Época: Expans europea XVI
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1600

Antecedente:
Inglaterra



Comentario

Las características fundamentales del reinado de Enrique VII continuaron dándose en las dos primeras décadas del correspondiente a su sucesor Enrique VIII. El joven rey, que se encontró al subir al trono con una situación política, social y económica verdaderamente favorable, depositó su confianza en el hombre fuerte que en realidad pasó a ser el auténtico gobernante por delegación real: el cardenal Wolsey, personaje ambicioso, fastuoso y de gran ostentación, pero a la vez hábil político e intrigante que dirigió con mano férrea los destinos del país, dominando al Consejo privado, teniendo domesticado al Parlamento e imponiendo la autoridad de la Corona sobre la levantisca nobleza. Pero este estado de cosas, y en general la evolución histórica de Inglaterra, iba a verse perturbado por la decisión del monarca de repudiar a su esposa legítima, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, por tanto tía del emperador Carlos V, de la que había tenido descendencia sólo femenina, para poder casarse con Ana Bolena, bella dama de la Corte por la que se sintió fuertemente atraído y con la que esperaba tener un hijo varón que continuase la tradición de monarcas masculinos de la realeza inglesa.
La personalidad de Enrique VIII podría explicar en buena medida el cúmulo de acontecimientos extraordinarios que se iban a precipitar desde el momento en que quiso obtener el divorcio, pero también habría que tener muy en cuenta el profundo anticlericalismo que se daba en ciertos sectores de los grupos dirigentes ingleses, el desprestigio del Papado y el rechazo, que venía de lejos, de la intromisión de la Curia de Roma en los asuntos internos de Inglaterra. De todas formas, la reacción del monarca superó lo que se podía haber esperado de aquella espinosa cuestión. Inteligente, culto, amante de las diversiones y de gran vitalidad, era también terriblemente orgulloso, de un feroz egoísmo y capaz, como pronto lo demostraría, de ser tremendamente cruel con aquellos que no siguieran al pie de la letra sus deseos y caprichos.

El primero en caer, en 1529, fue el propio canciller Wolsey al no poder evitar que la causa del divorcio, iniciada con la presencia de una comisión pontificia en la Corte inglesa para recabar información sobre el problema, fuese trasladada directamente ante el papa Clemente VII. La situación de éste resultaba bastante comprometida ya que, aparte los motivos estrictamente religiosos que impedían dar el consentimiento para la separación conyugal teniendo en cuenta que el matrimonio sí se había consumado, después del saco de Roma difícilmente podía el Sumo Pontífice desairar otra vez al emperador Carlos autorizando el repudio de su tía por el monarca inglés.

La aceptación papal de la validez del matrimonio daría pie a la airada reacción de Enrique VIII y a su separación de la autoridad de Roma. Reunido el Parlamento en 1529, desde él se impulsó la presión sobre el clero inglés para que apoyase la pretensión real, viéndose éste obligado, aunque no sin manifestar sus reservas y con excepciones significativas, a reconocer al monarca como cabeza de la iglesia anglicana. El recién nombrado arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, del equipo de confianza del monarca, dio por bueno el enlace nupcial del rey con Ana Bolena, que se había celebrado en secreto. Al hacerse público este acontecimiento, Clemente VII no tardó en reafirmar la validez del primer matrimonio y en excomulgar al soberano inglés, respondiendo éste con la proclamación del Acta de Supremacía (1534), que significaba la ruptura con Roma de la Iglesia de Inglaterra, la cual tendría a partir de entonces como jefe supremo al rey, que se desligaba de toda obediencia al romano Pontífice. El cisma acababa de producirse. Por el camino habían caído y seguirían cayendo ilustres y destacados personajes, entre los que destacaban especialmente el canciller Tomás Moro y el obispo de Rochester, Thomas Fisher, que pagaron con su vida el no haberse sometido a la voluntad regia. A partir de estos momentos, y como había ocurrido en su gestación, la trayectoria de la Reforma anglicana estuvo salpicada de continuo por motivaciones no religiosas que empequeñecieron la disputa teológica o doctrinal, haciéndola casi imperceptible en el seno de un movimiento cargado de amplias connotaciones políticas y sociales.

