Época: ImperioNuevo
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El Egipto del Imperio Nuevo

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Las obras escultóricas anteriores al año 1503 en que comienza el reinado de Hatshepsut son muy contadas, pero bastaría el sarcófago antropoide de la reina Ahmes-Merit-Amón, esposa de Amenofis I (hacia 1550 a. C.) para demostrar la altura a que rayaban los talleres de los escultores tebanos de principios de la Dinastía XVIII. Acostumbraban las reinas de entonces, como sus predecesoras de la Dinastía XVII, a irse al otro mundo en sarcófagos gigantescos (de 3,135 m. de largo en el presente caso), de madera de cedro libanés, recubiertos de una malla pintada, dorada y azul, de plumas estilizadas, realizadas en pan de oro y lapislázuli, que daban a estos sarcófagos, del tipo llamado rishi -pluma, en árabe-, una envoltura similar al plumaje del Ba, el ave del alma, que tenía el poder de volar de un lado para otro por los ámbitos del mundo de la muerte. En medio del artificio de la peluca, del collar y del vestido, el hermoso semblante de la difunta, admirablemente conservado con todo su color, irradia lozanía, delicadeza y serenidad. Las manos, cruzadas en aspa sobre el pecho, sostienen sendos cetros de papiro, símbolos de Juventud y de Vida. El sarcófago llevaba otro dentro, y éste a su vez la momia de la reina.
Estamos asistiendo a los comienzos de un arte nuevo, que pondrá más acento en la estética que en el contenido, un verdadero arte por el arte, de sabor muy moderno. Una de sus consecuencias será la continua búsqueda de nuevas formas de expresión, con la consiguiente variedad de tendencias: naturalismo, realismo, expresionismo, conceptos histórico-artísticos que se vienen aplicando anacrónica y retrospectivamente a las corrientes de entonces.

Hatshepsut y Tutmés III disponen de una legión de escultores y pintores. Cuando la primera, terminados su espectacular mausoleo y su reinado, cede el mando al segundo, éste pone en marcha una activa política expansiva, destinada a contrarrestar el avance de los mitannios hacia el oeste de Asia y que convierte a Egipto en la primera potencia del mundo de entonces. En el apogeo de su reinado el Imperio egipcio se extiende desde el Gebel Barkal, cerca de la cuarta catarata del Nilo, en el Sudán, hasta el recodo del Eúfrates. El ir y venir de gentes, incluidos los asirios y los hititas, convierte a Menfis en crisol de naciones y a la corte del faraón en foco del mundo. No pasa año en que los egipcios no entren en contacto con pueblos que hasta entonces sólo de oídas conocían. La curiosidad de los egipcios por lo que pudiéramos llamar etnografía, manifiesta en los mil detalles captados por los relieves de la expedición al Punt de Hatshepsut, no tardará en encontrar nuevos alicientes en el amplio horizonte que sus ojos contemplan.

Para los egipcios, la historia no era un "continuum", sino una novela, con un rey como protagonista. Este concepto irradió sobre otros pueblos del levante asiático, de modo que si el destino lo hubiera querido, hubiéramos tenido un "Libro de los Reyes" egipcio como lo tenemos judío, y no faltan retazos de ese libro: los relatos de las campañas de Seti I y de Ramsés II, que aparecen en Karnak; los "Anales" de Tutmés III, de allí mismo, basados probablemente en los diarios de sus campañas. El redactor del resumen de la obra de Tutmés sólo expone con detalle la primera campaña, de las diecisiete recogidas, conformándose para las demás con la relación del botín aportado al templo de Amón. Pero el relato de la primera tiene un gran encanto, e incluso ciertas pinceladas tensas y dramáticas, v. gr., la junta de generales antes de la batalla de Meggido, en la que Tutmés impone su criterio de seguir el camino más corto, aunque más peligroso, atravesando el desfiladero. No falta la reprimenda a las tropas por haberse precipitado a saquear el campamento del príncipe de Kadesh, desperdiciando la oportunidad que hubieran tenido de tomar Meggido por asalto, con sólo haber perseguido al enemigo en desbandada. Es seguro que el lector antiguo se dejaba envolver en el relato y respondía a la llamada de su estética, como lo hacía cuando contemplaba la obra gráfica de un pílono o de una tumba.

La obra maestra de las estatuas de Tutmés III, la de basalto verde del museo de El Cairo, representa al rey como él quería que sus súbditos lo viesen, como un hombre de aspecto majestuoso, pero de carácter modesto y asequible, no un déspota ni un fanfarrón. El símbolo de su poder irresistible, los nueve arcos enemigos, que sus pies pisan, están grabados con tanta discreción en la peana como para pasar inadvertidos a quien no los observe detenidamente. Como el Mikerinos de los relieves de Giza, que pudieron servirle de modelo, viste Tutmés el conjunto de corona blanca y plisado faldellín de mandilón triangular -shendit-, pero renuncia a la barba postiza y al mentón levantado con altanería. Su expresión es dulce, casi risueña, herencia de Hatshepsut, que también recoge su madre, la simpática reina Isis, la de la corona de oro, sentada hoy en el museo cairota en compañía de otras estatuas y esfinges del más grande conquistador de la historia de Egipto. La presente estatua, rígida, enérgica y marcial, no desmiente su génesis de un bloque prismático, del que retiene el pilar a su espalda y las cortinas entre las piernas y entre los brazos y el cuerpo. Pese a tener todo esto de altorrelieve, parece moverse con tanta libertad y naturalidad, que se podría ver en ella al modelo inspirador del genio que creó la estatua del kouros griego, el más afortunado de los tipos de la escultura arcaica de los helenos.

