Época: Pontificado y cultur
Inicio: Año 1300
Fin: Año 1500

Antecedente:
Cultura y espiritualidad



Comentario

Es una idea muy extendida la de la crisis de la Iglesia en época bajomedieval, situación paralela a una quiebra moral y un retroceso de la religiosidad en general; obedece esa idea al paralelismo que se establece con otras crisis, económica, social, política, especialmente agudas durante el siglo XIV y también en el XV. Responde también esa idea a las numerosas críticas, surgidas de los más diversos ámbitos, señalando los más variados vicios y desviaciones, y proponiendo como objetivo la reforma.
En realidad, esta época es de fuerte religiosidad, podríamos decir más elevada que en épocas anteriores; desde luego, no exenta de tensiones, de ejemplos escandalosos, por ser los más conocidos, de importantes desviaciones doctrinales y morales, y de supersticiones. Junto a ello se hallan envidiables ejemplos de santidad y un espíritu de mejora y elevación, muy difundido, aunque no siempre materializado en hechos.

Se producen desviaciones en el sentimiento religioso, fruto, a veces, de la misma efervescencia espiritual: abusos en el culto a los santos y a las reliquias, en las indulgencias, en una cierta materialización de la piedad, o del cielo o el infierno. La crisis económica es también responsable de ciertas situaciones, especialmente en los monasterios, cuyas comunidades no hallarán un medio de luchar contra las dificultades materiales que se les plantean sino limitando el número de miembros de su comunidad; inician con ello una dinámica causante de un profundo deterioro espiritual.

Una corriente de anticlericalismo parece penetrar los más diversos ámbitos sociales. Se fustiga la falta de moralidad de muchos clérigos, su sed de poder, la ausencia de adecuada formación o la falta de preocupación por la labor pastoral. La obra de centralización del pontificado en Aviñón, los evidentes males producidos por el Cisma, y las perturbaciones de la lucha conciliar vinieron a confirmar la realidad de los males señalados, causa y consecuencia, a la vez, de los mismos.

Conviene advertir que las críticas vertidas deben ser cuidadosamente analizadas. Como ya hemos dicho, quienes critican al pontificado, a su política beneficial, o a la obra de centralización, como quienes abogan por una Iglesia espiritual, están pensando, muchas veces, en una Iglesia débil, al servicio de los poderes temporales.

Los males que señalan como propios de la Iglesia son, frecuentemente, de carácter general, repitiendo modelos estereotipados que se reproducen sistemáticamente; ese mismo carácter tienen las medidas de reforma que se producen. A menudo se contrapone la realidad presente, en la que destacan los indudables defectos existentes, y otros a menudo imaginarios, con una época pasada, edad de oro, apostólica, a la que es preciso volver. Las propuestas de reforma tienen más un carácter de retorno al pasado que de progreso espiritual.

A la hora de valorar los testimonios que señalan los males presentes y proponen soluciones, hay que tener en cuenta que sus autores tratan de lograr una conversión, mover los espíritus, por lo que la exageración de lo negativo tiene un fin moralizante que nos da su verdadera dimensión. La falta de matices en la descripción de situaciones, la contraposición entre lo actual, absolutamente malo, y el pasado, irreprochablemente perfecto, ratifican lo que venimos afirmando.

Teniendo en cuenta estas matizaciones, es evidente la existencia de un espíritu de reforma, que recorre amplios sectores de la Iglesia, y que lleva a proponer las más diversas soluciones: desde modificaciones de carácter jurídico o pastoral a rotundas transformaciones del entero edificio jerárquico de la Iglesia, cuya destrucción pura y simplemente pretenden otros.

La idea de reforma es, en muchas ocasiones, una utopía; en muchas otras oculta propósitos muy diferentes, y aun antagónicos de los teóricamente formulados. Pero, aun admitiendo la buena voluntad de la inmensa mayoría de quienes abogaban por la reforma, y pasando por alto las diferencias de diagnóstico de la realidad y las propuestas de solución, otros muchos inconvenientes se planteaban a la hora de señalar quién debía ser el responsable de llevar a cabo los proyectos reformadores.

No era tarea fácil para el Pontificado, aunque todo podía indicar que era al Papado a quien correspondía esta misión; no era fácil por las presiones políticas que sobre él se ejercían, por las asfixiantes tareas de gobierno a que venía que hacer frente, por las aspiraciones cardenalicias a un gobierno colegial de la Iglesia y, sobre todo, por lo que supone el Cisma.

Tampoco el Colegio cardenalicio o la jerarquía episcopal estaban en mejores condiciones. Los cardenales porque aspiran a un control de la Monarquía pontificia, sentido en el que utilizan la palabra reforma, y porque no cuentan con el prestigio o el deseo de llevar a cabo una verdadera reforma. El Episcopado es tan heterogéneo, y tan diferentes las aspiraciones de sus Iglesias respectivas, que es imposible pensar en una acción de conjunto.

Se habla de una reforma "in capite et membris", una reforma del entero cuerpo de la Iglesia, pero su realización deber partir de múltiples y menudas iniciativas. No podemos hablar de una reforma, sino de un conjunto de reformas parciales, en un Reino, en una diócesis u orden religiosa, que responderán de manera muy diversa al espíritu general de reforma. Tal adversidad producirá frutos espirituales de gran importancia, pero también conducirá a respuestas radicalmente heterodoxas.