Época: Pontificado y cultur
Inicio: Año 1417
Fin: Año 1421

Antecedente:
El Cisma de Occidente



Comentario

No por la incorporación de los castellanos al concilio de Constanza terminaron las tensiones; al contrario, estas fueron muy intensas a causa de las fricciones entre aragoneses y castellanos, por la elección de presidente de la nación española y también a causa de la incorporación a Aragón de los obispos sicilianos y sardos, lo que le daba mayoría de votos en el seno de la nación española. Estas discusiones, que parecieron a punto de romper el concilio, a comienzos de septiembre, eran alentadas por algunos sectores conciliares porque de ellas dependía el logro de las inestables mayorías en la asamblea. Segismundo no consideraba todavía cerrada la cuestión vital del procedimiento electoral.
La buena marcha de las operaciones militares en Francia, hacía innecesario para Enrique V, el monarca inglés, el mantenimiento de su ficticia amistad con Segismundo; a mediados de octubre, la postura oficial inglesa cambió bruscamente para apoyar plenamente la elección pontificia antes de la reforma. Alemania se quedaba sola defendiendo la reforma previa.

A finales de octubre, el concilio aprobó el complejo sistema electoral. Serían electores los cardenales, más seis delegados de cada nación. El elegido debería obtener mayoría de dos tercios de los cardenales y también en el seno de cada una de las naciones. No todo estaba perdido para los reformadores a ultranza: el sistema permitía augurar un largo cónclave, lleno de negociaciones, en el que todo podía suceder.

Además, los reformistas habían logrado una importante concesión: la aprobación del denominado decreto "Frequens", aprobado el 9 de octubre, que establecía la celebración periódica de concilios generales; el primero, al cabo de cinco años; luego, siete años después, y, finalmente, cada diez años. Además, se redactó una relación de reformas, que deberían ser abordadas necesariamente por el Papa elegido, y se adoptaron varias resoluciones que, en conjunto, diseñaban un poder pontificio limitado por la asamblea conciliar. Era abrir una posibilidad a las tesis de los más revolucionarios conciliaristas.

El 8 de noviembre de 1417 se encerraban en cónclave 23 cardenales y 30 representantes de las naciones en el concilio. El 11 de noviembre era elegido Otón Colonna, nombrado cardenal por Inocencio VII, que tomaba el nombre de Martín V. Miembro de una aristocrática familia romana, iba a precisar de sus dotes políticas para hacer frente al pavoroso catálogo de problemas que se le ofrecía: relaciones con el Concilio, recuperación de los Estados de la Iglesia, gobierno de Roma, relaciones con los Reinos cristianos, y extinción del Cisma, a pesar de haber concluido oficialmente.

Los primeros problemas derivan del reconocimiento del elegido por las naciones; algunos son casi inmediatos, otros, como el de Francia, se retrasan todavía hasta abril de 1418. No se trata de negación de legitimidad, sino de inacabables negociaciones en las que las distintas Monarquías tratan de lograr las máximas concesiones del debilitado Pontificado.

Las difíciles relaciones internacionales, el particularismo de las Iglesias nacionales, el protagonismo que aspiran a desempeñar las universidades, y las casi insalvables dificultades que se oponían al retorno a Roma del Pontífice, proyecto anunciado por éste desde el primer momento, son otros aspectos a tener en cuenta.

Las cuestiones de reforma eran, por sí mismas, de una dimensión colosal. Las de mayor envergadura son: la situación intelectual y moral de algunos clérigos; la multiplicidad de titulares para un mismo beneficio; las críticas a los cardenales, por su número, riqueza y, a veces, amoralidad, falta de vocación y de cultura; en cuanto al Pontificado, suscitan críticas su fiscalidad, la administración de justicia, los compromisos temporales, y la concesión de indulgencias y beneficios.

Una tarea enorme, que enfrentaba contrapuestos intereses, y que debía ser abordada con un Concilio que aparece fuertemente afectado por el esfuerzo realizado. En enero de 1418, Martín V presentó al Concilio un importante programa de reforma referido a las cuestiones más acuciantes; era aprobado prácticamente por unanimidad, en las semanas siguientes, mientras se negociaban auténticos concordatos con cada una de las naciones.

El 19 de abril se fijaba Pavía como sede del siguiente concilio a celebrar, en virtud del decreto "Frequens", al cabo de cinco años. Tres días después era clausurado el Concilio de Constanza.

A partir de entonces, los problemas más acuciantes para el Papa proceden del proyecto de vuelta a Roma, íntimamente relacionado con la compleja situación política italiana que, a su vez, se halla en relación con la permanencia de Benedicto XIII en territorio del Reino de Aragón, los intereses de Alfonso V en Italia y un nuevo recrudecimiento del Cisma.

La progresiva soledad de Benedicto XIII no impedía que contase todavía con numerosos partidarios en Gascuña, Languedoc y Escocia; mucho más importantes eran los núcleos benedictistas en Aragón y en Castilla, que fueron motivo del envío de sendas legaciones destinadas por Martín V a estos Reinos. La del obispo de Pisa en Aragón, aunque logró que los cardenales de Benedicto XIII le abandonaran, terminó en un notable escándalo por el supuesto plan de envenenar al Pontífice, lo que avivó una corriente de simpatía hacia él.

La clave de los acontecimientos futuros se halla en la política italiana. Para ejecutar la proyectada reforma, Martín V considera imprescindible el retorno a Roma, lo que exige entrar a fondo en la política italiana, con riesgos para la apenas lograda unidad de la Iglesia, y recuperar el Patrimonio, usurpado por una serie de "condottieri".

El Reino de Nápoles forma parte esencial de esa realidad italiana; regido por la reina Juana II, carente de hijos, la sucesión en el se convertirá en el gran asunto de la política internacional. Los proyectos mediterráneos de Alfonso V incluyen la obtención de la herencia napolitana reuniendo así la totalidad de los dominios italianos de los Staufen.

Las opiniones en la Corte napolitana se hallaban divididas entre las candidaturas de Alfonso V y de Luis III de Anjou. Para Martín V era el angevino el candidato adecuado, porque la presencia aragonesa llevaba al Mediodía italiano un poder demasiado fuerte.

En julio de 1421 llegaba Alfonso V a Nápoles, y tras una dura resistencia se hacía con el control de la ciudad. No era una solución buena para la diplomacia pontificia, presionada, además, por Luis de Anjou, que mantenía estrechos contactos con Florencia y Milán, que tampoco veían con simpatías la instalación aragonesa en el sur de Italia.

Era una situación muy delicada que tenía, además, pavorosas implicaciones. Alfonso V estaba dispuesto a volver a la obediencia de Benedicto XIII, si sus aspiraciones italianas se veían defraudadas por Martín V; así se lo hizo ver veladamente en septiembre de 1420 y, de modo más contundente, en agosto de 1421, en el transcurso de las operaciones militares en Nápoles. De este modo iba a tener el Cisma un extraño epílogo.