Época: Siglo XVII: grandes
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1660

Antecedente:
Europa del Norte y del Este



Comentario

Si las Monarquías sueca y danesa lograron finalmente el sometimiento de las respectivas noblezas, imponiendo aunque no sin grandes dificultades el absolutismo, la Corona polaca no tuvo el mismo éxito en esta tarea, lo que se convirtió en un pesado lastre que terminaría por hundir la nave del inestable e inoperante Estado. Mientras que en buena parte de la Europa occidental y nórdica se construían poderes centralizados, donde el autoritarismo regio era la clave del sistema, alcanzando incluso algunas Monarquías la consideración de derecho divino con todo lo que ello implicaba de exaltación y fortalecimiento de su poder, la situación era muy diferente, por opuesta, en el caso polaco, donde la Monarquía, que seguía siendo electiva, era muy débil, al igual que su aparato de gobierno, frente a la casi omnipotente nobleza de corte feudal, integrada no sólo por la alta aristocracia de magnates y grandes señores, que controlaban la Dieta, sino además por la tan conocida "szlachta", baja nobleza turbulenta y díscola que se hacía más presente en las dietinas provinciales.
Tanto en estas pequeñas asambleas como todavía con mayor trascendencia en la Dieta general, desde finales del siglo XVI se adoptó cada vez con más frecuencia por parte de los representantes nobiliarios allí congregados la utilización del derecho del "liberum veto", que suponía la necesidad de alcanzar cualquier acuerdo por unanimidad, es decir, que un solo miembro de la Asamblea podía oponerse a la decisión de los demás, aunque éstos constituyeran la inmensa mayoría. Por este procedimiento se bloqueaba una y otra vez el mecanismo de las reuniones legislativas, dificultándose muy mucho el normal funcionamiento de las mismas. La sagrada libertad individual de los integrantes de la Dieta y de las dietinas se anteponía, pues, a los intereses colectivos y a las necesidades nacionales, no pudiendo hacer la Monarquía prácticamente casi nada por propia iniciativa al estar prisionera de este sistema oligárquico, que de hecho se convertía en una especie de república aristocrática donde predominaba una gran anarquía y la defensa de los intereses particulares. La nobleza tenía además el derecho de desobediencia al rey, posibilidad de insurrección que la Corona no pudo contrarrestar sino a cambio de tener que acatar de continuo las presiones de la nobleza.

La incapacidad de constituir un eficaz aparato de poder centralizado y la actuación disolvente de los grupos aristocráticos no fueron únicamente las causas de la profunda decadencia en que se hundió Polonia en el transcurso del siglo XVII. Una organización social retrógrada, feudal, con una estructuración tremendamente polarizada donde el campesinado, mísero y casi esclavizado, se encontraba sometido a la más brutal y opresiva servidumbre; con una clase media casi inexistente, a pesar del pequeño núcleo de burgueses que se enriquecieron con el comercio; y con una nobleza todopoderosa, egoísta y defensora a ultranza de sus intereses clasistas, influyó también decisivamente en la postración de Polonia, que presentaba por otra parte en su inmenso territorio notables diferencias de pueblos, de lenguas, de creencias que ahondaron aún más las divergencias interiores y fueron fuentes de repetidas tensiones y conflictos. Por si todo esto no bastara, poderosos enemigos exteriores la rodeaban, deseosos de aprovecharse de su debilidad y a la espera de oportunidades para extender sus dominios a costa de la tierra polaca.

Con este deteriorado telón de fondo, el devenir político de la Monarquía polaca, ocupada durante bastante tiempo por extranjeros ante el temor de la oligarquía de que alguna familia nativa alcanzara excesivo protagonismo y se impusiera a los restantes linajes, fue de fracaso en fracaso en su intento de fundar un Estado de corte moderno, de aumentar su autoridad y su prestigio, de imponer un relativo orden en la anarquía que dominaba la vida política y de intentar algunas empresas exteriores para no verse aislada y no quedar al margen de las conflictivas y expansionistas relaciones internacionales, objetivo este último que no conseguiría, no pudiendo impedir tampoco que las potencias vecinas fueran las que penetraran en su territorio y se apoderaran de una buena parte de él.

Segismundo III Vasa (1587-1632) conoció bien estas frustraciones interiores y exteriores del trono polaco. No fue capaz de implantar una Monarquía hereditaria ni de imponer el absolutismo sobre las prerrogativas nobiliarias, a pesar de que lo intentó con insistencia, ni tampoco conseguir sus tan deseados proyectos de ver a su hijo Ladislao como zar de Rusia y de recuperar el trono sueco, teniendo que aceptar por contra la tregua de Altmark (1629), que le fue impuesta por Gustavo Adolfo y que implicaba la renuncia a sus aspiraciones de gobernar de nuevo en Suecia. Su hijo, Ladislao IV (1632-1648), tuvo que adoptar una actitud similar, pero esta vez en relación con Rusia, pues aunque pudo frenar la ofensiva moscovita lanzada cuando se iniciaba su reinado, por la paz de Polianov (1634), firmada a continuación, abandonaba sus pretensiones de convertirse en soberano de la gran Rusia.

La etapa de Juan Casimiro V Vasa (1648-1668) fue especialmente crítica para Polonia. Conocida como los tiempos del diluvio, contempló la sublevación de los cosacos del Dnieper, los zaporogos, que iniciaron su levantamiento en respuesta a la colonización polaca de Ucrania, que les llevó a cambiar el reconocimiento de la soberanía de Polonia por la de Rusia tras recabar la ayuda del zar, quien no desaprovechó la ocasión para aceptar el vasallaje de estos cosacos y para penetrar en Lituania y Ucrania. Quien tampoco dejó pasar esta inmejorable oportunidad para extender sus dominios fue el monarca sueco Carlos X Gustavo, que, aliado con el elector de Brandeburgo, ocupó Polonia llegando incluso a entrar en Varsovia. La Corona polaca pasó por serios apuros en este crítico momento, estando a punto de ser incorporada al trono sueco, pero las acciones de las fuerzas invasoras provocaron un movimiento nacionalista que obligó a los suecos a retroceder hacia el Norte, a la vez que el elector de Brandeburgo retiraba su apoyo a cambio de obtener la soberanía del ducado de Prusia, a la que tuvo que renunciar el rey polaco. De todas maneras, las pérdidas territoriales de Polonia fueron importantes a favor de Suecia y Rusia, mayormente en las zonas de Livonia, Ucrania y la Rusia Blanca, tal como se recogían en los tratados de Oliwa (1660) y de Andrussovo (1667).