Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
CONQUISTA Y DESCUBRIMIENTO DEL NUEVO REINO DE GRANADA



Comentario

El autor


La vida, el carácter y la personalidad de Juan Rodríguez Freyle siguen siendo poco y mal conocidos todavía. El mismo, sin embargo, proporciona en las páginas de su obra no pocos datos útiles para la reconstrucción de su biografía. Así, ya en la portada del libro, afirma ser natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino. Después, en el capítulo segundo, precisa: nací en esta ciudad de Santa Fe, y al tiempo que escribo esto me hallo en edad de setenta años, que los cumplo la noche que estoy escribiendo este capítulo, y que son los 25 de abril del día del señor San Marcos, del dicho, año de 1636.

Está claro, en consecuencia, que Juan Rodríguez Freyle nació en Bogotá el 25 de abril de 1566. Por su partida de bautismo, se sabe que sus padres fueron don Juan Freyle y doña Catalina Rodríguez, lo cual consta también en su declaración ante el escribano público don Juan Sánchez, al vender --mediante escritura pública del 9 de noviembre de 1629-- a su sobrino don Pedro Galbán, clérigo, un solar y sus anexos, situados en la calle Real, barrio de la catedral, en Bogotá. El comprador era hijo de Leonor Rodríguez Freyle, hermana del autor, el cual tuvo también otra hermana --cuyo nombre de pila se desconoce--, que caso con el soldado napolitano Francisco Antonio de Ocaglio, uno de cuyos hijos --Antonio Bautista-- era sacerdote y cura de los pueblos indios de Une y Cueca, mientras el sobrino del cronista servía el curato de Zipaquirá1. Así lo declara el propio autor en el capítulo XIV de su obra, donde da cuenta de su cuñado Francisco Antonio de Ocallo, napolitano, cuyo hijo fue el padre Antonio Bautista de Ocallo, mi sobrino, cura que hoy es del pueblo de Une y Cueca, y agrega que los capitanes Ospina y Oliva eran amigos de Ocaglio y que con ellos fue desde Bogotá a la ciudad de Tocaima, a cierto negocio.

Los padres del autor fueron --dice éste en el capítulo II-- de los primeros conquistadores y pobladores de este Nuevo Reino, y añade: "Fue mí padre soldado de Pedro de Ursúa, aquel a quien Lope de Aguirre mató después en el Marañón, aunque no se halló con él en este Reino, sino mucho antes, en las jornadas de Tairona, Valle de Upar y Río de Hacha, Pamplona y otras partes. Pocos años después, cuando el obispo don Juan de los Barrios pasó por Santa Marta para tomar posesión de la diócesis de Santa Fe, invitó al matrimonio Freyle a acompañarle y --según Aguilera2-- para que le ayudasen en cuanto estuviese a su alcance, al manejo de la casa prelaticia y, tal vez, en los menesteres de la sacristía de la Catedral. Estas suposiciones aparte, el autor de El carnero registra el dato --capítulo IX-- de la llegada de sus padres a Nueva Granada: Al principio del año de 1553, entró en este Nuevo Reino el señor obispo don fray Juan de los Barrios, del Orden de San Francisco, el cual trajo consigo a mis padres. Después, el progenitor vino a España con Gonzalo Jiménez de Quesada, como cuenta el autor en el capítulo VII: Tenía descuidos el Adelantado, que le conocí muy bien, porque fue padrino de una hermana mía de pila, y el compadre de mis padres; y más valiera que no, por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a Castilla, cuando volvió perdido de buscar el Dorado, que a este viaje fue mi padre con él, con muy buen dinero que acá no volvió más, aunque volvieron entrambos.

