Comentario
Desde 1688 hasta 1715 un estado de guerra casi interminable sacude al occidente europeo y a los mares y territorios coloniales de Francia, España, Holanda e Inglaterra. Tres de cada cuatro de esos veintisiete últimos años del reinado de Luis el Grande son testigos de enfrentamientos de los ejércitos o de las marinas europeas, en las guerras de la Liga de Augsburgo (1688-1697) y en la de Sucesión a la Corona española (1701-1713).
Primero será la Guerra de la Liga de Augsburgo, durante cuyo transcurso se hace patente que ni siquiera la poderosa, bien organizada y poblada Francia es inmune al cansancio de sus hombres, al agotamiento económico de sus recursos y a las hambrunas, como la de 1693-94 que obliga a imponer nuevos tributos y hace ver a los ministros de Luis XIV que es preciso poner fin a la guerra. El escenario de la contienda abarca medio mundo; se combate en el Palatinado (devastado en 1788-89, con destrucción de importantes ciudades como Heidelberg, Worms, Spira y Mannheim); en los Países Bajos y en Holanda; en los territorios norteamericanos (los ingleses intentan apoderarse de Quebec en 1690 infructuosamente pero logran ocupar Port Royal, en la Acadia francesa); en la India; en Saboya; en Cataluña; en los mares circundantes a las islas británicas, a Francia y a Holanda, y en el Caribe. En conjunto, Francia se había defendido bien en el Continente y obtuvo brillantes victorias en Fleurus (1690) y en Neerwinden (1693) sobre austro-neerlandeses e ingleses, respectivamente. Pero sufrió graves reveses en el mar, como la derrota frente al cabo de La Hague (1692). Sobre España estaba, desde luego, en clara situación de vencedora.
Cuando, en 1697, se negoció en Ryswick por todos los cansados contendientes una anhelada paz, Francia dominaba una parte notable de los Países Bajos españoles, había obtenido presas en el Caribe y tropas borbónicas ocupaban extensas regiones de Cataluña -incluida Barcelona- y desde esa posición de fuerza sobre España todo parecía presagiar que se repetirían las duras cláusulas que Luis XIV había impuesto a la Monarquía hispánica de los Habsburgo en los Tratados de Aquisgrán (1668), Nimega (1678) y Ratisbona (1684). Pero no fue así. Pensando en la sucesión del trono que había de quedar vacante en Madrid si como era previsible moría Carlos II sin heredero, en la Paz de Ryswick (1697) el rey francés devolvió la mayoría de las conquistas ganadas a España (con la excepción de la parte occidental de la isla de Santo Domingo). También restituyó la mayoría de las adquisiciones obtenidas sobre el Imperio y los príncipes alemanes. Y hubo de reconocer a Guillermo III como rey de Inglaterra, debió renunciar a la Lorena en favor del duque Leopoldo y aceptó la fortificación de las plazas en la Barrera que protegía a los holandeses por el Sur.
Desde 1697, un decaído Luis XIV, rodeado de una generación que ya no le entiende, se refugia en Versalles, y pasa de la devoción al luto. Porque la muerte le visitó en su propia carne, en su propia familia, durísimamente, en los últimos años de su vida. En 1711 muere su hijo el gran delfín. Al año siguiente, su nieto, el duque de Borgoña, y el hijo de éste, duque de Bretaña, y su otro nieto Carlos, duque de Berry. De tal forma que en 1715 Luis XIV es un anciano lleno de recuerdos, refugiado en sus propias devociones, incomprendido por los nuevos europeos que, como dijera Paul Hazard al estudiar "La crisis de la conciencia europea (1680-1715)", estaban cambiando profundamente. Se estaba produciendo una revolución en el pensamiento. "¡Qué contraste, qué brusco cambio!... La mayoría de los franceses pensaban como Bossuet; de repente, los franceses piensan como Voltaire."
