Comentario
Las mujeres
No se sabe aún la fecha exacta, ni aproximada, de la muerte de Juan Rodríguez Freyle, aunque puede suponerse que no acaecería mucho después de poner punto final a la redacción de su obra, ya que ésta, como acaba de verse, está escrita entre los setenta y los setenta y dos años de la vida de su autor11. Tal dato tiene solamente, por otra parte, un mero interés erudito, ya que lo más importante radica en el conocimiento de la personalidad del autor, y acerca de ésta, él mismo ha dejado suficientes rasgos en su obra. Uno de éstos, por ejemplo, hace referencia a su trato con el vino. En los vinos --escribe (cap. XVII)-- hay malos y buenos, y en los hombres que lo beben corre la mesma cuenta. Hace de entender que los buenos lo beben destemplado con agua, para conservar la salud; y los malos lo beben puro hasta embriagarse y perderla, y suele costar también la vida. De mí sé decir que en todo el año no lo veo ni sé qué color tiene, y no me lo agradezcan porque esto no es por la voluntad, sino a más no poder. Me parece que la conclusión es clara: a la edad en que esto escribe, al autor le habían prohibido los físicos o médicos la bebida.
Pero si este dato es meramente anecdótico en la interpretación de la personalidad de Juan Rodríguez Freyle, no lo es, en cambio, la actitud y el pensamiento que muestra en su obra acerca de la mujer y de la hermosura femenina. Ya Miguel Aguilera apuntó el recelo, si no la animadversión, que el autor tuvo contra la mujer y contra la belleza de ésta, para acabar afirmando que esta preocupación es una forma de complejo12. Por su parte, Oscar Gerardo Ramos alude también al mismo tema, pero libra al cronista de la posible tacha de misoginia: Y no es un misógino. Sus retahilas no van contra toda mujer, sino contra esa mujer que usufructúa la belleza para el devaneo, la lujuria y aun el adulterio. Por tanto, se le irroga injusticia al endilgarle misoginia. El conjunto de citaciones indica que, por igual, a varón y fémina zahiere, si se desempeñan hasta el desenfreno13.
La cuestión, no obstante, debe plantearse, a mi juicio, desde un punto de vista muy diferente al de los expresados por ambos autores. Se trata, en síntesis, de un tipo de reflexión moral sobre la mujer y su hermosura, propio de la época y que pretende contrarrestar el "daño" que en los lectores pudiera causar la lección de los hechos reales que el autor relata. Así lo demuestran, según leo, las abundantes citas de Rodríguez Freyle sobre la materia, ya que todas, o casi todas, constituyen comentarios o apostillas a los hechos punibles que relata. ¡Oh hermosura, causadora de tantos males! ¡Oh mujeres! No quiero decir mal de ellas, ni tampoco de los hombres; pero estoy por decir que hombres y mujeres son las dos más malas sabandijas que Dios crió (cap. VIII). En otro lugar (cap. X), con motivo de un suceso ocurrido en Tunja, nuestro autor escribe: La hermosura de doña Inés llamó así a don Pedro Bravo de Rivera (con razón llamaron a la hermosura "callado engaño", porque muchos hablando engañan, y ella, aunque calle, ciega, ceba y engaña). Paréceme que me ha deponer pleito de querella la hermosura en algún tribunal, que me ha de dar qué entender; pero no se me da nada, porque ya me colgué sobre los setenta años. Yo no la quiero mal; pero he de decir lo que dicen de ella; con esto la quiero desenojar. La hermosura es un dato de Dios, y usando los hombres mal de ella, se hace mala. Y añade: ¡Oh hermosura! Los gentiles la llamaron dádiva breve de naturaleza, y dádiva quebradiza, por lo presto que se pasa y las muchas cosas con que se quiebra y pierde. También la llamaron lazo disimulado, porque se cazaban con ella las voluntades indiscretas y mal consideradas. Yo les quiero ayudar un poquito. La hermosura es flor que mientras más la manosean, o ella se deja manosear, más presto se marchita. Otro ejemplo: ¡Oh hermosura desdichada, mal empleada, pues tantos daños causaste por no corregirte con la razón. Esos son los males que produce la hermosura de la mujer, la cual no pone límite a sus propósitos cuando se propone lograr algo: Dios nos libre, señores, cuando una mujer determina y pierde la vergüenza y el temor de Dios, porque no habrá maldad que no cometa, ni crueldad que no ejecute; porque, a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.
