Comentario
A principios de la Edad Moderna el estamento nobiliario comenzó a experimentar un proceso de mixtificación. En sus filas coincidieron dos sectores netamente diferenciados por su origen social. Por un lado, la vieja nobleza feudal representaba la continuidad de los antiguos linajes medievales, elevados a los cuadros de la aristocracia por servicios militares y herederos de una mentalidad en la que el estamento se autorrepresentaba como clase por excelencia guerrera. Tales linajes se distinguían por su fuerte poder económico, de base territorial, por la acumulación de señoríos y por su grado de influencia político-social. En algunos casos, los territorios bajo su jurisdicción constituían pequeños Estados cuasi autónomos, auténticos obstáculos en el proceso de construcción de un poder centralizado en manos de las Monarquías renacentistas.
Pero la vieja nobleza guerrera se enfrentaba ahora a la ascensión de una nueva nobleza, nutrida en buena medida de elementos de origen burgués, cuya vía hacia el ennoblecimiento vino representada por el privilegio real, dispensado en ocasiones como forma de compensación de servicios al Estado. La joven maquinaria estatal requería servidores útiles y capaces, de formación jurídica y universitaria, que ejercieran eficazmente funciones burocráticas en los cuadros de la Administración, cuyos servicios se pagaron a veces mediante la concesión del estatuto de nobleza.
Estos nuevos nobles lo eran, por tanto, por privilegio real, pues sólo al rey correspondía la facultad para hacer nobles. Generalmente la vieja nobleza miraba con desdén y recelo a éstos que consideraba advenedizos de inferior calidad. Un dicho común sostenía que "el rey podía hacer un noble, pero no un caballero", aludiendo a la autenticidad de la nobleza heredada. En el siglo XVI se produjo una dialéctica en países como Francia, Italia o Flandes entre escritores que mantenían una cierta teoría racista de la nobleza, como condición transmitida por herencia (Stefano Guazzo, Alessandro Sardo) y otros que, como Guillaume de la Perrière o Girolamo Muzio, defendían una nueva ética fundada en los ideales renacentistas, según los cuales la nobleza derivaba de las virtudes individuales como la educación o el servicio al Estado; es decir, tratadistas que ensalzaban la nobleza de espíritu frente a la de sangre (H. Kamen).
El desprecio hacia los nuevos nobles era aún mayor cuando el dinero se encontraba detrás del ascenso a la aristocracia. En momentos en los que atravesaron por fuertes aprietos financieros, las Monarquías no dudaron en vender cartas de nobleza como una forma añadida de atraer recursos monetarios hacia sus exhaustas arcas. Otras veces, muy frecuentes, se trataba simplemente del ascenso de la burguesía enriquecida, que utilizaba su fortuna como palanca de promoción social.
Así pues, junto a la vieja nobleza del feudalismo tardío creció una nueva nobleza de privilegio que aportó al estamento un factor de diversificación. De todas maneras, durante el siglo XVI los monarcas no abusaron de su prerrogativa de elevar a individuos a la nobleza, aspecto que diferencia al siglo XVII, en el que se produjo una verdadera inflación de honores. En Francia, por ejemplo, Francisco I expidió tan sólo 183 cartas de nobleza en sus treinta y dos años de reinado (J.-R. Bloch). Sin embargo, el ennoblecimiento mediante cargos cortesanos, judiciales o municipales fue relativamente frecuente, en la medida que ciertos cargos conferían automáticamente la categoría nobiliaria a sus titulares, algunas veces de forma completa, es decir, hereditaria, y otras con carácter vitalicio (P. Goubert).