Cuando Tutmés clausuró el templo-mausoleo de Hatshepsut en Deir el-Bahari, levantó entre éste y el de Mentuhotep un nuevo templo de Hathor como diosa de la Montaña Tebana, y receptora en ella de la procesión anual de la Barca Sagrada de Karnak. La capilla de este santuario quedó enterrada por un terremoto en tiempos de los Ramesidas y así permaneció, intacta, con sus murales como recién pintados, hasta su reaparición en 1904 a consecuencia de otro desprendimiento, éste provocado por los excavadores. Al disiparse la nube de polvo producida por este corrimiento, los presentes pudieron contemplar, estupefactos, una cueva artificial de la que salía una fantástica Vaca-Hathor de entre una mata de papiros, coronada con el disco solar, el "uraeus" y las plumas geminadas de Amón.

La diminuta figura de un faraón en actitud de marcha, orante, y otra del mismo, arrodillado bajo la ubre de una nodriza-vaca, pudieron ser identificadas, por una cartela grabada en el lomo de la vaca, como efigies de Amenofis II, el hijo y corregente de Tutmés III al final del reinado de éste (1436 a.C.). El grupo Hathor-faraón lactante, o pupilo, lo había iniciado Hatshepsut en los relieves de su templo, y contaba con remotos precedentes en el Imperio Antiguo: esfinge de Giza con estatua entre las patas, Kefrén sedente bajo el pecho del halcón. Ahora lo revitaliza Amenofis y, desde entonces, perdura hasta el final de la escultura egipcia (esfinge criocéfala de Amón con Amenofis III; la misma con Ramsés II; Hathor y Psamético, Horus y Nektanebo, etc.). El mismo Amenofis II tiene un grupo afín bajo la cobra de Mert-seger.

Tutmés IV, por su breve reinado (1412-1403), y Amenofis III, por azares del destino, han tenido más suerte con sus relieves que con sus estatuas personales. Una estela fragmentada, procedente del Templo Funerario de Merenptah, pertenecía con seguridad a la inmensa serie de obras del arte de la escultura y del relieve que hacían del de Amenofis la primera joya de los monumentos de la Dinastía. Pero precisamente el esplendor del mayor de los templos tebanos, edificado todo él en caliza, y con sus patios repletos de estatuas, hizo que la Dinastía XIX, funesta para las obras de sus antecesores, lo utilizase como cómoda cantera para cuantas realizaba Palacio en la comarca de Tebas. Esta estela era una de las muchas que allí había y que en este caso Merenptah reutilizó en su mausoleo. Ella nos da la elevada cota de calidad y exquisitez del arte áulico patrocinado por el Magnífico y por aquel sabio y diligente responsable de sus obras que fue Amenhotep, hijo de Hapu.

La inscripción de las estelas es como el pie escrito de una lámina. "Todos los países, todos los Estados, todos los pueblos, Mesopotamia, el miserable país de Kush (Etiopía), la Alta Retenu, la Baja Retenu (Siria y Palestina), están a los pies de este dios perfecto, como Re, por toda la eternidad". El dios perfecto se encuentra arriba de todo, en su mejor traje de ceremonia, ofreciéndole a Amón por una parte a Maat, la diosa de la Verdad, y por otra dos frascos de vino. Al soberano se le reconoce muy bien, por sus rasgos afilados y sus ojos como almendras. En el segundo registro reaparece el monarca, ahora en su carro de guerra tirado por dos caballos al galope, bajo el patrocinio del buitre de Neith, y tocado con la corona azul de la "khepresh", invención afortunada de Tutmés III que Amenofis III y sus inmediatos sucesores habían de utilizar más que ninguna otra. Pululan por el carro regio varios cautivos liliputienses, maniatados y montados los unos en los caballos del carro, atados los otros a otras partes de éste, la lanza y la caja misma, todo esculpido con exquisitez en bajorrelieve de una perfección increíble. En un último fragmento, un amasijo de prisioneros, ahora a la misma escala que el vencedor, depara al artista la oportunidad de mostrar su talento de etnólogo, y de romper por una vez con los convencionalismos del relieve áulico, representando de frente algunas cabezas de estos miserables enemigos a quien les ha impuesto su autoridad arrollándolos con sus briosos corceles.