¡Ah hermosura! ¡Lazo disimulado! (cap. XII). ¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras! Ellas son, en realidad, debido a sus aventuras galantes, las responsables de todos los problemas que tenía planteados el Nuevo Reino de Granada. Ejemplo: el fiscal Orozco quería que muriese el marido de su dama, y ésta deseaba que la mujer de su galán muriera también. En vista de ello, Rodríguez Freyle concluye: Concertadme, por vida vuestra, estos adjetivos. La casa a donde sola la voluntad es señora, no está segura la razón, ni se puede tomar un punto fijo. Esto fue el origen y principio de los disgustos de este Reino y pérdidas de haciendas, y el ir y venir de visitadores y jueces, polilla de esta tierra y menoscabo de ella (cap. XIII). Así lo demostraba, en efecto, el caso del licenciado Orozco, fiscal de la Audiencia, hombre mozo, de espíritu levantado y orgulloso, que el cronista relata y del cual extrae esta conclusión: Seguía el fiscal los amores de una dama hermosa que había en esta ciudad, mujer de prendas, casada y rica. Siempre topo con una mujer hermosa que me dé en que entender. Grandes males han causado en el mundo mujeres hermosas. Y sin ir más lejos, mirando la primera, que sin duda fue la más linda, como amasada de la mano de Dios, ¿qué tal quedó el mundo por ella? De la confesión de Adán, su marido, se puede tomar, respondiendo a Dios: "Señor, la mujer que me disteis, ésa me despeñó". ¡Qué de ellas podía yo agora ensartar tras Eva! Pero quédense. Dice fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, que la hermosura y la locura andan siempre juntas; y yo digo que Dios me libre dé mujeres que se olvidan de la honradez y no miran al ¡qué dirán!", porque perdida la vergüenza, se perdió todo (cap . XIII)
Así pues, la hermosura femenina es, según Rodríguez Freyle, el origen de casi todos los males, aunque después matizará tal aserto en función del uso que de ella haga la mujer. ¿Qué es mejor: tener mujer hermosa o fea? Peligrosa cosa --escribe (cap. XV)-- es tener la mujer hermosa, y muy enfadosa tenella fea; pero bienaventuradas las feas, que no he leído que por ellas se hayan perdido reinos ni ciudades, ni sucedido desgracias, ni a mi en ningún tiempo me quitaron el sueño, ni agora me cansan en escribir sus cosas; y no porque falte para cada olla su cobertura. Y agrega, poco después: ¡Oh hermosura, dádiva quebradiza y tiranía de poco tiempo! También le llamaron reino solitario, y yo no sé por qué; por mí sé decir que yo no la quiero en mi casa ni por moneda ni por prenda, porque la codician todos y la desean gozar todos; pero paréceme que este arrepentimiento es tarde, porque cae sobre más de los setenta. Siempre la hermosura fue causa de muchas desgracias, pero no tiene ella la culpa, que es don dado de Dios. Los culados son aquellos que usan mal de ella (cap. XVIII).
Queda claro que el cronista no se considera incluido entre los culpados, y por si ello no se hubiera entendido bien, Rodríguez Freyle remacha su afirmación: Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás para darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal (cap. XIX). Por último, al referirse a doña Jerónima de Mayorga, nuestro autor escribe (cap. XXI): ¡Oh hermosura, causadora de semejantes desgracias!, y cuán enemiga eres de la castidad, que siempre andas con ella a brazo partido; y la mujer que te alcanza y no se corrige con la razón, viene al paradero que vino esta desdichada o a otro su semejante.
Como ha podido comprobarse, las invectivas de Rodríguez Freyle contra la hermosura se dirigen específicamente contra la belleza femenina y van, por consiguiente, encaminadas a la denigración de la mujer. El capítulo XVIII de la obra es muy ilustrativo a este respecto. Cosa maravillosa es para mí, que del hablar he visto muchos procesos, y que del callar no baya visto ninguno, ni persona que me diga si lo hay. Bien dicen que el callar es cordura. Otras muchas justicias se hicieron en estos tiempos, unas justiciadas, otras no tanto, porque si entran de por medio mujeres, Dios nos libre. Y añade: Quien comúnmente manda el mundo son mujeres [...]