Comentario
Capítulo III
Del templo de este ídolo Tezcatlipuca, donde se trata por junto y en común de las ceremonias y orden de las dignidades y sacerdotes que había
Por ser este ídolo dios de la penitencia tenía más ceremonias que otro alguno, por cuya causa se contarán en este capítulo todas las ceremonias y orden que había entre las dignidades y sacerdotes, porque en él se hallarán todas las cosas que usaban en las otras solemnidades, que casi todas se refieren a esta fiesta. En la gran ciudad de México y en la de Tetzcuco, que eran las dos más insignes de la tierra, y donde había y florecía toda la policía, buen orden, concierto y acierto, así en las cosas de gobierno como en las ceremonias y ritos de los dioses, tenían [a] este ídolo Tezcatlipuca pintado en dos maneras: la una como ya queda referido, y la otra asentado con mucha autoridad en un escaño, rodeado de una cortina colorada, labrada de calaveras y huesos de muertos cruzados. Tenía en la mano izquierda una rodela blanca con cinco piñas de algodón puestas en cruz; en la mano derecha una vara arrojadiza, amenazando con ella, el brazo muy extendido, denotando que la quería arrojar. De entre la rodela salían cuatro flechas. Estaba con un semblante y denuedo airado, el cuerpo todo untado de negro y la cabeza llena de plumas de codornices. Poníanlo así porque le tenían por el dios que enviaba a otras ciudades hambre y esterilidad de tiempos y pestilencias. Todas las mujeres que tenían niños enfermos acudían a aplacar a este ídolo, ofreciendo los niños en su templo, ante los sacerdotes, los cuales los tomaban y les ponían las insignias y traje del ídolo, que era untarles con la unción de este dios y emplumarles las cabezas con plumas de codornices o de gallinas. Con este mismo traje se adornaban los sacerdotes del templo cuando iban a los montes a ofrecer sacrificios, con que iban muy seguros y sin temor, porque de ordinario iban de noche. El templo de este ídolo no era menos galano y torreado que el de Huitzilopuchtli, porque era labrado con tanta curiosidad de efigies, tablas y revocados que aplacería mucho a la vista. Tenía dentro de su patio y cerca muchos aposentos; unos de las dignidades particulares de aquel templo, que eran como supremas dignidades. Lo mismo había en los demás templos de los dioses más preeminentes por ser, como eran, como iglesias catedrales. En estos templos había siempre aposentos de mancebos recogidos, que se enseñaban para suceder a los viejos en el culto y ceremonias, guardando gran recogimiento, pobreza y obediencia, ejercitándose en el rigor de la penitencia de los ancianos. Había, asimismo, las mozas recogidas en el modo y manera que ya queda referido.
El templo de este ídolo era en la manera que se sigue.
[Templo del ídolo Tezcatlipuca.]
Los ritos, ceremonias y traje de los sacerdotes de este templo y [de] los demás eran de una manera. No se elegían estos como los ministros del ídolo Huitzilopuchtli, que habían de ser forzosamente de ciertos barrios particulares que él tenía señalados; estos otros eran gente ofrecida desde su niñez al templo por sus padres y madres, los cuales se criaban en los templos, y de ordinario les ofrecían por enfermedades o peligros en que se veían. Eran distintos en la elección de los de Huitzilopuchtli, Pero no diferentes en la mucha aspereza, penitencia y continuo rigor con que se trataban y gran perseverancia en sus honrosos ejercicios. De estos niños había casa particular, como escuela o pupilaje, distinto del de los mozos y mozas del templo, donde había gran número de muchachos, los cuales tenían ayos y maestros que los enseñaban e industriaban en buenos y loables ejercicios: a ser bien criados, a tener reverencia a los mayores, a servir y obedecer; dábanles, asimismo, documentos para servir a los señores, porque cupiesen entre ellos y les fuesen agradables; enseñábanles a cantar y danzar; industriábanlos en ejercicios de guerra, como tirar una flecha, fisga o vara tostada a puntería, a mandar bien una rodela y espada; enseñábanlos a dormir mal y comer peor para que desde niños supiesen de trabajos y no fuesen gente regalada. Había en estos recogimientos hijos de señores y de gente vulgar, y aunque estaban más respetados y mirados, trayéndoles la comida de sus casas. Estaban encomendados a viejos y ancianos, los cuales miraban mucho por ellos, predicándoles y amonestándoles continuamente que fuesen virtuosos, que viviesen castamente, que ayunasen y en comer fuesen templados, y el paso moderasen con reposo y mesura y no apresuradamente, Probábanlos en algunos trabajos y pesados ejercicios para conocer en ellos lo que aprovechaban en la virtud.
