Época: Euro-mun 1700
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Europa y el Mundo en 1700

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Al morir Carlos II, el 1 de noviembre de 1700, la Monarquía hispánica seguía siendo, por su extensión, el mayor imperio colonial; las posesiones del último de los Habsburgo madrileños se extendían a lo largo de más de 12 millones de kilómetros cuadrados: en América, desde la frontera norte del Virreinato de Nueva España (actuales Estados del sudoeste de EE.UU.) hasta el estrecho de Magallanes; en el Pacífico, los archipiélagos de las Marianas, las Carolinas y las Filipinas, y en Europa, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milanesado, Luxemburgo y los Países Bajos del sur. Pero la Monarquía que había heredado Carlos II en 1665 había perdido ya la condición de primera potencia europea y mundial, cediendo el testigo de la hegemonía continental a Luis XIV. Y las sucesivas derrotas ante Francia, desde 1668 hasta 1697, no hacían sino confirmarlo.
Ahora bien, aunque España estaba todavía débil y empobrecida, se encontraba ya en un proceso de recuperación política, demográfica, cultural y económica iniciado en algunas regiones de la periferia peninsular en las dos últimas décadas del siglo; proceso que ayuda a explicar mejor la regeneración española del XVIII, tradicionalmente atribuida a la mera llegada de la nueva "dinastía borbónica reformista". El éxito a medio plazo de las durísimas medidas de política monetaria tomadas en Castilla en los años ochenta, la evolución positiva de las curvas de natalidad o la presencia de núcleos de estudiosos preocupados por hacer brotar en España la Ciencia moderna que estaba cambiando el panorama intelectual europeo, son alguna de las pruebas inequívocas de que se estaba produciendo un cambio de coyuntura y de que la "centuria de la decadencia" no duró esos cien años, pese a lo que se viene aseverando desde hace tres siglos por una historiografía que quiere ver cómo, desde la muerte de Felipe II (1598) hasta la llegada del primer Borbón en 1700, únicamente se suceden derrotas militares, crisis económicas y catástrofes demográficas en la malhadada España de los peyorativamente llamados "Austrias menores". Como resultado de la profunda revisión que en los últimos años se viene haciendo sobre el siglo XVII, en general, y sobre el siglo XVII español, en particular, hoy sabemos que también la España de Carlos II, al margen de la triste y lamentable figura del monarca, estaba atravesando una época de transformaciones económicas, demográficas y culturales, si bien la mayoría de sus contemporáneos no fueron conscientes de que el futuro que se les avecinaba era mucho más próspero que la dura realidad por la que estaban pasando.

Precisamente esa distinta autopercepción del momento en que vivían positiva para un gran número de habitantes de la Corona de Aragón y negativa para muchos de los súbditos de la Corona de Castilla- contribuirá a explicar los porqués del alineamiento de unos y otros españoles en el bando austracista o en el borbónico durante la Guerra de Sucesión española. La experiencia de los últimos reinados -considerada nefasta por los castellanos y feliz por los aragoneses- y la realidad económica -una Corona de Castilla aún empobrecida frente a una Corona de Aragón que ya muestra perceptibles síntomas de recuperación-, junto con la pervivencia del secular odio catalán a Francia (por las luchas fronterizas y la competencia comercial entre países vecinos), son las razones que Domínguez Ortiz apunta para explicar el austracismo de muchos catalanes, valencianos, mallorquines y aragoneses y la fidelidad de la mayoría de los castellanos hacia el rey Borbón. Porque la extendida afirmación de que "desde el mismo momento de su llegada a España de Felipe V todos los catalano-aragoneses lucharon contra la nueva dinastía en defensa de sus fueros, en peligro de ser revocados por el centralismo borbónico", no puede ser mantenida hoy; si Felipe V juró los fueros, libertades y privilegios de Cataluña antes de partir a la guerra contra los austriacos en Italia, confiado en que no peligraba su trono en la Península que le había jurado fidelidad y recibido sin problemas en 1701, no hay razón para pensar que tenia decidido abolir los fueros de los reinos no castellanos de su Monarquía, como no abolió la peculiaridad foral de vascos y navarros tras la conclusión de la guerra. De hecho, hasta 1705 no se dieron levantamientos austracistas en la Península, azuzados e inducidos por la presencia de tropas anglo-austro-holandesas en los territorios levantinos. Por otro lado, frente a lo que había sucedido en 1640, en 1705-1714 no hubo una guerra de independencia. Cataluña creyó que combatía por España en una guerra civil. Y es preciso advertir que, como en toda contienda civil, en el conflicto que enfrentó a los partidarios de Felipe de Anjou, nieto del rey Luis XIV de Francia, con los de Carlos de Habsburgo, hijo del emperador Leopoldo de Austria, el deseo de que triunfe una de las facciones o, cuando ello es posible, la decisión de incorporarse activamente a las filas de uno u otro bando, vienen determinados la mayoría de las veces por motivaciones tan personales y subjetivas que cualquier generalización es necesariamente peligrosa o inexacta. Sabemos, por ejemplo, que hubo muchos catalanes partidarios de Felipe de Borbón y que no faltaron pueblos castellanos que lucharon a favor de Carlos de Austria. Y si bien se dieron casos en los que el pueblo seguía el ejemplo de sus autoridades y notables locales, no pocas veces en una misma comarca el pueblo llano era borbónico, mientras que la nobleza defendía la causa austracista. Tal vez porque alguno de los estamentos privilegiados deseaba el triunfo de un pretendiente, los pecheros se situaban en el bando contrario. Tampoco eran desinteresados los motivos que llevaron a ingleses, holandeses, portugueses o saboyanos a luchar en la alianza antiborbónica. No se trataba de restituir unos derechos sucesorios presuntamente conculcados, aunque se esgrimieran en alegato de cada postura argumentos jurídicos; cada país -como cada persona- defendía sus pretensiones diplomático-militares o sus intereses económico-sociales.