Casi nada o muy poco se sabe acerca de la infancia de Juan Rodríguez, y casi la totalidad de los escasos datos que hay sobre ella procede de lo que el propio autor dice en su obra. Así, en el capítulo IV se refiere al capitán Alonso de Olalla, llamado El cojo, y dice que él y doña Juana de Herrera, su hija, doncella, fueron mis padrinos de pila, el año de 1566. Del mismo modo, sabemos que iba a la escuela en 1575, es decir, cuando tenía nueve años, porque recuerda que el licenciado Francisco Briceño, presidente de la Audiencia, murió en aquel año, y evoca el luctuoso hecho con un dato personal: Yendo yo a la escuela (que había madrugado por ganar la palmeta), llegando junto al campanario de la iglesia mayor, que era de paja, y también lo era la iglesia por haberse caído la de teja que hizo el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios hasta la capilla mayor, asomose una mujer en el balcón de las casas reales, dando voces: "¡Que se muere el presidente!¡Que se muere el presidente!" (cap.X). Con esta misma minuciosidad, Rodríguez Freyle declara que iba a la escuela de un maestro llamado Segovia, sita en la calle donde vivía don Cristóbal Clavijo. Un día, estando los alumnos en lección --estábamos en lección, escribe--, vieron pasar al oidor con mucha gente. El maestro preguntó a dónde iban, y le contaron el caso de un asesinato. En consecuencia, el maestro pidió la capa, fue tras el oidor, y los muchachos nos fuimos tras el maestro. Llegaron al pozo; el oidor mandó sacar el cuerpo [...]. Entre todos los que allí estaban no hubo quien lo conociese. Mandó el oidor que le llevasen al hospital y que se pregonase por las calles que lo fuesen a ver, para si alguno lo conociese. Con esto se volvió el oidor a la Audiencia, y los muchachos nos fuimos con los que llevaban en cuerpo al hospital (cap.XII).

La anécdota revela, a mi juicio, las escasa fantasía que Rodríguez Freyle revela en los cuentos o historietas --en expresión de Oscar Gerardo Ramos3-- que constituyen lo más importante del texto de El carnero, obra que es, simplemente, un cuadro costumbrista directo y vivo. Pero de este tema se hablará más adelante, Ahora conviene decir que nuestro autor fue estudiante de Gramática hacia los años 1579 ó 1580 --es decir, a los trece o catorce años de edad--, según él mismo relata con el detallismo acostumbrado. En efecto: en los años del visitador licenciado Monzón --que llegó como tal a Bogotá en 1579-- y, más concretamente, con ocasión de las pretensiones de su hijo, don Fernando de Monzón, a la mano de doña Jerónima de Urrego --hija del capitán Antonio de Olalla--, a la que aspiraba también el oidor licenciado Francisco de Anuncibay, cuenta Rodríguez Freyle (cap. XIII) que unos emisarios portadores de un pliego para el visitador llegaron a casa de éste, un jueves a mediodía, que yo me hallé en esta razón en casa del visitador, y añade que estaban jugando a las barras en el patio; que estábamos mirando Juan de Villardón, que después fue cura de Suca, y yo, que entonces éramos estudiantes de gramática, y que ambos subieron al piso de arriba con los emisarios.

Relacionado directamente con esos estudios, se halla el posible ingreso de Rodríguez Freyle en el Seminario de San Luis, fundado pocos años antes por el arzobispo fray Luis Zapata de Cárdenas. Tal ingreso consta en una de las copias manuscritas de El carnero4, donde se dice, además, que el arzobispado citado consagró a nuestro autor de corona y grados. No puede afirmarse que el tal ingreso se celebrara, pero una indicación del propio Freyle permite considerarlo, al menos, posible, ya que afirma: Pero sabe Dios disponer lo mejor, que más vale ser razonable soldado que caer en fama de mal sacerdote, y serlo. El hecho viene a confirmar el carácter aventurero e inquieto del joven Freyle, quien fue, impelido por su ansia de oro, a la laguna de Teusacá, en cuyas aguas se decía moraban los caimanes de aquel metal precioso y que había otras joyas y santillos. Pero un accidente trágico-religioso ocurrido al banquiano, aborigen de la comarca, a quien Freyle había recompensado sin tasa, le apartó de allí para no reincidir, pero ni volver a pensar en el azaroso modo de hacer fortuna con la pesca de uno de aquellos misteriosos saurios5. Fuera o no así, lo indudable es que el futuro cronista habla en varios lugares de su texto de las grandes cantidades de idolillos de oro y esmeraldas extraídos de los adoratorios muiscas. En cualquier caso, era fama pública la realidad de los tesoros muiscas, y Aguilera recuerda el caso del clérigo que, con ayuda de su conocimiento del idioma muisca, supo dónde estaba el tesoro del cacique de Ubaque. Y lo cierto es que la copia manuscrita de El carnero que usó el doctor Felipe Pérez para hacer la primera edición de la obra, apareció mutilada la hoja donde tal vez se procuraba alguna indicación sobre la situación de la cueva6.