Después de ya criados y enseñados en los ejercicios dichos, consideraban en ellos la inclinación que cada uno tenía. Si le veían con ánimo de ir a la guerra, en teniendo edad, luego que se ofrecía coyuntura disimuladamente, so color de que llevasen la comida y bastimentos a los soldados, lo enviaban para que allá viese lo que pasaba y el trabajo que se padecía, [para que perdiese] el miedo. Y muchas veces les echaban unas cargas pesadas para que, mostrando ánimo en aquello, con más facilidad los admitiesen a la compañía de los soldados. Y así acontecía muchas veces ir con carga al campo y volver por capitán y con insignias de valeroso, y otros quererse señalar tanto, que quedaban presos y muertos, porque muchas veces antes se dejaban hacer pedazos que dejarse prender. Y por la mayor parte, los que a esto se inclinaban eran los hijos de valerosos hombres, señores y caballeros. Otros se aplicaban a religión; a los cuales, en siendo de edad, los sacaban del recogimiento y traían a los aposentos del templo, poniéndoles insignias de eclesiástico. Hallaban en estas casas maestros y prelados que los enseñaban e imponían en todo lo concerniente a este oficio. Desde el día que entraban, lo primero que hacían era dejar crecer el cabello; lo segundo, untarse de pies a cabeza con una unción negra, cabellos y todo. De esta unción, que ellos se ponían mojada, venía a crearse en el cabello unas como trenzas que parecían crines de caballo encrisnejadas y con el largo tiempo crecíales tanto el cabello que venía a dar a las corvas. Era tanto el peso que en la cabeza traían que pasaban grandísimo trabajo, porque no lo cortaban ni cercenaban hasta que morían, o hasta que ya muy viejos los jubilaban o ponían en cargos de regimientos u otros oficios honrosos en la república. Traían estos las cabelleras trenzadas [atrás] con unas trenzas de algodón como seis dedos de ancho.
El humo con que se tiznaban era ordinario de tea, porque desde sus antigüedades fué siempre ofrenda particular de sus dioses y, por esto, muy temido y reverenciado. Estaban con esta tierra siempre untados de los pies a la cabeza, que parecían hombres etiopianos muy atezados. Esta era su ordinaria unción; cuando iban a sacrificar y a encender incienso a las espesuras y cumbres de los montes, y a las cuevas oscuras y temerosas, donde tenían sus ídolos, usaban de otra unción diferente, haciendo diversas ceremonias para perder el temor y cobrar gran ánimo. Esta unción era hecha de diversas sabandijas ponzoñosas, como arañas, alacranes, cientopiés, salamanquesas, víboras, etc. Las cuales recogían los muchachos de estos colegios, y eran tan diestros que tenían muchas juntas y en cantidad para cuando los sacerdotes las pedían. Su particular cuidado era andar a caza de estas sabandijas y, si acaso yendo a otra cosa topaban alguna, ponían el cuidado en cazarla, como si les fuera en ello la vida. Por cuya causa, de ordinario, no tenían temor estos indios de estas sabandijas ponzoñosas, tratándolas como si no fueran ponzoñosas por haberse criado todos en este ejercicio. Para hacer el ungüento de estas, tomábanlas juntas y quemábanlas en el brasero del templo que estaba delante del altar hasta que quedaban hechas cenizas, la cual echaban en unos morteros con mucho tabaco, que es una yerba que esta gente usa para amortiguar la carne y no sentir el trabajo, y revolvían aquellas cenizas, que les hacía perder la fuerza de matar.Echaban juntamente con esta yerba y cenizas algunos alacranes y arañas vivas y cientopiés, y allí lo revolvían y majaban. Después de todo esto, le echaban una semilla molida que llaman ololiuhqui, que toman los indios bebida para sólo ver visiones, cuyo efecto es privar de juicio. Molían, asimismo, con estas cenizas gusanos negros peludos que sólo el pelo tiene ponzoña. Todo esto junto amasaban con tizne y, echándolo en unas olletas, poníanlo delante de su dios, diciendo que aquella era su comida. Y así la llamaban "comida divina". Con esta unción se volvían brujos y veían y hablaban con el demonio. Embijados los sacerdotes con esta masa perdían todo temor, cobrando un espíritu de crueldad: así mataban los hombres en los sacrificios con grandísima osadía e iban de noche solos a los montes, cuevas, quebradas sombrías, oscuras y temerosas, menospreciando las fieras. Teniendo por muy averiguado que los leones, tigres, lobos, serpientes y otras