Comentario
Las dos primeras décadas del Setecientos son aún momentos de vigencia de los ideales barrocos de la centuria precedente. Sus realizaciones, siempre suntuosas, permiten dividir el Continente en dos zonas atendiendo a las expresiones formales que adoptan. Por un lado, la Europa meridional católica y Austria continúan la tradición de movimiento, riqueza decorativa y fuerza emocional, en la que se construyen obras religiosas -Transparente, de la catedral de Toledo (1732), de Tomé; la iglesia de San Juan Nepomuceno (1733-1750), en Munich- y civiles -palacio de Zwinger, que forma parte del palacio real de Dresde, o el de Melk sobre el Danubio-. Por otra parte, Francia e Inglaterra prefieren más la contenida elegancia del Barroco comedido, cortesano y académico, en el que se construyó El Louvre en 1655 o se va a edificar Versalles durante el reinado de Luis XIV. Concebido como monumento que ensalce la grandeza del rey Sol, todo en él va a ser colosal: sus proporciones, las medidas de sus salones, sobre todo el de Los Espejos, su aspecto exterior y sus jardines geométricos, obra de Le Nôtre, antinaturalistas y racionales, en los que todos los efectos estaban calculados. Quizá por su magnificencia, incrementada por ser el edificio el centro del plano urbanístico de la ciudad; quizá por el mimetismo que toda gran potencia genera hacia lo suyo; o tal vez, por todo junto, la Europa continental se llena de muchos Versalles: el palacio de Berlín, el de Schönbrunn en Viena, Nymphenburg a las afueras de Munich, Rivoli en el Piamonte, Stupinigi, La Granja en Segovia, etc.
Mientras tanto, en Inglaterra las construcciones de tendencia barroca de Vanbrugh (+ 1726) se alternan con otras de estilo palladiano que acabarán por imponerse, marcando el modelo de las casas de campo que se construye la nobleza para su residencia, los edificios públicos y las iglesias. Junto a él, cuya trayectoria desembocará en el neoclasicismo, se produce a partir de 1730 una revitalización del estilo gótico que continuará hasta el final de la centuria llegando a constituir un aspecto de la historia artística inglesa. Lo mismo que lo será la naciente arquitectura de jardines, nueva estética que se va a ir conformando y difundiendo a partir de 1720 para alcanzar su expresión definitiva, como veremos, una vez doblado el siglo. También vamos a encontrar aportaciones inglesas en el terreno urbanístico. Ellas son las que ponen de moda la construcción de grupos de casas conformando plazas, terrazas, calles y semicírculos tan característico de este siglo.
La muerte de Luis XIV supone el comienzo de una evolución en el arte francés que troca austeridad por elegancia y riqueza sobre todo en los interiores. El Rococó estaba naciendo, si bien su relación con el Barroco que le precede es aún hoy un tema abierto al debate. El nuevo estilo, en el que la impronta del país donde nace marca su esencia, recibe tal denominación en 1755 de manos de un autor relacionado con el neoclasicismo, Cochin, que lo emplea para referirse a un tipo de mobiliario y decoración interior caracterizada por el uso de espejos, madera tallada, asimetría, curvas y dibujos de conchas. El término se aplicará además a la pintura e incluso saldrá del terreno del arte hacia la poesía y la música.
Pictóricamente hablando, su nacimiento se puede remontar a la muerte de Le Brun a fines del siglo XVII. Se caracteriza por una tendencia realista y un gusto por la naturaleza, la intimidad y las formas bellas, lo que trae consigo un cambio temático. Las grandes pinturas históricas y mitológicas se sustituyen por escenas de género, en las que se representa la vida social de forma elegante, y por paisajes idealizados, como los de los venecianos Canaletto y Guardi, a fin de cautivar al observador a través del sentimiento. El primer gran maestro de esta nueva pintura es Watteau (1684-1721), creador de las escenas galantes y cuyas obras se difundieron ampliamente gracias a los grabados, alcanzando así gran influencia en otros artistas. Su discípulo más significado, Boucher (1703-1770), supo captar, mejor que su maestro, los gustos populares. El éxito entre sus contemporáneos fue enorme, gracias a que unió en feliz armonía un sentimiento de elegancia con el gusto por la decoración y un cierto erotismo. Pero esto, asimismo, le convirtió en el centro de las airadas críticas ilustradas contra este tipo de pintura, llegando a recibir de Diderot el apelativo de corruptor de costumbres. Tales críticas se hacen desde las ideas tan caras a la Ilustración de utilidad y enseñanza. De acuerdo con ellas, el arte debe de ser algo útil y didáctico, cuya visión sólo estimule buenos sentimientos y moralidad. La traducción práctica de esto es una pintura que reproduce la vida burguesa y a la que impregna una intención edificante de la sociedad. Así ocurre en la obra de Hogarth (1697-1764), quizá el pintor de más acusado realismo. Él rompe con la pintura tradicional elegante y de retratos aristocráticos en favor de la representación de asuntos con tendencia moralizante y de escenas callejeras, incluyendo todo tipo de personas. La reproducción en grabados de sus obras, de las que llegaron a venderse mil juegos, sin contar las imitaciones, lo convirtieron en un popular moralista de su época.