Comentario
La división de la Iglesia y de la Cristiandad, alineada con cada una de las respectivas obediencias, y los esfuerzos para resolver tan dramática situación han definido el largo periodo de medio siglo que, casi simétricamente, cierra el siglo XIV e inaugura el siguiente. También en esa época se produce el paulatino desarrollo de una determinada concepción del poder del Pontificado y de la organización de la Iglesia: el conciliarismo.
La etapa siguiente está dominada por el duro enfrentamiento doctrinal entre dos distintas concepciones de la Iglesia: una, monárquica, atribuye la plenitud del poder al vicario de Cristo; otra entiende la autoridad pontificia como un poder compartido con una oligarquía o, más radicalmente, con el conjunto de los fieles.
El conciliarismo pretendía reducir la autoridad del Pontífice al papel de un mero ejecutor de la voluntad colectiva del pueblo cristiano, expresada a través de los concilios; aplicando las directrices aprobadas en ellos, gobernaría la Iglesia con el consenso de los cardenales.
Las dificultades del Cisma habían ido configurando, y radicalizando, el conciliarismo. Solución conciliarista, aunque fallida, había sido el Concilio de Pisa; los propios Pontífices, con matices, tuvieron que aceptar la importancia del Concilio y, por ello, Benedicto XIII había convocado el de Perpiñán y Gregorio XII el de Cividale, pero no fueron aceptados ni por los más tibios conciliaristas.
La solución conciliar por antonomasia fue Constanza, si bien la realidad del desarrollo de la asamblea y el papel moderador de algunas potencias cristianas, especialmente el caso de Castilla, limaron las más radicales soluciones conciliares. No obstante, en virtud del decreto "Frequens", se establece el principio de la periodicidad de convocatoria de concilios.
Atento a la solución de los importantes problemas que ocupan su pontificado, no olvidó Martín V la obligación conciliar establecida en aquel decreto de Constanza: el 22 de febrero de 1423, cinco años después de la disolución de Constanza, convocaba el nuevo concilio que había de reunirse en abril de ese año en Pavía.
Fue un concilio de escasa asistencia, pero de ambiciosos objetivos: reforma de la Iglesia, unión con la Iglesia griega, paz entre los Reinos cristianos, y extirpación de la herejía: los mismos que veremos en el Concilio de Basilea. Después de dos meses de sesiones, el concilio era trasladado a Siena, donde se reanudaba en el mes de julio, en momentos en que se producían los graves acontecimientos napolitanos que tenían como última consecuencia el distanciamiento de Alfonso V y Martín V y el rebrote del Cisma.
La escasa asistencia y los revolucionarios programas reformadores debatidos en Siena alentaban a los legados pontificios para acelerar la clausura del concilio. Designada Basilea como sede del siguiente concilio, la asamblea concluyó por autodisolución; ello no significaba que el conciliarismo se hubiera debilitado, al contrario, se expresaba en términos más radicales y, olvidada la reforma, se orientó casi exclusivamente a la limitación del poder del Pontificado.
El tenso debate conciliarista vendría a ser una preocupación más del difícil pontificado de Martín V, que no por ello intentó burlar las disposiciones sobre convocatoria de concilios establecidas en el decreto "Frequens". El panorama del final del Pontificado era bastante alentador: logrado el acuerdo con Aragón, bien orientada la política italiana, en buenas relaciones con las Monarquías cristianas, sólo el husismo perturbaba seriamente el panorama europeo.