fieras que en los montes se crían huirían de ellos por virtud de aquel betún de dios. Y aunque no huyesen del betún, huirían de ver un retrato del demonio en que iban transformados. También servía este betún para curar los enfermos y niños, por lo cual le llaman "medicina divina". Y así, acudían de todas partes a las dignidades y sacerdotes, como a saludadores, para que les aplicasen la medicina divina, y ellos les untaban con ella la parte enferma. Y afirman que sentía notable alivio. Debía esto de ser porque el tabaco y el ololiuhqui tienen gran virtud de amortiguar y aplicado por vía de emplasto amortiguaba las carnes y eso sólo por sí. ¡Cuanto más con todo género de ponzoñas! Y como les amortiguaba el dolor, parecíales efecto de sanidad y de virtud divina. Acudían a estos sacerdotes como a hombres santos, los cuales traían engañados y envanecidos [a] los ignorantes, persuadiéndoles [de] cuanto querían, haciéndoles acudir a sus medicinas y ceremonias diabólicas, porque tenían tanta autoridad que bastaba decirles ellos cualquier cosa, para que lo tomaran por artículo de fe. Y así, hacían en el vulgo mil supersticiones, en el modo de ofrecer incienso, en la manera de cortar el cabello, en atar palillos a los cuellos, hilos en las gargantas y huesezuelos de culebras; que se bañen a tal y tal hora; que velen de noche a un fogón, y que no coman otra cosa de pan sino de lo que ha sido ofrecido a sus dioses. Luego, acudían a los sopladores y sortilegios, que con ciertos granos echaban suertes y adivinaban mirando en lebrillos y cercos de agua. Las figuras de estos sacerdotes son a modo de esta pintura.
[Sacerdotes que sacrificaban.]
El perpetuo ejercicio de estos sacerdotes era incensar a los ídolos cuatro veces, entre día y noche. La primera era en amaneciendo, la segunda en mediodía, la tercera, a puesta del sol, y la cuarta, a media noche. A esta hora se levantaban todas las dignidades del templo y en lugar de campanas tocaban unas bocinas y caracoles grandes, y otros, unas flautillas, y tañían un gran rato un sonido triste. Después de haber tañido, salía el semanero o hebdomadario, vestido con una ropa larga hasta las corvas, como dalmática, y con su incensario en la mano lleno de brasa, la cual tomaba del fogón que perpetuamente ardía delante, y en la otra mano con una bolsa llena de incienso, del cual echaban en el incensario. Entrando donde estaba el ídolo le incensaba con mucha reverencia. Hecho lo cual, dejaba el incensario, y tomaba un paño con que limpiaba y sacudía el polvo del altar y las cortinas que estaban por ornato del templo. Estando ya la pieza donde estaba el ídolo bien perfumada y llena de humo, salíase el sacerdote [e] íbase a su recogimiento. Lo mismo hacían en las demás horas sobredichas por el mismo orden. Todos los días [hacían esto] sin faltar ninguno. Acabada la ceremonia, que a media noche se hacía, luego se iban a un lugar de una pieza ancha, donde había muchos asientos, y allí se sentaban, y tomando cada uno una puya de maguey, u otro género de lanceta de navaja, sangrábanse las pantorrillas junto a la espinilla y exprimiendo la sangre, untábanse las sienes con ella. Con la demás sangre untaban las puyas o lancetas y poníanlas entre las almenas de la cerca del patio, hincadas en unos globos de paja que allí había de ordinario para aquel efecto, y dejábanlas allí para que, viéndolas todos, entendiesen la penitencia que hacía en sí mismos por el pueblo. Había gran número de estas puyas y lancetas en el templo, a causa de que las iban quitando y guardando y poniendo otras, porque ninguna había de servir dos veces. Y así, había muchas guardadas con grande veneración en memoria de la sangre que ofrecían a su dios. Acabado este sacrificio, salían todos a aquella misma hora del templo e íbanse a una pequeña laguna, que estaba hacía el occidente, la cual tenía por nombre Ezapan, que quiere decir "lugar de agua sangrienta", y allí se lavaban de aquella sangre que se habían puesto en las sienes. Volvíanse luego al templo, tornándose a untar con la tizne, y los mayorales mandaban a los sirvientes que barriesen el patio y las gradas, lo enramasen todo y fuesen por leña, porque era ceremonia que ninguna leña se quemase, sino aquella que ellos mismo traían, y no la podían traer otros sino los diputados para el brasero divino, en el cual nunca había de faltar lumbre, como queda referido.