Así pues, Rodríguez Freyle, de temperamento inestable e inquieto, dedicó algunos años de su juventud a combatir a los indígenas insurrectos. Lo afirma (cap. XIX), cuando dice que gastó los años de su mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses, de la cual narra algún detalle de acciones sucedidas por encima del valle de Neiva. Después participaría, a las órdenes del general-presidente don Juan Borja, en la pacificación de los pijaos. Pero ninguna de tales actividades fue suficientemente atractiva para nuestro autor, ya que las abandonó pronto e hizo un viaje a España hacia 1585. Así lo anuncia (cap. II): Yo en mi mocedad, pasé de este Reino a los de Castilla, a donde estuve seis años. Volví a él y he corrido mucha parte de él, y entre los muchos amigos que tuve, fue uno don Juan, Cacique y Señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino. Hizo el viaje con el licenciado Alonso Pérez de Salazar, a quien fui yo sirviendo basta Castilla con deseo de seguir en ella el principio de mis nominativos (cap. XV).

Esta última frase ilustra, a mi juicio, con claridad suficiente, el propósito fundamental de Rodríguez Freyle al trasladarse a Castilla; a saber: entroncarse, conocer su ascendencia familiar. ¿ínfulas aristocráticas? No hay ningún indicio de tal actitud ni ésta se trasluce en ningún párrafo de la obra. En cualquier caso, si tal fue su objetivo, no lo alcanzó, debido a la muerte de su protector. La salida para España fue en mayo de 1585, como escribe Freyle (cap. XVI): El visitador Juan Prieto de Orellana abrevió con su visita, recogió gran suma de oro, y con ello y los presos oidores y el secretario de la Real Audiencia, Francisco Velásquez, y otras personas que iban afianzadas, salimos de esta ciudad para ir a los reinos de España, por mayo de 1585. Iban de compañía el licenciado Salazar y el secretario Francisco Velásquez, porque Peralta, como sintió a Salazar tan pobre, hizo rancho de por sí. Habíasele muerto a Salazar la mujer en esta ciudad. Estos gastos y las condenaciones del visitador le empobrecieron de tal manera, que no hubo con qué llevar sustento en el viaje para él y sus hijos y los que le servíamos, que si el secretario Velásquez no llevara tan valiente bastimento como metió, pasáramos mucho trabajo. Y agrega: Fueron muchos los enfados y disgustos que se tuvieron con el visitador, porque tenía por gloria afligir a los que llevaba presos; y en Cartagena intentó, al tiempo de embarcar, llevallos presos en la Capitanía, donde él se había embarcado, lo cual sintieron mucho.

Rodríguez Freyle no registra en su obra con mucho detalle su estancia en España. Sin embargo, recoge un episodio muy interesante, relativo al intento del pirata Francis Drake contra Cádiz en 1587. Halleme yo en esta sazón --escribe-- en Sevilla; que el jueves antes que llegase el aviso de socorro, se había enterrado el Corso7, cuyo entierro fue considerable por la mucha gente que le acompañó, y los muchos pobres que visitó dándoles lutos y un cirio de cera que acompañasen su cuerpo. Acudió toda la gente de sus pueblos al entierro con sus lutos y cera, y todo ello fue digno de ver. Lleváronle a San Francisco y depositáronle en una capilla de las del claustro, por no estar acabada la suya. Al día siguiente, viernes, después de mediodía, entró el correo a pedir el socorro para Cádiz. Alborotóse la ciudad con la nueva y el bando que se echó por ella. Andaban las justicias de Sevilla, asistente, audiencia, alcaldes de la cuadra y todas las demás que de día ni de noche no paraban. El lunes siguiente, en el campo de Tablada se contaron cinco mil infantes, con sus capitanes y oficiales, y más de mil hombres a caballo, entre los cuales iban don Juan Vizentelo, hijo del Corso, y el conde de Gelves, su cuñado, cargados de lutos hasta los pies de los caballos. Acompañólos mucha gente de la suya, con el mismo hábito, que hacía un escuadrón vistoso entre las demás armas; estuvo este día el campo de Tablada para ver, por el mucho número de mujeres que en él había, a donde mostró muy bien Sevilla lo que encerraba en sí, que había muchas piñas de mujeres, que si sobre ellas derramaran mostaza no llegara un grano al suelo (cap. XVI).

