La incorporación de los monasterios femeninos en América formó parte de una política religiosa de integración social a mediados del siglo XVI, como respuesta al crecimiento de la población criolla y mestiza. De esta manera, surgió la necesidad de crear instancias en las que se resguardase la castidad y pureza femenina. Por tanto, los conventos para mujeres se convirtieron en centros para albergar y educar a españolas y criollas que por vocación, orfandad o pobreza, no habían contraído matrimonio.
Su erección se debió a la caridad de hombres y mujeres de origen español, quienes, preocupados por la situación de las mujeres de origen hispano, se dieron a la tarea de fundar patronatos cuyo objetivo principal fue construir monasterios. La existencia de estos establecimientos monásticos fue tan importante en determinadas ciudades, que su presencia o ausencia era índice del esplendor económico y cultural.
En algunos casos los conventos iniciaron sus actividades como beaterios, recogimientos o colegio de mujeres dedicadas a la oración, que hacían sus votos temporales de pobreza, castidad y obediencia, en principio, bajo la dirección espiritual de los mendicantes. Con el tiempo muchos de ellos solicitaron permiso para convertirse en conventos.
Los conventos de mujeres desempeñaron un importante papel dentro de la estructura urbana porque regularon parte de la compleja interacción de las relaciones entre la vida pública y la vida privada de la ciudad. De hecho, se puede afirmar que los monasterios de mujeres se caracterizaron como un fenómeno netamente urbano, puesto que, es a partir del Concilio de Trento (1545-1563), cuando se plateó la conveniencia, y política, de que los monasterios de monjas estuvieran dentro de las ciudades.
Catedral del Cuzco (Perú)
En América, fueron varias las órdenes monásticas las que se establecieron en el siglo XVI y que adoptaron estas directrices, logrando afianzarse durante el siglo XVII y XVIII. Su presencia constituyó un papel decisivo en el desarrollo y consolidación del cristianismo y un incalculable valor en la religiosidad de la familia, así como en la moralización de la sociedad.
En algunos casos, para reforzar la situación de una fundación, se pasaba primero por la fase de beaterio y posteriormente se trataban de conseguir las licencias pertinentes para iniciar la fase monacal. Frente a lo que solía ocurrir en los conventos españoles, las monjas americanas con mucha frecuencia aceptaron niñas para su educación, lo que de alguna manera contribuyó a disipar la atención de las obligaciones monacales. Es ésta idea, por el cual se introdujo luego, a las mujeres monacales en la educación en la fe católica.
Los conventos de mujeres proporcionaron además de la estructura urbana, un modelo de cultura que se difundía por medio de la devoción familiar y la educación de niñas españolas e indias. El ideal femenino construido formó parte del sistema devocional popular, el perfeccionamiento de los modales y actitudes que adoptaron dentro los muros, producto de una fusión con las costumbres familiares y sociales, fueron considerados como una expresión de la civilidad.
La edad promedio de las mujeres para ingresar en el monasterio era de 15 a 25 años, y la edad de 20 años para recibir los votos solemnes. Por ello, el principal motivo e intención correcta de ingresar en los monasterios era la verdadera vocación de dar gloria a Dios y salvar el alma. Sin embargo; en muchos monasterios tuvieron que convivir mujeres que llegaban voluntariamente, convencidas de que tras cerrar las puertas del claustro se alejaban de las tentaciones y de los peligros del mundo, para asegurarse la vida eterna y otras; que ingresaban presionadas con mal disimulo resentimiento y en rebelión abierta, o tomando la vida religiosa como un mal menor. En ellos, de igual manera se recibieron seculares como niñas educandas, o como sirvientas o "donadas".
Santa Rosa de Lima
La Orden monástica femenina más numerosa y pionera en América fue la de las Concepcionistas de Santa Beatríz de Silva. Tuvieron también relevancia las Clarisas, Carmelitas, Dominicas y Agustinas. Hubo otras con una representación mucho más limitada como, por ejemplo, las Cistercienses o las Brígidas; mientras que a mediados del siglo XVIII llegaron las Ursulinas y la Compañía de María introduciendo nuevos métodos educativos que contribuyeron a desterrar la nociva convivencia de educandas y monjas en los monasterios y elevaron el nivel cultural del sector acomodado de la mujer americana.
Sus edificaciones no solo han merecido reconocimientos por su valor artístico, sino que igualmente se le atribuyen a estos monasterios, no solo una importancia social en el influjo de las costumbres sino también, aportaciones en la actividad económica, puesto que introdujeron la pastelería, la confitería, la floristería y el bordado y su comercio.