Pese a lo cual, la llegada de su nieto Felipe de Anjou al trono de Madrid le devolvió cierto prestigio porque al fin y a la postre el conflicto que pone fin al siglo de Luis XIV, la Guerra de Sucesión a la Corona de España (1701-1713) se saldó con un triunfo del Rey Sol. Aunque fuese en su ocaso. Esta contienda marca el momento culminante de la lucha de Europa contra Luis XIV. Al rey francés se le plantea un dilema en noviembre de 1700: ¿debe aceptar el testamento de Carlos II de Habsburgo, que legaba todos los territorios de la Monarquía hispánica a su nieto Felipe de Anjou, y enfrentarse, en consecuencia, a Europa? ¿O debe mantener su adhesión al Tratado de Reparto que había firmado meses atrás con Holanda e Inglaterra para dividir los inmensos dominios españoles entre los Habsburgo de Viena y los Borbones? Acaba aceptando el reto por cuatro razones. Por orgullo dinástico. Por considerar que, en cualquiera de los casos, era inevitable el conflicto y siempre sería preferible combatir desde la fuerza añadida que se derivaría de tener en el trono español a su nieto. Por creer que Inglaterra y Holanda no deseaban reanudar tan pronto una nueva guerra, apenas tres años después de Ryswick. Y por las grandes ventajas económicas que Francia podría obtener al abrírsele los grandes mercados de las Indias españolas. Esta decisión, meditada, no estaba tan equivocada en un principio. Durante más de un año la única protesta militar que suscitó la llegada a Madrid del nuevo rey Felipe V de Borbón vino de Austria. En los primeros momentos, Inglaterra y Holanda se limitaron a expresar diplomáticamente su desacuerdo, aunque sin descuidar los aprestos de sus escuadras. Estaban, desde luego, preparados para la guerra, si ésta llegaba. Pero fueron los errores de soberbia y falta de tacto de Luis XIV los que adelantaron la declaración final de guerra de las potencias marítimas a Versalles en la primavera de 1702: recién entronizado Felipe V, los franceses expulsaron a los holandeses de las plazas de la barrera que se interponía entre ambos países; tropas de Luis XIV acudieron a reforzar las endebles guarniciones de los Países Bajos españoles; no se hizo registrar la renuncia del nuevo rey español a sus posibles derechos al trono de Francia; y Felipe V comenzó a otorgar ventajas en el comercio indiano de bienes y esclavos a compañías francesas. Ante tales circunstancias, que anunciaban un eje Versalles-Madrid que se convertiría en un potente bloque económico-militar en Europa y en el mundo, se constituirá la Gran Alianza de La Haya en el invierno de 1701-1702, decidida a evitar esa unión hegemónica de los Borbones. Inglaterra, Holanda y Austria, primero, más Portugal, Saboya y la práctica totalidad de los Estados europeos, después, entraron en pugna contra los franceses y españoles en Europa y en las colonias. Tras combatirse en los primeros momentos en Italia, en los Países Bajos, en las fronteras francesas, en las colonias (los ingleses pretendieron ocupar la Florida española y atacaron a los franceses en Canadá) y en los mares circundantes a la Península Ibérica, la guerra llegó a España y se convirtió, también, en conflicto civil, al desembarcar, en 1705, los ejércitos aliados en las costas de Valencia y Cataluña y provocar el levantamiento contra Felipe V de los habitantes de grandes zonas de la Corona de Aragón, hasta entonces leales, indiferentes o resignados súbditos del rey borbón.
Hasta 1704 las victorias son borbónicas, pero entre 1704 y 1709 el retroceso franco-español en los frentes europeos conduce a Luis XIV a una dramática situación, acentuada por el durísimo año agrícola de 1709 que provocó hambrunas y llevó a la desesperación a millones de franceses. Las victorias aliadas en Gibraltar (1704), Hochstädt (1704), Ramillies (1706), Turín (1706), Nápoles (1707), Menorca (1708) y Oudenarde (1708) rompen la hegemonía militar gala. Luis XIV está dispuesto a pedir la paz. Pero las exigencias de los aliados son demasiado duras; quieren Alsacia, Estrasburgo y que sea el propio ejército francés el que expulse del trono de Madrid a Felipe V. Sacando fuerzas de flaqueza, apelando al pueblo desde el púlpito y mostrando, a costa de enormes sacrificios, que Francia aún no estaba derrotada, se produce la milagrosa reacción de los súbditos de Luis XIV, deteniéndose el avance de los aliados en Malplaquet (1709) y Denain (1712). Comprobaron así los enemigos que penetrar en el corazón de la herida Francia les significaría un enorme esfuerzo y su victoria, caso de producirse, sería pírrica. Además, el interés de alguno de los beligerantes y principalmente los británicos- por continuar la contienda había disminuido al producirse en abril de 1711 un cambio sustancial en el esquema de fuerzas motivado por la muerte del emperador José I de Austria. Le sucedía así en el trono imperial de Viena su hermano menor, Carlos, rey de España. Y si habían intervenido para evitar un fuerte poder borbónico Versalles-Madrid que podría convertirse en el bloque hegemónico en Europa, tampoco estaban dispuestos a permanecer indiferentes ante un eje Madrid-Viena, que podía ser regido, doscientos años después, por otro rey-emperador, Carlos de Habsburgo.