Salió, pues, la ayuda para Cádiz, y de ella formó parte nuestro autor: Partió el socorro para Cádiz, unos por tierra, otros por el agua; y no fui yo de los postreros, porque me arrojé en un barco de los de la vez, de un amigo mío, y fuimos de los primeros que llegamos a San Lúcar, y de allá por tierra al puerto de Santa María, desde donde se veía la bahía de Cádiz y lo que en ella pasaba. Por fin, Drake, viendo que no conseguía su propósito, se retiró. Pero diez días después volvió a Sanlúcar de Barrameda y envió un patache con bandera de paz y un recado para el Duque de Medina Sidonia, a quien suplicaba le socorriese con bastimentos, de que estaba muy falto, y se moría la gente; y que de él se había de valer, como amigo antiguo y tan gran caballero. Y apunta en seguida Rodríguez Freyle este dato curioso: Platicose entonces que este don Francisco Drake había sido paje del emperador Carlos V, que se lo había dado Phelipe II, su hijo, cuando volvió de Inglaterra, muerta la reina María, su mujer, y que por ser muy agudo se lo había dado al emperador su padre para que le sirviese, y que era muy españolado y sabía muy bien las cosas de Castilla, y que de allí nacía la conocencia y amistad con el duque de Medina. Este, en fin, envió al pirata bastimento y regalos para su persona, enviándole a decir que le esperase, que le quería ir a ver cuando allegase la gente que le había de acompañar, pero Drake respondió que él no había de reñir ni pelear con un tan gran caballero y que con tanta largueza había socorrido su necesidad, porque más lo quería para amigo que no para enemigo (cap. XVI). Y ahí acabó el lance.

El oidor Pérez de Salazar tenía un estricto sentido de la justicia y trató de ayudar al joven Rodríguez Freyle, quien relata una anécdota que demuestra la suma probidad de aquél, y la cuenta --dice-- por pagarle algo de lo que deseó hacer por mí. No pudieron cumplirse, sin embargo, sus deseos, porque seis meses después murió, quedando yo hijo de oidor muerto, con lo que digo todo. Pobre y en tierra ajena y extraña, con que me hube de volver a Indias (cap. XVI).

De regreso a Nueva Granada, el futuro cronista se dedicó a la agricultura en la región de Guatavita, quizás invitado por su amigo el viejo cacique8. Esto último no pasa para ser simple, aunque verosímil, suposición. No ocurre lo mismo, en cambio, con la dedicación a la agricultura, de la que hay varios testimonios personales en El carnero y en otros documentos. Así, se sabe que hacia 1609, cuando el autor tenía cuarenta y tres años, era muy gordo y muy cargado y se ocupaba en el beneficio de una estancia suya situada en el valle de Guasca, para el sustento de su mujer y de sus hijos, pese a lo cual era pobre9. Por otra parte, el propio escritor aporta dos notas personales acerca de su oficio labrador. Cuenta, en efecto, que el oidor Alonso Pérez de Salazar llegó a Bogotá en 1582 y se ocupó en castigar ladrones, que había muchos con los bullicios pasados, aunque agora no le faltan, y en limpiar la tierra de vagabundos y gente perdida. Y apostilla inmediatamente: ¡Oh si fuera agora, y que buena cosecha cogiera! Harto mejor que nosotros la hemos tenido de trigo, por ser el año avieso, y hasta ahora no he visto ninguno para holgazanes y vagabundos (cap. XV).

El segundo testimonio del autor sobre su condición de labriego aparece vinculado, en cierto modo, a la persona del marqués de Sofraga, presidente de Nueva Granada, quien, con motivo de su juicio de residencia, le llamó para que testificara --como persona que he visto todos los presidentes que han sido de la Real Audiencia y que han gobernado esta tierra-- en que había faltado durante su gobierno. Pues bien: aprovechando tal circunstancia, el cronista afirma: Vuelvo a decir que ya lo he dicho otra vez, que no tengo que adicionarle, porque ha gobernado en paz y justicia, sin que haya habido revueltas como las pasadas; y porque su negocio topa en los dineros, quiero, por lo que tengo de labrador, decir un poquito que todas son cosechas. Con este motivo, inmediatamente después, establece un paralelo entre labradores y pretendientes --hermanos en armas--, de cuya exposición sólo interesa a mis fines la alusión a los problemas económicos de los agricultores --sufridos por él-- y a la afirmación sobre la necesidad de cultivar la tierra. Oigámosle:

Los labradores, en sus cortijos y heredades o estancias, como acá decimos, escogen y buscan los mejores pedazos de tierra, y con sus aperos bien aderezados, rompen, abren y desentrañan sus venas, hacen sus barbechos, y, bien sazonados, en la mejor ocasión, con valeroso ánimo derraman sus semillas, habiendo tenido hasta este punto mucho costo y trabajo; todo lo cual hacen arrimados tan solamente al árbol de la esperanza y asidos de la cudicia de coger muy grande cosecha. Pues sucede muchas veces que, con las inclemencias del tiempo y sus rigores, se pierden todos estos sembrados y no se coge nada; y suele llegar a extremo que el pobre labrador, para poderse sustentar aquel año, llega a vender parte de los aperos de bueyes y rejas, que quizá le habrá sucedido a quien esto escribe.

