (Brujas, Gante, etc.), en el resto las diferencias eran ostensibles, y, por ejemplo, en el este, todavía en el siglo XIII las edificaciones eran de madera, y de cierta envergadura en escaso número.

Pero en la historia del proceso de urbanización europea a lo largo de los siglos XI al XIII se debe revisar la idea de la ciudad-mercado o del burgo-mercado, pues en su dualidad se establece una oposición entre la ciudad residual y esclerotizada del pasado y el burgo motivado por los negocios y negociantes emprendedores, oriundos o foráneos. Cabe recordar que muchos de los primeros mercados fueron de naturaleza señorial, dependientes del conde, del obispo o de la abadía, los cuales avituallaban con facilidad de lo necesario. En cambio, la ciudad fue en muchos casos el resultado de yuxtaposiciones sucesivas incorporadas a un proceso de competencia y rivalidad que fue mayor en los núcleos urbanos más desarrollados.

Tampoco es del todo viable la oposición campo-ciudad proclamada como un postulado diferencial entre la sociedad feudal y la burguesa. También se implantó la feudalidad en las ciudades cuando el poder civil se debilitó. Los señores feudales, dueños de tierras y castillos, poseyeron igualmente terrenos a edificar e inmuebles en los recintos urbanos, llegando a controlar los gobiernos ciudadanos a través de su influencia y clientelas. En Italia las guerras de bandos reprodujeron los enfrentamientos feudales y las familias se atrincheraron en sus torres cada vez más altas y poderosas como signo de ostentación y desafío ante el resto. Con ello, la imagen de la ciudad como oasis de libertad y de paz queda rota por la conflictividad social bajomedieval y la rivalidad de clanes y facciones, hasta el punto de que muchas ciudades de Occidente reflejan por entonces en su urbanismo, más que una planificación humana o económica, una diversificación grupal, asociativa o defensiva de intereses minoritarios.

En muchos lugares se pasó, por tanto, de la lucha comunal por obtener la libertad del señor laico o eclesiástico correspondiente al enfrentamiento por la supervivencia, la hegemonía o el control socio-económico. Y aunque esta fractura fue más violenta en la baja Edad Media, la evolución hacia la misma de muchas poblaciones desde el siglo XII o XIII fue imparable. En el caso de la Península Ibérica, por ejemplo, algunas concentraciones urbanas surgidas en la frontera con el Islam tuvieron un carácter predominantemente aristocrático porque el riesgo que corrían de continuo sus pobladores debía ser contrapeado por la dirección de un poder militar; a la vez que las libertades compensatorias de dicho riesgo que gozaban dichos pobladores favoreció la creación de sociedades violentadas que favorecieron alteraciones continuadas.

De hecho, pues, la ciudad medieval formaba parte de la sociedad feudal -como propugnan J. Heers o R. Hilton-, y esta situación se refleja en el gobierno de la misma, no popular sino copado por quienes representan a los influyentes en uno u otro sentido, de forma que era entre los "meliores" en donde se encontraban los mayores derechos y potestades sobre el resto. La privilegiada condición jurídica, el poder económico y el prestigio social garantizaron el predominio de las minorías oligárquicas que en las ciudades de Occidente detentaron el poder municipal: nobiles, popolo grasso, potentes, geschlechter, etc. Lo que historiográficamente conocemos como patriciado.

La riqueza obtenida de la propiedad y explotación de bienes raíces o el comercio alimentaron el sustento y predominio de este patriciado. Pero en el siglo XIII juristas y funcionarios al servicio del poder civil comenzaron a incorporarse, por su influencia, a la clase dirigente de la sociedad urbana. El proceso fue el de la progresiva feudalización de las familias burguesas más sobresalientes que coparon durante generaciones el gobierno de la ciudad; fenómeno más acusado en las pequeñas concentraciones al servicio de un mercado local o regional que en las grandes metrópolis comerciales o industriales. Y, junto a ello, el proceso de aburguesamiento de algunas familias nobles que poseían bienes patrimoniales bajo un estatuto jurídico privilegiado. Con lo cual, a la largo, los burgueses invirtieron parte de sus ganancias en tierras, convirtiéndose en señores, y los nobles se instalaron en la ciudad o invirtieron parte de sus rentas en solares, casas y negocios lucrativos que les hicieron un hueco de peso en los recintos urbanos.

El gobierno de las ciudades del siglo XIII ofrecía, pues, pocos ejemplos todavía de autonomía municipal (en Italia, si acaso) y muchos, en cambio, de régimen en buena parte señorial, ya fuera de particulares o de los propios soberanos de Francia, Inglaterra o reinos hispánicos. En dicho gobierno se irían abriendo posteriormente nuevas situaciones de total independencia que propiciaron las fortunas obtenidas de los negocios, el comercio o la acaparación especulativa de bienes y servicios.

Así pues, sin poder establecer una gradación pormenorizada de situaciones ciudadanas en estos siglos de la plenitud medieval, los criterios de clasificación pueden parecer tan sutiles que ciudades, grandes villas, bastidas, burgos y otros conceptos se reparten desigualmente en el panorama europeo, sin poder definir en puridad a la ciudad de entonces sin contaminación rural, señorial o dependiente en algún punto.