La sublevación católica de los condados del Norte, seguida poco tiempo después de la que se produjo en territorio irlandés, ambas lideradas por elementos nobiliarios, fueron sofocadas y reprimidas con gran dureza, robusteciéndose así de nuevo el autoritarismo regio. También hubo represalias contra el estamento eclesiástico afín a Roma, que culminaron con la espectacular medida de supresión de los monasterios, cuyas tierras fueron enajenadas, produciéndose con ello una enorme transformación social al pasar éstas a manos de propietarios enriquecidos que vinieron a constituir una nueva aristocracia territorial, fiel a la Monarquía y agradecida por el ascenso estamental.

Establecida de forma clara la supremacía temporal y espiritual de la Monarquía tras la ruptura con Roma, que se mantendría en sucesivos reinados, no quedaron sin embargo bien definidas las características doctrinales de la Iglesia en Inglaterra. Rechazado el luteranismo en los momentos iniciales de su propagación fuera de Alemania (Enrique VIII se mostró al comienzo incluso como un radical adversario de las tesis luteranas), tuvo luego una relativa penetración en los ambientes cortesanos, para dar paso hacia finales del reinado a una tímida reacción antiprotestante que dejaría el asunto en suspenso, hasta ver qué pasaría bajo el mandato del nuevo soberano que ocupase el trono.

Enrique VIII había desheredado al único fruto de su matrimonio con Catalina de Aragón, su hija María, dada la inquebrantable adscripción de ésta al catolicismo; a su otra hija, Isabel, producto de la unión con Ana Bolena, también la apartó de la sucesión al asociarla con el destino desgraciado de su madre (ajusticiada tras ser acusada de traición y adulterio, una vez que el rey se hubo cansado de ella), reconociendo por último como heredero al único hijo varón que tuvo, nacido de su enlace con Juana Seymour, el cual se convirtió a su muerte, ocurrida en 1547, en el nuevo rey Eduardo VI, cuya labor como soberano no se dejaría sentir teniendo en cuenta varios factores: su minoría de edad, la brevedad de su reinado y la tutela que sobre él ejercieron sus protectores, primero su tío materno, el conde de Hertford y duque de Somerset, y a continuación el duque de Warwick, que sustituyó al anterior de forma violenta. Aunque enfrentados políticamente, durante el gobierno de ambos dirigentes nobiliarios hubo una continuidad en el sentido de apoyar la causa protestante y reprimir las protestas católicas, situación que cambiaría radicalmente en 1553 con la muerte de Eduardo VI, al ser proclamada reina María Tudor, la hija de Catalina de Aragón, no sin cierta dificultad pues tuvo que vencer la oposición aristocrática representada por el duque de Northumberland (Warwick) que pretendía colocar como reina a su nuera, lady Jane Grey, descendiente de Enrique VII.

Con María se produjo la restauración del catolicismo en un ambiente de relativa tolerancia durante una primera fase, de forma represiva y violenta en una senda. Su matrimonio con el príncipe Felipe, hijo y previsible sucesor del emperador Carlos V, realizado en 1554, vino a complicar la tensa situación político-religiosa en que vivía la sociedad inglesa, a pesar de que las condiciones pactadas en el contrato nupcial eran totalmente restrictivas para una hipotética intervención del futuro rey de España en los asuntos internos de Inglaterra, pues recibía el título real a efectos puramente nominales y no podría suceder a la reina si ésta moría sin descendencia. Aun así, el impacto del enlace fue muy grande, siendo recibido con una radical oposición por los enemigos de la causa católica, circunstancia que pronto se volvería a repetir tras la llegada a Inglaterra como legado pontificio del cardenal Pole, quien por contra fue recibido con gran entusiasmo por los sectores afines a la política procatólica de la reina.

La consecuencia inmediata de estos acontecimientos fue la de colocar de nuevo a la Monarquía inglesa en buenas relaciones con el Papado, aunque María tuvo la precaución de no alterar el proceso de secularización de los bienes eclesiásticos iniciado con Enrique VIII. De todas maneras, lo que iba a marcar con mayor fuerza la imagen negativa de la reina fue la serie casi ininterrumpida de penas de muerte dictadas desde el gobierno contra los protestantes en los últimos años de su breve reinado, actitud intolerante frente a sus opositores que le iba a traer el ser conocida a partir de entonces como María, la Sanguinaria, calificativo que para su desgracia permanecería en la memoria colectiva durante bastante tiempo, a pesar de que su actuación represiva no sobrepasó a la de otros monarcas ingleses igualmente violentos contra sus detractores.