Pues pregunto yo ahora, labradores, ¿a quién pediremos estos costos y semillas, daños e intereses?¿Pedirémoslos a la tierra donde los echamos? No lo hallo puesto en razón. ¿Podrémoslos pedir a la justicia? Paréceme que sobre este artículo no nos oirán, ni se nos recibirá petición. Pues ¿pidámoslos a la cudicia? Eso no, que será echarla de casa y quedarnos sin nada. Pues ya se ha comenzado a romper el saco, volvamos a arar y romper la tierra, y acábese de romper, que quizá acertemos (cap. XXI).

Como se ve, la constante queja de los agricultores por las malas cosechas es muy antigua. En el caso de Rodríguez Freyle, parece fundada, y debido a ello, quizá prestara oídos a la llamada del presidente doctor Antonio González, bajo cuyo mando pudo el cronista haber desempeñado algún cargo administrativo. Ello podría deducirse de una vaga y confusa alusión del autor al gobierno de aquél: Quiero acabar con este gobierno, que me ha sacado de mis calsillas y de entre mis terrones (cap. XVII). De esta alusión, Aguilera deduce que entre los treinta y los treinta y cinco años, Rodríguez Freyle ya se iniciaba en el cultivo del campo, aunque reconoce --y esta segunda hipótesis le merece mayor grado de probabilidad-- que también podría interpretarse el pasaje alusivo en el sentido de que la crónica no fue escrita en el campo, como algunos creen, sino en plena urbe, donde podía consultar cuanto le era indispensable10. Pienso, sin embargo, que tales deducciones no se ajustan a la realidad, ya que el presidente Antonio González entró en Bogotá el 24 de marzo de 1589 y gobernó ocho años, es decir, hasta 1597, según el propio escritor afirma (Catálogo final de su obra). Así, en 1589, Rodríguez Freyle tenía veintitrés años, y ocho después, treinta y uno. En consecuencia, si don Antonio González sacó de sus calsillas y sus terrones a nuestro autor, éste ya se dedicaba a la agricultura entre los veintitrés y los treinta y un años de edad, época en la cual el futuro cronista no había pensado siquiera en escribir, ya que empezó a hacerlo, como sabemos, cuando tenía setenta años.

Rodríguez Freyle no precisa la edad en que contrajo matrimonio, pero al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero, dice (cap. XVIII): él me desposó de su mano, ha más de treinta y siete años, con la mujer que hoy me vive, que se llamaba Francisca Rodríguez. Dicho arzobispo murió el 8 de enero de 1622, y como el autor escribe entre los setenta y los setenta y dos años de su edad, no resulta difícil afirmar que se casó hacia 1603 ó 1604. De su familia, de si tuvo o no tuvo hijos, no se sabe nada, ya que él no hace la más mínima alusión a este asunto.

Sí se sabe, en cambio, los años que empleó Rodríguez Freyle en escribir su obra. Como se comprobó antes, empezó su redacción en 1636. Dos años después, en 1638, seguía escribiendo todavía, y no dejó de hacerlo hasta, por lo menos, la segunda semana de cuaresma de 1638. En efecto: en el capítulo XX de su obra, el autor proporciona varios datos al respecto. El año de 1624 vino por oidor de esta Real Audiencia el licenciado don Juan de Balcázar, y este de 1638 sirve su plaza en esta Real Audiencia. Otro dato: Cien años son cumplidos de la conquista de este Nuevo Reino de Granada, porque tanto ha que entró en él Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada con sus capitanes y soldados. Hoy corre el año de 1638, y el en que entraron en este sitio fue el de 1538. Por último, al referirse al fallecimiento del arzobispo don Bernardino de Almansa, dice Freyle que su cadáver iba a ser trasladado a Castilla este año de 1638. Otros datos del Catálogo subsiguiente al capítulo XX, del título del capítulo XXI y del primer párrafo de éste y del catálogo final --de gobernadores, presidentes, oidores, etc.-- demuestran igualmente la fecha de redacción de la obra. Pero en el capítulo XXI de ésta, el autor precisa más el momento final en que escribía: Miércoles en la noche, a tres de marzo de este año de 1638, segunda semana de cuaresma.