Comentario
La guerra civil nobiliaria se extendió pronto a toda la Península. Isabel y Fernando cuentan con el apoyo de Aragón y de Navarra, y sus enemigos atraen al monarca portugués al que ofrecen la corona de Castilla mediante el matrimonio con su sobrina Juana. A diferencia de Enrique IV, Isabel y Fernando actuaron rápida y enérgicamente y aunque sufrieron algunos reveses en los primeros momentos, a partir de septiembre de 1475 pasaron a la ofensiva; con ayuda de refuerzos aragoneses lograron recuperar las tierras ocupadas por Alfonso V de Portugal y lentamente los nobles partidarios del monarca portugués abandonaron su causa y prometieron obediencia a los reyes, que mantuvieron en todo momento su política de atracción de la nobleza: los rebeldes derrotados perdían, como era lógico, la custodia de las plazas de interés militar pero conservaban sus propiedades y recibían importantes compensaciones económicas. En el mes de febrero de 1476 el ejército portugués fue vencido en Toro y con este éxito militar de los reyes, los rebeldes del interior perdían toda posibilidad de ayuda e iniciaban negociaciones para reintegrarse al servicio de Isabel y Fernando. En septiembre se produjo la reconciliación del marqués de Villena y del arzobispo toledano, con la que puede darse por terminada la sublevación interna cuyos inicios hemos situado en los años finales del reinado de Alfonso X. Pacificada Castilla, sus ejércitos podían intervenir en la lucha catalano-francesa apoyando a Juan II contra Luis XI. Esto suponía un cambio importante en la política tradicional de Castilla, pero la excesiva fuerza adquirida por Francia había modificado la situación; los franceses habían dejado de ser los aliados a los que Enrique II había ayudado contra Inglaterra y se habían convertido en peligrosos rivales de Castilla en el Atlántico; por otro lado, Fernando era, al tiempo que rey castellano, heredero de Aragón, enemigo tradicional de Francia en los Pirineos y en Italia, y Luis XI había llegado a un acuerdo con Alfonso V de Portugal para abrir un nuevo frente bélico a través de Navarra.
La conjunción de intereses de Isabel y de Fernando, de Castilla y de Aragón, llevaba a la guerra contra Francia y antes de que ésta se declarase convenía tener bajo control a Navarra, donde la división entre beamonteses y agramonteses podía facilitar la entrada de tropas francesas. Fernando e Isabel estaban en una posición privilegiada para lograr un acuerdo entre los grupos rivales: los agramonteses se habían mantenido fieles a Juan II y los beamonteses habían figurado en todo momento al lado de Castilla por lo que no fue difícil convencer a unos y otros de la necesidad de llegar a un acuerdo del que sería garante el monarca castellano. La Concordia de Tudela (1476) que ratificaba los acuerdos, significaba de hecho el establecimiento de un protectorado castellano en Navarra, aunque el reino mantuviera su independencia.
Aseguradas las fronteras de Castilla, los monarcas reorganizaron la gran alianza puesta en pie por Juan II de Aragón contra Luis XI durante la última fase de la guerra civil catalana y se unieron a Inglaterra, Borgoña y Bretaña en el Atlántico y a Ferrante de Nápoles en el Mediterráneo. Ante la presión militar y comercial, Luis XI se vio obligado a aceptar la paz en 1478, pero en ella no se incluyó la devolución de los condados de Rosellón y Cerdaña y Fernando, que necesitaba la paz para atender a nuevas revueltas en el interior de Castilla y para prevenir una nueva intervención portuguesa, tuvo que resignarse por el momento a perder estos territorios.
Simultáneamente a la guerra civil y a los enfrentamientos-negociaciones con Francia, los monarcas castellanos desarrollaron una política de atracción del pontificado, cuya colaboración era necesaria para asentar su poder en Castilla. Una firme alianza con Roma permitiría a los reyes nombrar a los obispos y controlar las órdenes, verdaderas potencias militares y económicas sin las que la paz no sería posible en Castilla. Por otra parte, la inclinación de Sixto IV hacia los derechos de Isabel tendría considerables efectos psicológicos en el reino mientras que su apoyo a Juana podía servir de pretexto para encender de nuevo la guerra civil.