Mientras tanto, en la Península los borbónicos habían conseguido rehacerse de los fracasos de 1705-1706 (en que Carlos III de Austria llegó a ocupar su capital, Madrid, durante unas semanas). Felipe V volvía a dominar la mayor parte de España; especialmente desde la importantísima victoria de Almansa (abril de 1707) que le abrió las puertas del reino de Valencia y motivó el abandono de Aragón de los seguidores de Carlos de Habsburgo. Tras la retirada de gran parte de los soldados franceses en 1709, requeridos para defender sus propias fronteras, el ejército austracista tiene una reacción victoriosa en 1710, avanza desde Cataluña, vence en Almenar (Lérida) y en Zaragoza, y Carlos vuelve a asentarse unas semanas en la capital de su Monarquía, Madrid. Pero la contraofensiva definitiva de Felipe V comienza en el otoño de 1710 con las victorias de Brihuega y Villaviciosa del Tajuña y lleva a sus ejércitos a arrinconar a los últimos defensores de la causa austracista en Cataluña. Barcelona se defenderá hasta el asalto final de septiembre de 1714. Pero ya hacía muchos meses que los diplomáticos habían terminado unas largas conversaciones de paz, iniciadas en septiembre de 1711, y que condujeron al armisticio entre Francia y Gran Bretaña en agosto de 1712, preparatorio de los Tratados de Utrecht.
En esta ciudad neerlandesa, y a lo largo de la primavera y el verano de 1713, se firmaron numerosos tratados entre todos los contendientes en la Guerra de Sucesión a la Corona de España. Y se consagra la política del equilibrio europeo. "Las relaciones de las potencias en la. Europa de los siglos XVI y XVII se habían basado en el principio hegemónico, es decir, en la preponderancia de una de ellas que trataba de imponer a las demás un poder ordenador. Pero las dos últimas grandes coaliciones contra Luis XIV habían tenido por objeto introducir un nuevo sistema basado en la distribución de fuerzas y alianzas en torno a las principales potencias, cuya relación entre sí tendiera al equilibrio de todas, bajo la, garantía directiva de aquéllas. En una palabra, no se trataba de que mandara uno o mandaran todos, sino que fueran unos pocos los que asegurasen el equilibrio (...). El equilibrio se refiere tan sólo a una relación de contrapesos para evitar una hegemonía.. Equilibrio europeo equivalía, a no-hegemonía en el Continente" (Palacio Atard). Inglaterra estará en el fiel de la balanza, Francia y Austria en los platillos, y otros países actuarán de contrapeso: Prusia, Rusia... Es, desde luego, la primera "pax británica": se consagra el predominio inglés en el mar y su papel de muñidor de las alianzas en el Continente, a la vez que extiende sus tentáculos comerciales y estratégicos por el Mediterráneo y el Atlántico. Marca el fin de la hegemonía francesa, se confirma el retroceso de España y anuncia al mundo la aparición de dos pequeños reinos, Prusia y Saboya, que con el tiempo se convertirán en grandes países (Alemania e Italia).
Por el Tratado de Utrecht la dinastía de los Hannover es reconocida como la legítima en Gran Bretaña, mientras que Felipe V de Borbón será aceptado como rey de España y de las Indias (aunque el emperador Carlos de Austria siguió autotitulándose soberano de los españoles -alguno de los cuales le siguió a su corte en el exilio- hasta 1725, en que los Tratados de Viena cerraron definitivamente esta contienda sucesoria). Se hizo renuncia expresa por parte de los Borbones a la unión de las Coronas de España y Francia. España pierde, en Europa, todas las posesiones extrapeninsulares: Sicilia se transfiere al naciente Reino de Saboya, en tanto que los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles, Cerdeña y los presidios de Toscana pasarán a ser austriacos. Gran Bretaña obtiene de Francia los territorios de la bahía de Hudson, la Acadia y Terranova, y alguna isla en el Caribe. Y de Felipe V recibe Gibraltar y Menorca y los ventajosos tratados del "navío de permiso" (que les permitía vender anualmente en el puerto de Portobelo -en Panamá- 500 toneladas de mercancías) y del "asiento de negros" (que otorgaba a los ingleses durante treinta años el monopolio de la venta de esclavos en las Indias españolas). Holanda, de nuevo, obtiene el derecho a fortificar diversas plazas fuertes en la "barrera" entre su territorio y el de Francia. Pero la gran vencedora es, sin duda alguna, la Gran Bretaña.