. ¿Cómo se le puede quitar a la mujer que no mande, siendo suya la jurisdicción, porque es primera en tiempo, por mande, siendo suya la jurisdisción, porque es primera en tiempo, por la cual razón es mejor en derecho? Demás que le viene por herencia; pruébolo: Mándale Dios a Adán: "No comas del árbol que está en medio del paraíso, porque en la hora que comieres de ese, morirás". Pues Eva, su mujer, va y tráele la fruta, y mándale que coma de ella, y obedece Adán a su mujer. Come la fruta vedada, pasa el mandato de Dios y sujétanos a todos a muerte. Llama Dios a Adán a juicio, y dale por disculpa diciendo: "Mulier quem dedisti mihi, ipsa me decepit". Andad, señor, que no es esa la disculpa de vuestra golosina; no la dejárades vos irse a pasear, que aquí estuvo todo el daño. La mujer y la hija, la pierna quebrada y en casa; y si les dieres licencia para que se vayan a pasear, o ellas se la tomaren y sucediere el mal recaudo, no le echeis a Dios la culpa, ni tampoco os abroqueleis con la disculpa de Adán: quejaos de vuestro descuido. Para apoyar su idea, el autor cita los casos de Nabot, Sansón, David, Salomón y San Juan Bautista, y concluye: ¿Qué diferencia hay entre mandar las mujeres la república, o mandar a los varones que manden las repúblicas? Las mujeres comúnmente son las que mandan el mundo; las que se sientan en los tribunales y sentencian y condenan al justo y sueltan al culpado; las que ponen y quitan leyes y ejercitan con rigor las sentencias; las que reciben dones y presentes y hacen procesos falsos. Y todavía agrega, aunque excusándose por su edad: Son muy lindas las sabandijas, y tienen otro privilegio, que son muy queridas, que de aquí nace el daño. Buen fuego abrase los malos pensamientos, por que no lleguen a ejecutarse. ¡Válgame Dios! ¿Quién al cabo de setenta y dos años y más, me ha revuelto con mujeres?¿No bastará lo pasado? Dios me oiga y el pecado sea sordo: no quiera que llueva sobre mí algún aguacero de chapines y chinelillas que me baga ir a buscar quien me concierte los huesos; pero yo no sé por qué... Yo no las he ofendido, antes bien las he dado la jurisdicción del mundo. Ellas lo mandan todo, no tienen de qué agraviarse.
Y, en efecto, Rodríguez Freyle desea desagraviar a las mujeres, pero no sólo no lo consigue, sino que insiste en sus ataques contra ellas. Quiero volver a las mujeres --escribe-- y desenojarlas, por si lo están, y decir un poquito de su valor. Grandísima es la fama de las diez Sibilas, pues con palabras tan divinas trataron de los dichos y hechos, muerte resurrección y ascensión de nuestro Redentor, y de todos los demás artículos de fe católica. La casta y famosa viuda Judith, con sabiduría y ánimo más que humano, guardó su decoro y limpieza, cortó la cabeza de Holofernes y libró la ciudad de Betulia [...]. Quíteseles el enojo, señoras mías, que como he dicho de éstas, dijera de muchas más. Pero agrega en seguida: La mujer es arma del diablo, caberza de pecado y destrucción del paraíso. Y pocas páginas después: ¡Oh mujeres, armas del diablo! Las malas digo, que las buenas, que hay muchas, no toca mi pluma si no es para alabarlas; pues si dan en crueles, Dios nos libre, que por venganza echan todo el resto, sin que reparen en honra y vida ni tampoco se acuerden de Dios, de quien no pueden huir para ser juzgadas; todo lo atropellan por salir con la suya y vengarse (cap. XVIII). Algo parecido había escrito antes (cap. XV), cuando reflexionó sobre el amor y, de paso, atacó a la mujer: El amor es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin [...]. El día que la mujer olvida la vergüenza y se entrega al vicio lujurioso, en ese punto muda el ánimo y condición, de manera que a los muy amigos tenga por enemigos, y a los extraños y no conocidos los tiene por muy leales y confía más de ellos.
Acerca del hombre, en cambio, es decir, del varón, nuestro autor tiene una opinión favorable, como indica el párrafo siguiente (cap. XVIII): Ya me estarán diciendo que por qué no digo que los hombres; que si son benditos o están santificados. Respondo: que el hombre es fuego y la mujer estopa, y llega el diablo y sopla. Pues a donde se entremeten el fuego, el diablo y la mujer, ¿qué puede haber bueno? Con esto lo digo todo, porque querer decir del hombre, en común o en particular, sería nunca acabar. El hombre se dice mucho menor, porque todo lo que se halla en el mundo se halla en él, aunque conforma más breve, porque en él se halla ser, como en los elementos; vida, como en las plantas; sentido, como en los animales; entendimiento y libre albedrío, como en los ángeles; y por esto le llama San Gregorio al hombre "toda criatura", porque se hallan en él la naturaleza y propiedades de todas las criaturas, por lo cual Dios le crió en el sexto día, después de todas las criaturas criadas, queriendo hacer en él un sumario de todo lo que había fabricado.
