Época: vida cotidiana XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
La vida en familia

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

En la Europa del Setecientos la mujer casada vive entre dos miedos: la esterilidad y el parir un hijo muerto. Ambos nacen del temor a no asumir la función reproductora, a romper el ciclo natural, a no asegurar la continuidad del linaje. La esterilidad era una maldición, un oprobio que recaía siempre sobre la esposa, considerada la única culpable dada la tradicional asociación feminidad-fecundidad. De ahí que en algunas regiones europeas se realicen pruebas a las jóvenes para ver si son o no estériles, como la seguida en Francia de hacerles orinar sobre "la malva durante tres días; si moría, ella(s) era(n) machona(s); si renacía verde y viva, podía(n) concebir" (Laborde). De ahí, también, la generalidad que presentan los ritos de fecundidad, celebrados en la pubertad o con el matrimonio y en los que se mezcla lo religioso -oraciones a santos- con costumbres paganas ancestrales que tienen al agua, el viento, ciertas piedras, árboles, frutos o hierbas como protagonistas al atribuirles propiedades fecundantes.
El embarazo era el estado normal de la mujer casada, dadas las altas tasas de mortalidad infantil. Un estado del que no quiere sustraerse, pero del que apenas habla, aunque lo vive colectivamente pues son muchas las mujeres que están encintas al mismo tiempo. La preocupación por la vida en el siglo ilustrado, hace que los médicos se interesen por conocer su desarrollo, debatiendo sobre múltiples aspectos, entre ellos el de si tiene o no un término fijo. Sólo en los años finales quedó demostrada su duración de nueve meses.

También se preocuparán por dar a las embarazadas un régimen de vida adecuado para ella y para el bebé. Se denuncia la moda urbana del corsé para ocultar los embarazos; se aconseja a las futuras madres pasear, reposar, hacer de la casa un lugar aireado y agradable, no respirar olores nauseabundos, dormir bien, no tener relaciones sexuales, etc. Para muchos, como el médico francés Nicolás, el ideal de vida en este estado lo representan, una vez más, las campesinas. Ellas, escribe en 1775, "no interrumpen sus trabajos aunque estén seguras de haber concebido. La costumbre que tienen de trabajar les protege de los accidentes ligados a la molicie; sus fibras tienen más fuerza; más energía; resisten mejor a la fatiga que las de las mujeres del gran mundo que, voluptuosamente tendidas sobre un plumón, encuentran extraordinario que se pueda traer al mundo bellos hijos sobre la paja o la misma tierra". Idea generalizada es la de dar a las embarazadas cuanto deseen para evitar que el niño nazca con antojos o, lo que es peor, con "conformaciones mostruosas". Los antojos más comunes eran los alimentarios, apareciendo, durante la centuria, por todos lados los relacionados con el café y el chocolate.

El parto era uno de los momentos más temidos en la vida de la mujer dados los riesgos que entrañaba y que intentaban paliarse haciendo decir, durante los dolores, misas o novenas; mandando traer cíngulos de la Virgen o de santa Margarita, a los que se atribuyen poderes de acortar la hora y suavizarla; incluso, alguna llegaba a prometer liberar a un prisionero si todo iba bien. Solía tener lugar en el domicilio familiar, generalmente en la pieza común, aunque en el campo algunas elegían el establo. Era un acto público, al que asistían de cuatro a seis mujeres, alguna de las cuales era una matrona cuyo saber tenía un carácter eminentemente práctico. Se trataba de una mujer casada, elegida para el puesto entre las que tenían más hijos por suponérsele mayor experiencia. En los países católicos está bajo el control del párroco porque en los casos graves había de administrar el bautismo. Hasta la segunda mitad de siglo vive de la caridad y los servicios que presta sólo se le retribuyen, a veces, en especie. Será a partir de esta fecha que su actividad se profesionaliza: se crean cursillos y escuelas -París, Londres, Estrasburgo, Góttingen- donde adquieren los conocimientos médicos y anatómicos que les faltan al tiempo que comienzan a recibir remuneración en dinero. Sin embargo, para entonces han de competir ya con los cirujanos tocólogos que entre las capas sociales superiores y en los medios urbanos van desplazándolas en sus cometidos, pues se les supone mejor preparados. Ellos son los que perfeccionan algunas técnicas -los fórceps- y quienes imponen, aún en círculos restringidos, la posición horizontal de la mujer para parir, hasta entonces sólo usada en los casos más difíciles, mientras las más comunes eran "...de pie, los codos apoyados en una tabla; (o) en una silla,... de rodillas,..." Una vez terminado el parto, a comienzos del siglo XVIII se recomienda, todavía, no dejar dormir a la madre por miedo a las hemorragias. Será más adelante cuando se cambie tal recomendación por la del silencio, el aislamiento y la inmovilidad como elementos esenciales de su recuperación junto con una alimentación adecuada. Alimentación que en algunos lugares, como La Marche, era diferente según se hubiese dado a luz un niño o una niña, pues si el nacimiento de un vástago era siempre motivo de alegría, mucho más si se trataba de un varón.

Una vez nacido, se lavaba al niño con mantequilla fresca o agua caliente con aguardiente. Rousseau recomendaba hacerlo en agua tibia que poco a poco se iría enfriando; los rusos, en cambio, lo pasaban de una a otra sin transición para templar su cuerpo. La placenta y el cordón umbilical se enterraban, y sólo se le daba para beber agua mezclada con miel. Aún no se le otorga existencia real ni se le puede besar; todo ello llegará con el bautismo, realizado al día siguiente en la parroquia, auténtico rito de socialización así como esperada primera prueba de los sentidos del neófito. A partir de este momento se inicia la infancia, período que durará hasta los siete años si bien se encuentra dividido en dos etapas distintas separadas por un hecho trascendental para sus protagonistas: el destete, que tiene lugar a los veinte, veinticuatro o treinta meses.