Comentario
En diversas ocasiones había manifestado Urbano V su íntimo deseo de trasladarse a Roma, pero, aun resueltos todos los problemas políticos, el viaje por tierra era excesivamente peligroso, lo que exigía un complejo y, sobre todo, costoso viaje por mar. Era preciso resolver el difícil abastecimiento de la Curia en Roma, y las ingentes reparaciones que el palacio papal exigía para ser habitable. No era menor la resistencia de los cardenales a abandonar la placidez de Aviñón por la turbulencia romana, a lo que han de sumarse las presiones de Carlos V de Francia para evitar la partida.
A pesar de todas estas dificultades, los preparativos para el viaje comenzaron en septiembre de 1365, alargándose durante más de año y medio; el 30 de abril de 1367 partió Urbano V de Aviñón, desembarcando en Corneto el 4 de junio. Unos días después se entrevistó en Viterbo, lugar de residencia del Pontífice mientras concluían las imprescindibles obras en el palacio Vaticano, con el cardenal Albornoz, artífice del retorno, cuyo fallecimiento tendría lugar pocas semanas después, sin alcanzar a ver la entrada pontificia en Roma, que tuvo lugar en octubre.
La estancia de Urbano V en Roma está esmaltada de brillantes ceremonias, de una importante obra de restauración de templos y, sobre todo, de la unión con la Iglesia griega, realizada por Juan V Paleólogo en octubre de 1369, buscando un apoyo militar y económico contra los turcos que no fue posible prestarle; tampoco la unión, realizada a espaldas de la jerarquía griega, tuvo consecuencia alguna.
La situación política italiana evoluciona negativamente. Se produjeron disturbios en Roma, especialmente a raíz de la promoción cardenalicia de septiembre de 1368, en la que se incluyó únicamente a un italiano, y también en Viterbo y en Toscana, alentadas por Bernabé Visconti.
Todo inducía a volver a Aviñón, decisión hacia la que le orientaban numerosos cardenales, algunos de los cuales no habían abandonado siquiera su residencia aviñonesa. La reanudación de la guerra entre Francia e Inglaterra vino a sumarse a los argumentos para volver a la ciudad del Ródano. El 5 de septiembre de 1370, después de una estancia de tres años en Italia, reembarcaba Urbano V hacia su residencia provenzal; llegaba el 27 a Aviñón, y en ella fallecería el 19 de diciembre de ese mismo año. Era un regreso temporal: la idea de retorno a Roma no era olvidada.
Buena prueba de ello es la actuación de su sucesor, Pedro Roger, Gregorio XI, elegido el 30 de diciembre. Había sido promovido al cardenalato en 1348, por su tío Clemente VI, y había cursado derecho en la universidad de Perusa. Su pontificado tendría como objetivo esencial, además de la organización de una cruzada contra los turcos, ya urgente, el retorno a Roma: así lo manifestó apenas elegido.
Algo indeciso, Gregorio XI poseía un carácter capaz de medidas enérgicas, como las adoptadas frente a Milán y Florencia, principales responsables del fracasado viaje a Roma de su predecesor. Estaba convencido de la necesidad de residir en Roma para evitar la pérdida de los Estados de la Iglesia y obtener los mejores resultados de la obra de Gil de Albornoz, cuya política fue puntualmente proseguida.
En el consistorio de mayo de 1372 anunció oficialmente el proyecto de regreso a Roma; a comienzos de 1373 publicó la cruzada contra Milán y Florencia, acción que venia preparando diplomática y económicamente desde hacia varios meses. Se obtuvieron algunos éxitos, que incrementaron las afirmaciones de un pronto traslado a Roma, pero fueron insuficientes y en su logro se invirtieron grandes sumas, cuya recaudación causó grave malestar en los Estados de la Iglesia.
En junio de 1375 fue preciso firmar una tregua con Milán mientras muchas ciudades de los Estados pontificios se declaraban en rebeldía, alentadas por Florencia, cuya labor de zapa se veía favorecida por los excesos de los agentes fiscales pontificios. Algunas ciudades pontificias, Viterbo, Montefiascone, Citta di Castello y Perusa proclamaban gobiernos autónomos; Gregorio XI respondió lanzando el entredicho contra Florencia, prohibiendo todo comercio con los florentinos y decretando la confiscación de sus bienes en el extranjero.
Esta compleja situación, por un lado, dificultaba el nuevo retorno a Roma, pero para algunos, entre ellos el Papa, era la ausencia del Pontificado, precisamente, la causa principal de tal caos. El retorno se hacia imprescindible. Superando todas las presiones para que desistiese de tal proyecto, el 2 de octubre de 1376 zarpaba de Marsella y, tras un lento viaje, entraba en Roma el 7 de enero de 1377.
La presencia pontificia en Roma fue suficiente para deshacer el entramado político florentino; el cese del comercio perjudicaba tanto a Florencia que la república, por mediación de Milán, inició negociaciones que condujeron a una conferencia de paz en la que habría de darse a Italia el necesario equilibrio de fuerzas.
Su conclusión no correspondería a Gregorio XI, que fallecía prematuramente el 27 de marzo de 1378. Fue consciente de los graves problemas que su desaparición plantearía a la Iglesia, como lo demuestran las meticulosas disposiciones que dictó para la elección de su sucesor. Sus negros presentimientos se cumplieron holgadamente: la elección que iba a tener lugar suscitaría, durante siglos, opiniones encontradas.