Como habrá podido comprobarse, los datos que el propio Juan Rodríguez Freyle proporciona acerca de sí mismo, de su vida y de algunos aspectos de su pensamiento permiten afirmar que el hombre tenía una curiosa o rara personalidad. Parece indudable, a mi juicio, que no se trata, pese a sus ocasionales escarceos militares, de un hombre de acción, de un conquistador guerrero ni de un agresivo comerciante o intrépido o arriesgado hombre de empresa. En ambos sentidos, ni su participación en algunas campañas contra los indios rebeldes ni su dedicación a la agricultura permiten incluirle entre capitanes ni empresarios, y ello no por falta de inteligencia ni de posición social, aunque ésta no pasara de mediana. La personalidad de Rodríguez Freyle --escribe Aguilera14--, si se resiente por la faz del esfuerzo y de la decisión para hacerle frente a la vida, gana mucho en cuanto a la conducta de hombre de bien y de criterio sano. Por la falta denunciada en esta advertencia previa, deducida de informaciones francas o veladas de él propio, se verá que no fue capaz de emplear su inteligencia y buenas bases sociales para alcanzar la honra y prez que tantos otros compañeros y contemporáneos suyos, menos bien dotados, obtuvieron con pequeña dosis de iniciativa y firmeza de carácter. Algo parecido opina Oscar Gerardo Ramos: Rodríguez Freyle es, en definitiva, un santafereño de acento español, un temperamento urbano, a lo más agrícola, muy tímido para ir a incursionar nuevas regiones y sentir el desconcierto geográfico que subyugó a los primeros cronistas15.
El talante de Juan Rodríguez Freyle era, en efecto, muy otro. Lo que él dice de sí mismo autoriza el afirmar que fue un joven de carácter abierto, de inteligencia clara y despierta, de buenas condiciones para bienquistarse a las personas, de temperamento conciliador, de buena fama y estimado por sus vecinos y conocidos. Que intentó hacer fortuna y que no lo consiguió por su mala suerte --el fallecimiento de su protector, licenciado Pérez de Salazar-- parece claro, como lo es igualmente el hecho de refugiarse, ya al final de sus días, en la literatura. Ello muestra, en definitiva, su aspiración --típica aún de su época-- de dejar fama, de pasar a la Historia, siquiera fuese por la vía de la creación literaria, lo que si no logró en su tiempo --su obra no alcanzó la publicidad de la imprenta hasta algo más de dos siglos después de escrita, aunque en su época fuese conocida por algunos--, sí consiguió doscientos años después. Por desgracia, la iconografía del autor no ayuda casi nada a conocer la personalidad de éste, ya que no se conoce --ni, probablemente, lo hubo-- retrato alguno suyo de su tiempo. El único de que se dispone, en efecto, es el del maestro Miguel Díaz, que éste pintó en 1936. Aguilera expone así el origen y la realización de ese único retrato que figura en su edición de El carnero, en la de Mario Germán Romero y en algunas otras. Ante la necesidad --escribe-- de consagrar un recuerdo pictográfico al primer cronista de nuestra ciudad capital, la Academia Colombiana de la Historia acordó, coincidencialmente, al cumplirse el III centenario de la iniciación de la crónica, la ejecución con pincel de una imagen que, viso más, viso menos, simbolizase la persona de aquél. Designóse para el difícil cometido al notable pintor don Miguel Díaz, bogotano nacido en el clásico barrio de Santa Bárbara. Una constante y reiterada lectura del Carnero y de la compaginación de las calidades literarias del libro le sugirieron la figura regordeta, sonrosada, campechana y, saludable del vecino de Guatavita. Diséñala sobre el fondo de la plaza y de la iglesia parroquial del lugar donde se presume que la crónica fue clasificada y compuesta. La edad setentona se advierte allí con la misma robustez y acometida de lo trasunto en los capítulos del infolio. Grata sonrisa socarrona, diestramente captada por el pincel y noblemente iluminada por la paleta, se filtra en mitad del rostro, mientras la péñola de ánade o de ganso se desliza sobre los pliegos amarillentos. Nunca un hombre flaco, desmarrido, arrugado, inquisitorial, de tez cetrina y de ojos encuerados hubiese podido escribir aquellas memorias ágiles, traviesas, irónicas y saturadas de buen humor. Así pues, es de creerse que la fantasía del maestro Díaz, tan hábil en el manejo de sus instrumentos pictóricos como buen intérprete de los sentimientos que florecen en el rostro de los hombres, dio en el clavo al consumar el "retrato" (llamémoslo así) de don Juan Rodríguez Freyle, entregado por él a la pinacoteca de nuestra Academia. No divagaríamos si dijéramos que el artista, a su modo, también preparó una biografía sin palabras sobre la trama de un lienzo. Cuando muy joven, y también por rara coincidencia, era yo discípulo de Miguel Díaz en la Escuela de Bellas Artes, leí por primera vez El carnero. Imaginé entonces a su autor muy próximo a lo que muchos años después mi profesor de dibujo concebiría y ejecutaría para ornamento de nuestro ilustre instituto de investigación histórica16.