Demás de estas vigilias y sacrificios, hacían estos sacerdotes otras grandes penitencias, como ayunar cinco y diez días arreo antes de algunas fiestas principales, a manera de cuatro témporas. Guardaban tan estrechamente la continencia que muchos de ellos, por no venir a caer en alguna flaqueza, se hendían por medio los miembros viriles, y hacían mil cosas para hacerse impotentes para no ofender a sus dioses. No bebían vino; dormían muy poco, porque los más de sus ejercicios eran de noche, como era atizar la lumbre, ir a los montes a ofrecer sacrificios por los que se los encomendaban, que eran muchos y muy de ordinario, llevando ofrendas de incienso, vino, y otras
resinas, diversas comidas, cestillos, vasos, y escudilleras, que eran como la limosna del sacrificio. En fin, ellos se martirizaban cruelísimamente, siendo con tan ásperas penitencias mártires del demonio. Todo con intento de que los tuviesen por santos, ayunadores y penitentes. Y así, el que más penitencia podía hacer, más hacía con este intento, de lo cual recibía gran contento y vanagloria. También era su oficio enterrar [a] los muertos y hacerles exequias. Los lugares donde los enterraban eran las sementeras y patios de sus propias casas; a otros llevaban a los sacrificaderos de los montes, a otros quemaban y enterraban las cenizas en los templos. A todos enterraban con cuanta ropa, joyas y piedras tenían, y a los que quemaban, metían las cenizas en unas ollas y en ellas las joyas y piedras y atavíos por ricos que fuesen. Cantábanles oficios funerales, como responsos, y los lamentaban muchas veces, haciendo grandes ceremonias. En estos mortuorios, comían y bebían y, si era persona de calidad, daban de vestir a todos los que habían acudido al enterramiento. En muriendo alguno, poníanle tendido en un aposento, hasta que acudían de todas partes los amigos y conocidos, los cuales traían presentes al muerto y le saludaban como si fuera vivo. Y si era rey señor de algún pueblo, le ofrecían esclavos para que los matasen con él y le fuesen a servir al otro mundo. Mataban, asimismo, al sacerdote o capellán que tenían, porque todos los señores tenían un sacerdote que dentro de casa le administraba las ceremonias y así, le mataban para que fuese a administrar al muerto. Mataban al maestresala, al copero, a los corcovados y corcovadas (que de estos se servían mucho), y a los enanos que más le habían servido. Lo cual era grandeza entre los señores: servirse de sus enanos y de todos los referidos. Finalmente, mataban a todos los de su casa para llevar a poner casa al otro mundo. Porque no tuviesen allá pobreza, enterraban [con él] mucha riqueza de oro, plata, joyas, piedras ricas, cortinas de muchas labores, brazaletes de oro y plumas ricas. Y si quemaban al difunto, hacían lo mismo con toda la gente y atavíos que le daban para el otro mundo [y] tomaban toda aquella ceniza y enterrábanla con gran solemnidad. Duraban las obsequias diez días de lamentables y llorosos cantos. Sacaban los sacerdotes a los difuntos con diversas ceremonias, según ellos lo pedían, las cuales eran tantas que casi no se podían numerar. A los capitanes y a los grandes señores les ponían sus insignias y trofeos, según las hazañas y valor que habían tenido en las guerras y gobierno, que para todo esto tenían sus particulares blasones, insignias y armas. Llevaban todas estas señales delante del cuerpo al lugar donde había de ser enterrado o quemado, acompañándole con ellas en procesión, donde iban los sacerdotes y dignidades del templo con diversos aparatos: unos incensando y otros cantando, y otros tañendo tristes flautas y atambores, a lo cual aumentaba mucho el llanto de los vasallos y parientes. El sacerdote que hacia el oficio iba ataviado con las insignias y atavíos del ídolo a quien había representado el muerto, porque todos los señores representaban a los ídolos y tenían sus renombres, por cuya causa eran tan estimados y honrados. Estas insignias sobredichas llevaba de ordinario la orden de la caballería. Y al que quemaban, después de haberle llevado al lugar donde había de hacer las cenizas, rodeábanle de tea a él y a todo lo perteneciente a su matalotaje, como queda dicho, y pegábanle fuego, aumentándolo siempre con maderas resinosas, hasta que todo se hacía cenizas. Salía luego un sacerdote vestido con unos atavíos de demonio, con bolsas por todas las coyunturas, [y] muchos ojos de espejuelos, con una gran palo, y con él revolvía todas aquellas cenizas con gran animo y denuedo. El cual hacía una representación tan fiera que ponía grima a todos los presentes, y algunas veces este ministro sacaba otros trajes diferentes, según era la calidad del que moría.