Si la Guerra de Sucesión a la Corona de España en tanto que conflicto internacional terminó con las paces de Utrecht-Rastatt que veíamos anteriormente las consecuencias en España vienen marcadas por la aplicación de los Decretos de Nueva Planta que modificaron radicalmente el sistema político-administrativo español. De una Monarquía Hispánica de Reinos, entidad supranacional en la que, bajo los reyes de la Casa de Habsburgo, cada uno de sus territorios tenía sus propias cortes, monedas y leyes, se pasa a una Monarquía española borbónica que tendía -si bien es verdad que imperfectamente- hacia un centralismo uniformizador. Argumentando que los "Reynos de Aragón y de Valencia, y todos sus habitadores por el rebelión que cometieron, (habían) perdido todos los fueros y libertades que gozaban...", desde el 29 de junio de 1707 (fecha del primero de los Decretos de Nueva Planta, firmado por Felipe V dos meses después de la victoria de sus ejércitos en la crucial batalla de Almansa) se inicia el camino hacia la unificación: "Siendo Mi Voluntad que estos (fueros) se reduzcan a las leyes de Castilla y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y se ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada..." Los reinos de la Corona de Aragón (Cataluña, Valencia, Aragón y Mallorca) acabarían por ver radicalmente alteradas sus instituciones de gobierno y su articulación dentro del conjunto de la nueva Monarquía borbónica. Se suprimía el Consejo de Aragón y sus funciones se atribuían al poderoso Consejo de Castilla, el único de los otrora decisivos organismos de la administración polisinodial de los Habsburgo que no perdía competencias sino que acrecentaba su poder en el nuevo organigrama político-administrativo de la España del siglo XVIII, caracterizado porque en él se potenciaban las instituciones unipersonales en detrimento de las colegiadas (los secretarios de Estado -precedentes de los actuales ministros- irán adquiriendo atribuciones que anteriormente correspondían a los multipersonales Consejos). También eran modificadas con un inequívoco sesgo centralizador numerosas instituciones de gobierno local y regional de los demás territorios españoles y del propio poder central: Intendentes, capitanes generales, etc. La excepción y la prueba, a la vez, de la imperfección, las limitaciones y contradicciones del absolutismo centralista- estuvo en la persistencia de la particularidad de Navarra y el País Vasco, que consiguieron preservar intactas sus libertades, leyes e instituciones de autogobierno pese a los deseos y presiones ejercidas desde el poder central durante todo el Antiguo Régimen.

La fuerza que mostraron los españoles durante la Guerra de Sucesión sorprendió a unos europeos que ya habían enterrado definitivamente a España considerándola incapaz de volver a ocupar un papel relevante dentro de las potencias. El hecho de que Felipe V se asentase en el trono de Madrid con la ayuda de unos renovados y numerosos ejércitos españoles y lograse, con ello, triunfar parcialmente sobre la poderosa coalición antiborbónica y, más aún, el que la España de los años posteriores a 1713-1714 se convirtiera en lo que Gaston Zeller llamó el aguafiestas de Utrecht, demuestra que "no estaba (..) sobrada de recursos, pero tampoco tan falta de ellos que no pudiera hallarlos un gobierno enérgico" (Domínguez Ortiz).

Por otra parte, la pérdida en Utrecht de todas las posesiones extrapeninsulares en Europa permite a España readaptar su política diplomático-militar y hacer compatibles, desde el realismo, sus recursos con sus fines. El esfuerzo por preservar unidos a la Corona territorios tan alejados logísticamente de la Península como los Países Bajos, Luxemburgo, el Franco-Condado o el Milanesado, había sido superior a los medios que la Monarquía hispánica podía poner en juego y desde los años centrales del siglo XVII al deterioro de la situación militar en los frentes europeos se unía el empobrecimiento castellano, incapaz de soportar dicho esfuerzo. Por eso, perdidos aquellos territorios, los nuevos gobernantes se vieron libres de la necesidad de mantenerlos a cualquier precio y pudieron dedicarse a reorganizar lo que quedaba de la Monarquía, que era muchísimo. Utrecht significó, también, el nacimiento oficial de España. Porque, "antes del siglo XVIII no existió una denominación para el conjunto de territorios que, enlazados por mera unión personal, obedecían a la rama española de la Casa de Austria (..). España era un término culto, de raigambre clásica, divulgado por el Renacimiento (..) ignorado casi por completo de la terminología oficial (..). España era una expresión geográfica sin contenido político..." Y desde Utrecht, "más chica que el Imperio, más grande que Castilla, España, la más excelsa de las creaciones de nuestro siglo XVIII, sale del estado de nebulosa y toma contornos sólidos y tangibles" (Domínguez Ortiz).