Época: Pontificado y cultur
Inicio: Año 1379
Fin: Año 1394

Antecedente:
El Cisma de Occidente



Comentario

Las propuestas iniciales de solución al cisma abierto con la elección de Urbano VI y Clemente VII consisten o bien en el recurso a la fuerza, o bien en la convocatoria de un concilio de la Iglesia universal, propuesta ésta en la que alientan las ideas de superioridad del Concilio sobre el Papa, que se sostenían en las más importantes universidades europeas y que era favorablemente contemplada por varios cardenales.
El recurso a la fuerza era difícilmente justificable y sus consecuencias resultaban imprevisibles. La solución conciliar entrañaba severos problemas teóricos, señalados por los defensores de la suprema autoridad papal y, especialmente, de índole practica: convocatoria, presidencia, número y calidad de los asistentes, facultades del Concilio, son problemas cuya solución está erizada de dificultades.

Esas objeciones a la vía conciliar, la que finalmente será ensayada, venciendo graves obstáculos, harán que, por el momento, sea olvidada; en algún caso, como en la universidad de París, no lo será sino mediante fuertes presiones oficiales y a costa de una ruptura en el seno de la institución universitaria: algunos de sus maestros se incorporan a los claustros de otras universidades como Praga, Heidelberg o Colonia, acontecimiento de gran importancia en la difusión de las ideas conciliaristas y expresión de la sumisión parisina al poder civil.

En consecuencia, el recurso a la fuerza pareció la única posibilidad viable; su ejecución consistiría en elevar al trono napolitano a Luis de Anjou, primer paso de una transformación del panorama italiano. En enero de 1380, Clemente VII y Luis de Anjou acordaron un proyecto que convertía al duque en heredero de la reina Juana I de Nápoles, que consintió en el proyecto, le otorgaba nuevamente el Reino de Adria, y ponía a su disposición importantes apoyos económicos, con el único compromiso de llevar a efecto su conquista y propiciar el triunfo de Clemente VII.

La realización del proyecto sufrió retraso debido a la situación internacional; para su realización se requería apoyo francés y castellano, lo que, por el momento, no era posible. En septiembre de 1380 fallecía Carlos V, abriendo una minoría, la de Carlos VI, poco propicia a aquella aventura; en Castilla, Juan I tenía que hacer frente a la alianza anglo-portuguesa de julio de 1380, inscrita en los proyectos del duque de Lancaster de alcanzar la Corona de este Reino como yerno de Pedro I.

Mientras tanto, Urbano VI, considerando desposeída a Juana I, nombraba rey de Nápoles a Carlos III de Durazzo, casado con una sobrina de aquélla; en julio de 1380 el nuevo rey ocupaba Nápoles, donde la reina resistió, encerrada en el castillo del Huevo, esperando inútilmente socorro de su preconizado heredero. Los acontecimientos italianos no enfriaron los preparativos de Luis de Anjou, aunque no pudo ponerse en marcha hacia Italia hasta la primavera de 1382.

La expedición angevina fue concebida como una espléndida cabalgada que se desplazó muy lentamente por territorio italiano, entrando en territorio del Reino siciliano en septiembre de ese año, cuando ya se había producido la muerte de la reina Juana, seguramente asesinada; hasta su muerte, en septiembre de 1384, Luis de Anjou prolongó su inútil aventura, consumiendo importantes recursos económicos, legando a su hijo, Luis II, un problemático futuro.

No era tampoco envidiable la situación de Urbano VI, enemistado con su vasallo napolitano, refugiado en Génova, forzado en los años siguientes a un permanente vagar por diversas ciudades italianas, y abandonado por muchos de sus cardenales. La posición urbanista se debilitaba en Aragón; aunque Pedro IV se mantuvo indiferente, la posición aragonesa era cada vez más clementista, hecho que se consumó en 1387, tras la muerte del monarca aragonés. También en Navarra, aunque la declaración oficial se retrase hasta 1390, el clementismo aparece triunfante desde la muerte de Carlos II en 1387.

Las posibilidades de éxito de una solución armada se van diluyendo, asimismo, a tenor de la situación política internacional. El estallido bélico entre Portugal y Castilla, con intervención inglesa, que se desarrolla desde 1384 a 1387, incluyendo la derrota castellana en Aljubarrota, había hecho pensar en un radical cambio de situación en favor del urbanismo.