El modo que tenía de componer a los difuntos es este que se sigue.
[El modo como enterraban los difuntos.]
Casaban, asimismo, los sacerdotes en esta forma: poníanse el novio y la novia juntos delante del sacerdote, el cual tomaba por las manos a los novios y les preguntaba si se querían casar y sabida la voluntad de ambos, tomaba un canto del velo con que ella traía cubierta la cabeza y otro de la ropa de él, y atábanlos haciendo un nudo y, así atados, llevábanlos a la casa de ella, donde tenían un fogón encendido, y a ella hacíanla dar tres vueltas alrededor, donde se sentaban juntos los novios, y así quedaba hecho el matrimonio. Eran celosísimos en la integridad de sus esposas, tanto que si no las hallaban tales, con señales y palabras afrentosas lo daban a entender, con gran confusión y vergüenza de los padres y parientes, porque no miraron bien por ella; y a la que conservaba su honestidad, hallándola tal, hacían grandes fiestas, dando muchas dádivas a ella y a sus parientes, haciendo grandes ofrendas a los dioses y gran banquete: uno en casa de ella y otro en casa de él. Cuando la llevaban a su casa ponían por memoria todo lo que él y ella traían de provisión de casa, tierras, joyas y atavíos. Guardaban esta memoria los padres de ellos, porque si acaso se viniesen a descasar (como era costumbre entre ellos en no llevándose bien) hacían partición de los bienes conforme a lo que cada uno trajo, dándoles libertad para que cada uno se casase con quien quisiese, y a ella le daban las hijas y a él los hijos. Mandábanles estrechamente que no se tornasen a juntar so pena de muerte. Y así se guardaba con mucho rigor.
Tenían también sus bautismos con esta ceremonia, y es que a los niños recién nacidos les sacrificaban las orejas y el sexo viril. Esta ceremonia se hacía especialmente con los hijos de los reyes y señores. A estos, en naciendo, si eran varones, los lavaban los sacerdotes y, después de lavados, poníanles en la mano derecha una espada pequeña, y en la otra una rodelilla. Hacían esta ceremonia cuatro días continuos, ofreciendo sus padres grandes ofrendas por ellos. Y si era hija, después de lavada cuatro veces, poníanle en la mano otras tantas un aderezo pequeño de hilar y tejer con los dechados de labores. A otros niños les ponían al cuello carcajes de flechas y arcos en las manos. A los hijos de la demás gente vulgar les ponían las insignias de lo que por el signo en que nacían conocían y adivinaban [por] los sortilegios: si su signo le inclinaba a pintor, poníanle un pincel en la mano; si a carpintero, dábanle una hachuela, y así de los demás. Hacíanse todas estas ceremonias a la semejanza del ídolo, que como queda dicho, era un esclavo que sacrificaban el día de la fiesta del ídolo y, acabado de sacrificar éste, luego ofrecían otro esclavo y dábanlo a los sacerdotes, renovándolo cada año para que nunca faltase la semejanza viva del ídolo. El cual luego que entraba en el oficio, después de muy bien lavado, le vestían todas las ropas e insignias del ídolo, poníanle su mismo nombre, y andaba todo el año tan honrado y reverenciado como el mismo ídolo. Traía siempre consigo doce hombres de guarda, porque no se huyese, y con esta guarda le dejaban andar libremente por donde quería, y si acaso se huía, el principal de la guarda entraba en su lugar para representar el ídolo y después ser sacrificado. Tenía este ídolo el más honrado aposento en el templo, donde comía y bebía, y donde todos los señores y principales le venían a servir y reverenciar, trayéndole de comer con el aparato y orden que a los grandes. Y cuando salía por la ciudad iba muy acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla en la mano, que de cuando en cuando tocaba, dando a entender que pasaba, y luego las mujeres salían con sus niños en los brazos y se los ponían delante saludándole como a dios; lo mismo hacía la demás gente. De noche le metían en una jaula de recias viguetas, porque no se fuese, hasta que llegada la fiesta le sacrificaban como queda dicho.