Las relaciones con el Pontificado eran difíciles a causa de la alianza existente entre los reyes y Ferrante de Nápoles, hijo y sucesor de Alfonso el Magnánimo, enfrentado a Roma por el control de la península italiana. En 1475, aprovechando un momento de paz entre los rivales italianos, fue enviada a Roma una embajada para pedir el reconocimiento de Isabel como reina de Castilla, el nombramiento de uno de sus fieles, Rodrigo Manrique, como maestre de Santiago, y la no dispensa de los vínculos de parentesco que unían a Juana y Alfonso V de Portugal. El Pontífice accedió a la primera petición, y para resolver los demás puntos así como algunos problemas económicos surgidos entre el clero castellano y Roma, envió un legado a la Península.
Algunas diferencias entre Sixto IV y los reyes Juan II y Fernando por la provisión de la sede zaragozana inclinaron al Papa a conceder la dispensa de parentesco solicitada por Alfonso V de Portugal (1477) y Fernando e Isabel respondieron prohibiendo la publicación en Castilla de los decretos pontificios y anulando las rentas percibidas por los eclesiásticos extranjeros en el reino. El problema político planteado por la dispensa matrimonial desapareció al carecer Juana de apoyos en el interior del reino, y las relaciones Roma-Castilla mejoraron considerablemente poco después: Alfonso, hijo ilegitimo de Fernando y de nueve años de edad, fue nombrado arzobispo de Zaragoza y el Papa accedió a que se estableciera en Castilla la nueva inquisición (1478) a través de la cual los reyes tendrían un mayor control del reino.
Para que la paz de Castilla fuera completa sólo faltaba llegar a un acuerdo con Alfonso de Portugal del que separaban a los reyes no sólo cuestiones dinásticas (éstas casi nunca tienen valor en sí; sirven de pretexto o para reforzar otras) sino también económicas. Si Inglaterra había sido el gran rival de Castilla en el Atlántico Norte, los intereses marítimos y comerciales del reino en el Atlántico Sur chocaban con los de Portugal por el control de los archipiélagos de Canarias, Azores, Madeira, de Cabo Verde y de las costas africanas. Perturbar el comercio portugués y afianzar el dominio castellano en las Canarias con vistas a una posterior sustitución de los portugueses en Guinea eran los proyectos de Isabel y de Fernando y en la empresa participaron marinos y mercaderes andaluces, vascos, valencianos y catalanes indistintamente, unas veces al servicio de la Corona y otras de modo particular, aunque siempre con autorización de los reyes, que se reservan el quinto de todos los beneficios obtenidos en el comercio o en el corso.
Para poner fin a estos ataques, Alfonso V intentó llevar de nuevo la guerra a Castilla aprovechando las rivalidades de la nobleza gallega y extremeña y el descontento de algunos grandes nobles que no habían visto respetados sus acuerdos con los reyes. Los problemas más graves se plantean en el señorío de Villena, donde los campesinos inician una revuelta social para librarse del señorío y volver a la jurisdicción real: si los reyes apoyan a los vasallos, se enajenan el apoyo de la nobleza, y si permiten al marqués sofocar la revuelta y recuperar sus dominios, crecerá excesivamente el poder de uno de sus mayores enemigos, que en todo momento puede contar con el auxilio portugués. Sólo una victoria militar rápida sobre Portugal reducirá el conflicto del señorío de Villena a sus verdaderas dimensiones: enfrentamiento entre un señor feudal y sus campesinos.
La victoria obtenida en las proximidades de Badajoz (1479) permitió iniciar conversaciones de paz con Portugal, con el que se firmarán cuatro tratados en los que se ofrece solución a todos los problemas pendientes: situación de Juana, perdón de los castellanos aliados al monarca portugués, relaciones entre ambos países y navegaciones africanas. Los tratados se firmaron en Alcaçobas (1479) y fueron ratificados en Toledo (1480). Juana ingresó en un monasterio; los aliados de Alfonso fueron perdonados; se restablecieron las relaciones amistosas entre los reinos, y en el Atlántico se acordó reservar para Portugal la costa africana y para Castilla el archipiélago canario. Solucionado el problema portugués, pronto se llegó a un acuerdo con el señor de Villena: numerosos lugares pasaron a la Corona y Diego López Pacheco conservará Escalona, Belmonte, Cadalso, Garcimuñoz, Alarcón... cuyas rentas, según Luis Suárez, ascendían a la no desdeñable cantidad de dos millones y medio de maravedís anuales.