Época: Pontificado y cultur
Inicio: Año 1409
Fin: Año 1411

Antecedente:
El Cisma de Occidente



Comentario

El pontificado de Alejandro V estuvo presidido por las preocupaciones de carácter político; inspirado por el cardenal Baltasar Cossa, trataría de aislar totalmente a Gregorio XII, de modo que se viera obligado a la abdicación. Para arrebatarle el único verdadero apoyo con que contaba era preciso desplazar a Ladislao del trono de Nápoles; para ello bastaba con resucitar las ambiciones angevinas sobre Italia. El proyecto parecía, desde luego, un retorno a la "via facti", hacia tiempo aparentemente olvidada.
El proyecto era viable: Luis II de Anjou era el primer convencido de sus posibilidades; Florencia buscaba una seguridad que, a causa de su apoyo al concilio, no hallaría sin un cambio dinástico en Nápoles. Es significativo que, el mismo día de la elección de Alejandro V, Luis de Anjou y Florencia firmasen una alianza en la que también entro Siena.

Luis de Anjou llegó a Pisa antes de la clausura del concilio; en los meses siguientes recorrió Toscana y Umbría e intentó la ocupación del Patrimonio. Se recuperó Roma para Alejandro V, pero éste no se instaló en ella, sino en Bolonia. Su pontificado fue demasiado breve para poder calibrar las consecuencias del concilio; algunas de sus decisiones provocaron protestas que, quizá, hubiesen subido de tono de haber dispuesto de un mandato más prolongado.

Alejandro V murió en Bolonia el 4 de mayo de 1410, sin conocer que, tres días antes, Aviñón le reconocía como Pontífice. Tras unas jornadas de desconcierto, la obediencia pisana, dirigida por el activo Baltasar Cossa, y apoyada por las tropas de refuerzo traídas por Luis de Anjou, procedía a nueva elección pontificia. Los votos recaían, no era una sorpresa, en el cardenal Cossa, que tomaba el nombre de Juan XXIII.

El proyecto de acción militar contra Nápoles tomaba nuevos impulsos, aunque, el mismo día de la elección del nuevo Papa, una flota angevina sufría una importante derrota a manos de otra de Ladislao de Nápoles. La guerra se llevó con alternativas y cierto cansancio por parte de Luis de Anjou que abandonaría definitivamente Italia en agosto de 1411, sin haber logrado sus propósitos.

Este acontecimiento forzó a Juan XXIII a realizar un acercamiento a Ladislao, mientras efectuaba los preparativos del concilio de su obediencia que había convocado para el 1 de abril de 1412 en Roma. Las sesiones conciliares vieron incorporarse a los conciliares con una extraordinaria parsimonia, de tal forma que la apertura real de las sesiones no tuvo lugar hasta el 10 de febrero de 1413. Dos meses después, ante el desinterés general, era preciso aplazar indefinidamente sus sesiones.

Para entonces, la aproximación de Juan XXIII y Ladislao de Nápoles se había materializado en un acuerdo, con mutuo reconocimiento, que arrinconaba a Gregorio en Rímini, su último refugio. El entendimiento, sin embargo, duró muy poco porque el rey de Nápoles entendía disponer del Pontificado como de algo propio.

En julio de 1413 Juan XXIII tenía que refugiarse en Florencia, no menos aislado que Gregorio XII, mientras tropas napolitanas saqueaban Roma. Sólo aparentemente era más sólida la posición de Benedicto XIII, que había obtenido, con el Compromiso de Caspe, una baza política de primera magnitud; pese a ello, el apoyo del nuevo monarca aragonés, Fernando I, no será tan incondicional como el Papa hubiera querido. Peñíscola no dejara de ser, como Rímini o Florencia, un refugio, más o menos confortable, pero refugio al fin.

La solución a esta situación, aparentemente estancada, procederá de Alemania, donde, el 21 de julio de 1411, había sido elegido unánimemente Segismundo como rey de romanos. El se convertiría en el más entusiasta impulsor de una solución para la división de la Iglesia. El peligro turco, ante cuyo ataque se hallaba, como rey de Hungría, en primera línea, hace que esta cuestión sea para él de primera importancia.

Para resolver tan acuciante amenaza precisaba crear un fuerte poder político que lograría uniendo la Corona de Hungría, el título de rey de romanos y la Corona de Bohemia; era imprescindible lograr que ese poder fuera operativo y, para ello, se requería resolver el Cisma, terminar con el enfrentamiento franco-inglés y unir la Iglesia romana y oriental. Sólo la solución a esos difíciles objetivos permitiría una acción contundente contra los infieles.

La solución de todos esos problemas parecía tener como necesario intermediario a Juan XXIII: lo primero que se necesitaba era reunir un concilio en el que se arbitraran los medios más convenientes para resolverlos; un concilio regularmente convocado y presidido por un Papa, eliminando los graves errores cometidos en Pisa. Benedicto XIII y Gregorio XII no lo convocarían o, en todo caso, su convocatoria no tendría el eco necesario; en cambio, Juan XXIII ni siquiera tenía que convocarlo, puesto que, oficialmente, las sesiones del iniciado Concilio de Roma sólo se hallaban temporalmente interrumpidas.

Segismundo necesitaba apremiantemente una aproximación al Papa de Pisa; también Juan XXIII necesitaba obtener nuevos apoyos después de su ruptura con Ladislao, y la única posibilidad parecía la del rey de romanos. Los motivos de desconfianza eran numerosos y los intereses bastante diferentes; en las largas negociaciones de septiembre de 1413, los representantes imperiales impusieron la ciudad de Constanza como lugar de reunión del concilio que Juan XXIII había de convocar para el 1 de noviembre de 1414. Una ciudad imperial que permitiría a Segismundo controlar el curso de los acontecimientos.

Había convocatoria pontificia, lo que, al menos formalmente, impedía tachar a la nueva asamblea de ilegítima desde sus mismos comienzos. Juan XXIII entraba en esta vía como la única solución posible, consciente de los graves problemas a los que iba a enfrentarse, pero con la esperanza de verse reconocido como único Pontífice, aunque Segismundo no se comprometió a ninguna solución previamente establecida.

Lograda la legítima convocatoria, había que conseguir una representación universal de las naciones cristianas, de tal forma que el concilio, legalmente convocado y universalmente constituido, pudiese dar un único e indubitado Pontífice y, con él, proceder a la reforma por la que venía clamándose desde hacía tanto tiempo. Un camino netamente definido, pero erizado de unas dificultades que ni siquiera era posible sospechar.