Época: Expans europea XVI
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1600

Antecedente:
Francia



Comentario

A pesar de las expectativas brillantes que se le presentaban, teniendo en cuenta lo conseguido hasta la década de los cuarenta, la marcha de la realidad francesa pronto empezó a mostrar signos de crisis una vez que se inició la inversión de la coyuntura económica y se fueron dejando sentir los excesivos costes, en dinero, hombres y esfuerzos, que las continuas guerras generaban. Una mayor crispación e inestabilidad social, peores condiciones de vida, sobre todo para las clases humildes, un aumento de la contestación política, fueron los primeros síntomas evidentes de que se avecinaban tiempos peores para la mayor parte de la población y también para el Estado. Y como amenaza mayor, que no tardaría mucho tiempo en concretarse, la división religiosa que se había ido extendiendo poco a poco por toda la geografía francesa, afectando igualmente a todos los grupos sociales sin excepción.
La posibilidad de una conflagración civil quedó abierta desde el momento en que fue imparable el avance del protestantismo, enfrentado de forma decidida al catolicismo hasta entonces dominante entre los franceses. Pero en el choque intervinieron otros elementos (luchas de clanes nobiliarios, intereses enfrentados de otros colectivos, corrientes antiabsolutistas, creciente malestar social...), que hicieron del conflicto religioso un polvorín que provocó el estallido y posterior liquidación de mucho de lo que hasta entonces se había conseguido en cuanto al desarrollo político, social y económico colectivo. Una profunda crisis general dominó, pues, la historia de Francia en la segunda mitad del siglo XVI causando el desprestigio de la Monarquía, la quiebra del Estado, el rompimiento de la Iglesia, la paralización de las actividades productivas, la ruina económica y el drama humano que toda contienda civil supone, aunque la etiqueta superficial que de forma reducida se aplica a este crítico período sea la de guerras de religión.

Los precedentes del problema religioso se remontaban, no obstante, a la etapa anterior de orden social, prosperidad económica y estabilidad política. En los primeros años de la década de los veinte el conflicto empezó a apuntar: aproximación a la heterodoxia del humanista Lefèvre d´Etaples y de sus seguidores, condena de las obras luteranas, ataques al círculo de Meaux por sus planteamientos doctrinales, defensa de la ortodoxia por la Sorbona y lanzamiento de sus ataques contra todo lo relacionado con las ideas reformadoras... Esto ocurría mientras la Corona se mostraba indecisa, sin querer intervenir activamente en la disputa, posición que no pudo mantener por mucho tiempo a medida que los ánimos se fueron encrespando y las posturas fueron siendo cada vez más radicales.

Al comienzo de los cuarenta la represión contra los protestantes se evidenció legalmente, una vez que la Monarquía asumió la defensa del catolicismo, sin que esto supusiera (como sí lo sería unos años después en España) el fin de la causa reformadora; por contra, la opción calvinista, que fue la que finalmente tuvo en Francia mayor fuerza y penetración dentro del movimiento reformista, continuó su avance propagandístico gracias al gran apoyo que encontró en amplios sectores de población y en muchos miembros de los grupos dirigentes, tanto civiles como eclesiásticos. Al final de los cincuenta ya se contabilizaban más de treinta iglesias calvinistas en Francia, que pronto organizaron su primer Sínodo nacional, buena prueba de la fortaleza de sus posiciones y de la extensión de su influencia por el territorio galo.

En 1559 fallecía en plena madurez el autoritario Enrique II, que se había mostrado rotundamente adversario de los calvinistas (hugonotes). Con su muerte se iniciaba otro de esos momentos peligrosos para la autoridad de la Monarquía, al recaer la herencia en un menor de edad, en este caso en el nuevo rey Francisco II, circunstancia que iba a precipitar el comienzo declarado de las hostilidades entre católicos y calvinistas, al faltar la autoridad indiscutida del titular de la soberanía y darse así rienda suelta a las tensiones (políticas, sociales, religiosas) acumuladas, hasta entonces más o menos contenidas.

A partir de aquí la evolución de los acontecimientos se hizo muy compleja. Se enmarañaron las motivaciones y justificaciones de los contendientes, hubo subdivisiones dentro de cada bando, se pactaron alianzas extrañas en circunstancias determinadas, creándose así una dinámica de confusión y caos, de avances y retrocesos en las aspiraciones de los litigantes, alternándose momentos de relativa calma gracias a ciertos acuerdos (edictos de tolerancia) que se pactaron entre las partes enfrentadas, con otros de feroz violencia, fanatismo y odio. No se produjeron grandes batallas en campo abierto ni se dieron choques armados decisivos; las ocho guerras que se sucedieron fueron, desde el punto de vista militar, poco espectaculares y de tipo menor, pero no faltaron las refriegas, los asaltos, las matanzas crueles ni tampoco las continuas conspiraciones y asechanzas de los dirigentes de cada facción.

Se defendía por un lado las creencias propias, por otro se intentaba acabar con las contrarias, dándose a la vez una radical lucha por el poder entre los miembros de las familias nobiliarias y los sectores oligárquicos enfrentados, que presionaban sobre la débil Monarquía para atraerla al bando correspondiente y convertirla en estandarte de su causa. Los Guisa en el lado católico y los Condé en el hugonote representaron, expuesto de forma esquemática, a los príncipes que pugnaban por el control de la maquinaria estatal, a pesar de que ésta ya se encontraba rota en múltiples pedazos. Frente a los sectores intransigentes y radicalizados, surgió el grupo de los políticos, liderado en un primer momento por el canciller Michel de l´Hôspital, partidario de la reconciliación y de limar diferencias, posición que se vio superada durante la mayor parte del tiempo que duró el conflicto por el predominio de los radicalismos, aunque paulatinamente acabaría por imponerse en las postrimerías del siglo, trayendo consigo el final de la contienda.

El breve reinado de Francisco II y la regencia de Catalina de Médicis, seguida de los de Carlos IX (1562-1574), Enrique III (15741589) y, extinguida la dinastía de los Valois, el de Enrique IV (1589-1610), fueron los jalones de referencia política suprema del sinuoso acontecer de las guerras de religión. La Monarquía tampoco se mostró fiel a una sola línea de actuación, pues mientras Enrique II y Francisco II fueron decididos antiprotestantes, no ocurrió lo mismo con el más indeciso y cambiante Enrique III, ni sobre todo con Enrique IV, claramente opuesto a los componentes de la Liga que formaron los católicos extremistas. No obstante, sería el iniciador de la nueva dinastía quien pusiera punto final a los enfrentamientos al asumir la opción intermedia, la de los políticos, convirtiéndose al catolicismo y proclamando el Edicto de Nantes (1598), por el cual se abría una época de tolerancia basada en las concesiones que se hicieron a los dos bandos, ya que si por un lado se mantenía el culto católico en el Reino, por otro se garantizaba la libertad de conciencia a los protestantes, regulándose también su derecho de culto y su protección civil, recibiendo éstos al respecto casi un centenar de enclaves de seguridad. En cualquier caso, las secuelas del largo conflicto seguirían estando presentes en la vida nacional francesa durante algún tiempo, un plazo similar al que tardaría la realeza en recobrar su prestigio, su autoridad y su poder soberano.