Sin embargo, desde mayo de 1387, el duque de Lancaster se ve obligado a reconocer la imposibilidad de conquistar Castilla; se abrían negociaciones que, un año después, ratificaban la renuncia del Lancaster a la Corona castellana y establecían, con el matrimonio del futuro Enrique III y Catalina de Lancaster, hija del duque, una vía de solución a los problemas creados por la violenta sustitución dinástica. Era la primera muestra de un proceso de pacificación general que, con la firma de las treguas de Leulingham, en junio de 1389, imponía un alto, aunque precario, a los conflictos europeos.

En Italia, la "via facti" parece viable durante más tiempo. Las tropas angevinas tomaron Nápoles en julio de 1387; Juan Galeazzo, nuevo señor de Milán, se inclinaba a una amplia colaboración con Francia, que incluía el matrimonio de su hija con Luis de Orleans, hermano de Carlos VI. Sobre esta alianza, Clemente VII ideaba el proyecto de crear otro reino, en el centro de Italia, para Luis de Orleans, poblando la península de reinos clementistas. En esta situación, se producía el fallecimiento de Urbano VI, el 15 de octubre de 1389; la favorable situación del clementismo podía facilitar que la obediencia romana no procediese a una nueva elección.

Sin embargo, no fue así: el 2 de noviembre fue elegido Bonifacio IX, que logrará mejorar la situación de su obediencia, a lo que contribuyen las celebraciones del jubileo de 1390. Ese año pareció producirse un rebrote de la "via facti": Luis II de Anjou desembarcó en Nápoles con tropas y dinero abundantes, incluso Carlos VI anunció una expedición para el año siguiente, que nunca llegó a realizarse debido a las dificultades de la empresa en sí misma y a los primeros episodios de la enfermedad del rey. Por su parte, Luis de Orleans muestra poco interés en Italia, y Clemente VII exige mayores garantías antes de embarcarse en otra aventura bélica.

Por una y otra parte se evoluciona hacia el abandono del empleo de la fuerza como medio de resolver la división. La "via facti", además de escandalosa, se revelaba inútil; en ambas obediencias se elevaban voces de protesta, por lo que se consideraba testarudez de ambos contendientes, y reclamando una solución al conflicto. Algunas de las soluciones propuestas sugieren la deposición de ambos Pontífices o reducen la cuestión a un mero tratado internacional, situándose fuera de los debidos cauces canónicos, sin ahorrar un tono desconsiderado hacia los Papas; otras lo hacen movidas por un sincero deseo de unión de la Iglesia. Todas coinciden en señalar la ineficacia e inmoralidad de la "via facti".

Las universidades, especialmente la de París, entienden que les corresponde jugar un papel decisivo en esta cuestión y, al menos desde 1390, canalizan las aspiraciones de lograr la unión. En enero de 1394, la universidad de París, por encargo de Carlos VI, organizó entre sus maestros la recogida de propuestas para resolver el Cisma.

El resultado fue un informe, elevado al monarca en junio de ese año, en el que, utilizando un lenguaje lesivo para la autoridad de cualquier Pontífice, se condenaba sin paliativos la "via facti" y se proponían tres vías sucesivas como solución del problema. Si alguno de los Pontífices se negaba a todas ellas, y no sugería alguna otra solución viable, se proponía, por primera vez de modo oficial, la sustracción de obediencia.

La primera solución, "via cessionis", consistía en la abdicación voluntaria y simultanea de ambos Papas seguida de una nueva elección; la "via compromissi" preveía el estudio de los derechos de ambos Papas por una comisión arbitral que decidiría en conciencia a quien correspondía la legitimidad. En último caso, la "via concilii", es decir, la reunión en concilio de la Iglesia universal resolvería el problema.

Todas las vías presentan graves inconvenientes. La primera era la más sencilla, pero inviable si algún Pontífice, como era previsible, se negaba a abdicar; la vía del compromiso suponía unas dificultades prácticas casi insolubles: designación de árbitros, lugar de reunión, toma de acuerdos; la reunión de un concilio presentaba dificultades canónicas y prácticas.

Todas las dificultades se multiplican por el hecho de que, para muchos, la unión es sólo el primer paso de una reforma a fondo de la Iglesia; un buen número de reformadores entienden por reforma, sobre todo, pulverizar la Monarquía pontificia. Por ello, desde este mismo momento, comienza la divergencia de quienes, aceptando en principio las propuestas de la universidad parisina, consideran inaceptables el tono y los ataques a la autoridad pontificia.