Comentario
Después del Concilio de Trento, de las guerras de religión en Francia, de la consolidación del protestantismo en el Imperio, se produjo en el orbe católico un dinámico clima de renovación que tuvo los efectos deseados, sobre todo en Francia.
Al morir Enrique IV, Francia se convirtió de nuevo en una gran Monarquía católica muy vinculada a la Iglesia de Roma y cuya sociedad se sentía hostil a cualquier intento de avance del protestantismo. La pertenencia al catolicismo era una condición ineludible para obtener cargos en la Administración. El ministro Sully, protestante, hubo de retirarse a la muerte de Enrique IV y esa era una buena prueba de la victoria de los católicos. Sin embargo, a pesar de ello, la vida eclesiástica no había mejorado. Los obispos reformadores constituían una excepción, numerosos obispos seguían al servicio de la Corte o de la diplomacia y no residían en sus diócesis. Y la situación del clero parroquial tampoco había cambiado desde el final de las guerras de religión debido a su falta de formación doctrinal, moral y teológica, consecuencia, a su vez, de la escasa implantación de las disposiciones del Concilio de Trento. Apenas eran mejores, por su parte, las condiciones en las cuales vivía el clero regular, aunque a finales del siglo XVI se produjeron tímidos y aislados movimientos de reforma.
A pesar de estos aspectos nada optimistas, el catolicismo francés había iniciado ya, a comienzos del reinado de Luis XIII, su renovación dando muestras de su fortaleza, como la que manifestó el "Milieu dévot", un grupo católico celoso y activo durante todo el reinado de Enrique IV, al que pertenecían personas de procedencia eclesiástica muy diversa: desde mujeres hasta cartujos, profesores de la Sorbona u obispos, como Francisco de Sales, confesores reales o jesuitas y también sacerdotes diocesanos. El grupo se preocupó de la reforma conventual por la introducción de nuevas órdenes religiosas, como las carmelitas españolas de Santa Teresa que, establecidas en 1604, consiguieron mantener en Francia más de 40 conventos en 1630, o las ursulinas, fundadas en 1596 para la enseñanza de muchachas y que consiguieron una amplísima difusión. De las congregaciones masculinas, los jesuitas y capuchinos vivieron una época floreciente, se fundaron otras con funciones educativas, como la Visitación (1610) o las "Filles de Notre-Dame" de Juana de Lestonac (1606) y otras dedicadas al cuidado de los enfermos. Todas, sin excepción, contaron con el apoyo de la Monarquía.
Respecto de la reforma del clero parroquial, ya que se desconfiaba de su eficacia, el "Milieu dévot" planteó la necesidad de partir de cero y formar un clero secular nuevo digno de su función. La inexistencia de seminarios tal como prescribía Trento no desalentó a un miembro del "Milieu", Pierre de Berulle, a crear en 1611 una congregación nacional de sacerdotes seculares sin votos especiales, el Oratorio de Jesús, bajo la autoridad de un superior general, con casas autónomas, y pese a la resistencia de los jesuitas, a los que se trataba de imitar. Sin embargo, en 1631, poseía ya 71 casas, lo que demuestra su rápida expansión y cómo su aparición respondía a las necesidades espirituales de la sociedad francesa. Los sacerdotes del Oratorio, reclutados cuidadosamente, eran piadosos, cultos, generosos y de vida digna.
El movimiento de reforma produjo también otras fundaciones preocupadas por la formación del clero secular. Una de las más importantes fue la congregación de Sacerdotes de Misión, fundada en 1625, bajo la influencia de Berulle, por san Vicente de Paúl (1581-1660) y consagrada al apostolado en el mundo rural. Los Sacerdotes de Misión conocieron un desarrollo tan rápido y extraordinario, que desde 1641 pudieron dedicarse a la creación de seminarios diocesanos. A la muerte de san Vicente la congregación sacerdotal contaba con 12 casas. Todos estos esfuerzos, y otros menores, condujeron a la elevación del nivel del clero parroquial y a una auténtica reforma de la mentalidad clerical y en la religiosidad.
Los intentos de renovación católica no llegaron a tierras del Imperio hasta mediados del siglo XVII, con resultados desiguales y menos contundentes que en Francia. La política dinástica de la Iglesia imperial contribuyó a la concentración de poder y a la reducción del proceso de secularización y fue también un medio para asegurar la posición temporal de los hijos de las familias de los príncipes. Todo ello acarreó peligros a la Iglesia y puso impedimentos a la reforma dirigida por parte de la jerarquía. Sin embargo, los prelados con formación teológica, con vocación apostólica y de vida piadosa fueron creciendo en número. La mayoría de los obispos auxiliares, pues los titulares presentaban los viejos defectos pretridentinos, protagonizaron el cuidado pastoral, la tarea reformadora, los intentos de reunificación confesional, la propagación de la fe y la restauración de la vida eclesiástica en sus diócesis.
La primera etapa, la que siguió a la guerra de los Treinta Años, fue la más dura. La situación económica del clero secular y parroquial era muy difícil, su formación doctrinal y teológica dejaba mucho que desear, aparte de que la miseria, el hambre y la penuria de la posguerra provocaron una decadencia espiritual, moral y pastoral sin precedentes. Es explicable, por tanto, que sin la labor auxiliar de las órdenes religiosas (capuchinos, carmelitas y jesuitas), que sustituyeron en las parroquias, con mucha frecuencia, la labor pastoral y la cura de almas del clero secular, la restauración de la vida eclesiástica no hubiera sido posible dada la escasez de vocaciones. Sólo a finales del siglo XVII se produjo un considerable aumento de éstas. Las fundaciones de seminarios, que mejoraron la formación teológica y disciplinar eclesiástica, fueron muchas, siguiendo los dictados de Trento, pero la mayoría de ellos estuvieron sometidos, con la excepción del de Salzburgo, a las difíciles circunstancias de la guerra de los Treinta Años y a la falta de recursos económicos y financieros para mantenerse.