Comentario
El contenido del libro II
Aunque algo más breve que el primero, el segundo es también una miscelánea de temas muy variados, unos más interesantes, otros menos. Son muy atractivas, por ejemplo, las páginas en las que aborda los conocimientos médicos de los antiguos mexicanos. En ellas hace una serie de críticas al ejercicio de la medicina y rechaza el uso de remedios vehementísimos y venenosísimos, calientes y fríos. Los médicos nahuas, titici, son para él meros empíricos y a ellos les falta método y estudio. En el fondo de tales críticas podemos ver un apego a las corrientes médicas del Renacimiento, particularmente a la teoría de los humores y a la ciencia vesaliana, de intenso estudio de la anatomía basado en la disección.
En varios capítulos nos presenta Hernández el mundo de Moctezuma, un mundo rodeado de lujo y refinamiento. Es indudable que a él, como a otros cronistas de su época, la corte azteca le produjo gran admiración, quizá por el contraste que ofrecía con la austeridad de la corte de los Austrias. Se asombra ante la comida que servían a Moctezuma sus mujeres; pondera la vajilla, la mantelería y la música con que acompañaban a esta ceremonia, revestida de un ambiente de veneración casi sagrado. También se deleita nuestro protomédico describiendo el palacio del tlahtoani azteca, sus jardines, estanques, aviarios y la hermosísima casa de fieras, única en el mundo. Aunque el clima de la ciudad de México propiciaba la belleza de la vida vegetal y animal, es evidente que en este paraíso privado de Moctezuma estaba presente el gusto y refinamiento de los emperadores aztecas. Todo esto se mantenía gracias a un sistema de tributos muy bien organizado, que generaba grandes ingresos al erario de Moctezuma. Las riquezas de los reyes mexicanos eran infinitas y el gasto cotidiano inmenso y admirable38, dice Hernández.
Tres capítulos dedica a las cosas sagradas. En ellos sobresale la descripción que hace del Templo Mayor de la ciudad de México, con sus muchos adoratorios anexos y desde el cual se divisaban los pueblos y bosques rodeados de agua y nada más hermoso podía verse a la vista39. Parte importante de lo sagrado la constituía el mundo de los augurios. Destaca Hernández la gran cantidad que tenían --en relación con animales, hierbas y árboles-- al grado que casi no había momento de la vida que no estuviera condicionado por un augurio.
De gran interés son las páginas en las que aporta datos históricos acerca de los reinos de México-Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlatelolco, con el título Del origen de la Nueva España. Comienza con la llegada de los chichimecas y la fusión de ellos con gentes nahuas toltecas. Tal mestizaje fue origen de pueblos muy cultos como el tetzcocano, el cual tuvo su momento de esplendor bajo el gobierno del sabio rey Nezahualcóyotl. Después de los chichimecas, otros grupos de habla nahuatl hicieron su aparición en el valle de México, los acolhuas. A la llegada de los españoles, éstos habían logrado crear florecientes reinos, como el muy conocido de los mexicas o aztecas, el tlaxcalteca y el cholulteca. Interesa aquí hacer una precisión, y es la de que Hernández, al hablar de estos pueblos, recoge la opinión de que todos ellos provenían de las tribus perdidas de Israel. En realidad no la acepta totalmente, pero tampoco la rechaza e incluso ofrece algunos argumentos en pro, como el de la lengua, la semejanza de algunos ritos y la naturaleza prolífica de los habitantes de la Nueva España. Tal postura no debe parecernos rara, ya que en el Renacimiento aún estaba muy en boga la tesis hebraísta, la cual postulaba que el origen universal de pueblos y lenguas había que encontrarlo en los semitas.
Quizá durante su estancia en Tetzcoco, Hernández se encariñó con esta ciudad. Al menos así se traduce en las últimas páginas del libro segundo. Alaba su cielo y su temperatura, menos húmeda y más saludable que la de México. La disposición de las casas, cada una rodeada de un pequeño huerto, le hace recordar la visión idealizada de su patria en la literatura del mundo clásico: De modo que no creerías ver ciudades sino los huertos de las Hespérides y campos amenísimos40. Parecidos elogios expresa de los tezcocanos, a los cuales pone casi como forjadores de la grandeza del imperio azteca. Es evidente que Hernández supo captar y admirar el pasado y el presente de Tezcoco, ciudad a la que se llamó la Atenas de México.
Resalta en este segundo libro el capítulo final, en que nos ha dejado juicios muy valiosos acerca de la lengua nahuatl o mexicana. En ellos se refleja una gran percepción de la frasis y la esencia de esta lengua. En palabras de Hernández, el nahuatl tiene:
Composición feliz y fecunda de las dicciones y en esto no cede a la lengua griega... Parece admirable que entre gentes tan incultas y bárbaras apenas se encuentre una palabra impuesta inconsideradamente al significado y sin ethimo, sino que casi todas fueron adaptadas a las cosas con tanto tino y prudencia que, oído sólo el nombre, suelen llegar a las naturalezas que eran de saberse o investigarse de las cosas significadas41.
Tales apreciaciones nos hacen recordar las expresadas por otros humanistas del siglo XVI como Molina, Sahagún y Juan Bautista. Fray Alonso de Molina encontraba al nahuatl tan copiosa, tan elegante y de tanto artificio y primor en sus metaphoras y maneras de decir cuanto conocerán los que en ella se exercitaren42. Fray Bernardino de Sahagún habla de los primores de la lengua mexicana y fray Juan Bautista la califica de elegante, copiosa y abundante43.
El párrafo citado de Hernández nos deja ver una penetración admirable de un hombre que, sin ser propiamente un lingüista, supo captar la estructura y la composición de las palabras en cuya raíz está ciertamente la esencia, el ethimo, como él dice. Es más que probable que Hernández llegara a esta comprensión a través de la botánica. En la lengua nahuatl, el vocabulario de plantas y animales, en muchos casos, responde a una idea de grupos, de conjuntos de familias, de tal manera que se puede hablar de una taxonomía espontánea que mucho atrajo a los naturalistas del XIX44 y que es seguro Hernández supo calibrar y admirar.