Dos cabezas de estuco halladas en Amarna, mascarilla una de ellas, y conservadas respectivamente en cada una de las dos mitades en que se divide el Berlín actual, pertenecen sin duda a una misma persona, pero se encontraban en distintos grados de elaboración, pues en la segunda la mascarilla está más retocada y tiene orejas y cuello, como dispuesta ya para servir de modelo definitivo para un retrato escultórico. Borchardt interpretó la primera como efigíe de Amenofis III, sacada directamente del cadáver, y Vandier aceptó su interpretación. De ser cierta, sería un documento asombroso acerca del modo de trabajar de los escultores egipcios, vaciado primero, obra de arte después. La identificación con una estatuiIla de madera del faraón del Museo de Brooklyn, es incierta y por ello no aceptada por todos. El propio Museo de Berlín, en su catálogo de 1967, propone como candidato alternativo otro retrato, no mascarilla, sino cabeza, que evidentemente llevaba la corona azul y representaba por tanto a un rey, que no era ni Akhenaton, ni Semenkhare, ni Tutankhamon. Si se trata, como parece, de Amenofis III, esta magnífica cabeza, mofletuda y de cuello muy corto, sólo se parecía a su hijo en la carnosidad de los labios y la forma de la boca. Lo mismo que los mejores retratos de la reina Teye, el estilo y la tendencia del arte inicial de Amarna asoman ya en todos ellos. Los cuerpos panzudos de las estatuas documentadas del Amenofis viejo apuntan también en la misma dirección.

Aparte de la pareja de colosos del matrimonio Amenofis III-Teye, procedente de Medinet Habu, instalada en el atrio del Museo de El Cairo, tenemos bastantes efigies de la reina, con dos deliciosas miniaturas entre ellas. La primera es un fragmento de una figurita de esteatita verde, dedicada en el santuario de Hathor en Serabit-el-Kadim, entre las minas de turquesas del Sinaí. Conserva el rostro prácticamente entero y buena parte del cuello y de un tocado que comprendía una peluca de ricitos escalonados y, en lo alto de la cabeza, una corona cilíndrica, decorada por dos serpientes aladas, provista antaño de dos plumas geminadas y de la que caían sobre la frente de la reina dos prótomos de las mismas diosas-serpientes, una de ellas con la corona blanca y la otra con la roja. El rostro tiene las mismas facciones que la obra maestra del grupo.

Se trata, la segunda, de una cabeza de ébano, independiente como pieza, pero destinada a encajar en una estatua. Teye ha alcanzado ya una edad mediana, como delata su incipiente barbilla doble, pero conserva la belleza de sus años de plenitud. Sus cejas levantadas y su expresión altanera corresponden a la persona autoritaria, acostumbrada a disponer y mandar, segura de sí misma, como cumple a una reina. Los ojos oblicuos y los labios carnosos y abultados, de rictus displicente, pertenecen a la africana ecuatorial que aquella mujer llevaba dentro, mujer del harén, que de niña no había sido educada por los sacerdotes ni llevado el título de Esposa de Amón como las verdaderas princesas. Al casarse con ella y trasladar su residencia a Menfis, Amenofis III desafiaba al sacerdocio tebano, para quien era malquisto, y se identificaba con los militares y con la "escuela de la vida".

El tocado de este magnífico retrato de Teye experimentó una curiosa manipulación, que no debe extrañarnos en una época en que tanto las mujeres como los hombres llevaban en ocasiones pelucas superpuestas. En el primer tocado de esta cabeza entraba la variante doméstica o profana del "nemes", la pañoleta llamada khat, en la que se envolvía el pelo y se echaba la parte baja por encima de los hombros. Esta pañoleta dejaba las orejas completamente descubiertas y acababa en una especie de coleta caída sobre la espalda; en este caso, el material de que estaba hecha era un metal blanco, como el platino. La frente la llevaba ceñida de una cinta de oro, provista de dos "uraei" en el centro, seguramente coronados como los de la cabecita de Serabit-el-Kabim. Los pendientes de las orejas eran dos discos de oro con incrustaciones de esmalte y un par de "uraei" coronados del disco solar, también de oro. Para ponerle el segundo tocado, le cortaron al khat la coleta, y lo mismo los prótomos de las cobras de la diadema, que separaron de sus cuerpos y arrancaron de sus alvéolos. Recubrieron entonces toda la cabeza, orejas y pendientes, de un lienzo acartonado que llevaba adherida una peluca en forma de globo, de cuentas azules, y soportaba en lo alto, con ayuda de un pivote que se conserva, una coronita. La pérdida de parte del lienzo deja ver hoy el pendiente de la oreja izquierda, y los rayos X permiten constatar que el pendiente de la otra oreja, aunque oculto por el lienzo, permanece en su sitio.

La personalidad más relevante del reinado de Amenofis III fue su homónimo, Amenhotep, hijo de Hapu, a quien la posteridad había de divinizar y equiparar a Imhotep, el intendente de Zoser. Había tenido este sabio su cuna en casa humilde de una ciudad del Delta, Athribis (hoy Benha), pero su talento lo llevó muy pronto a la corte y lo encumbró desde el puesto de escriba de la oficina de reclutamiento al de superintendente de todas las obras del rey. Recibió todos los honores a que podía aspirar el hombre de confianza del monarca. Karnak, Luxor y el Valle de los Reyes le debieron muchos favores, hasta el punto de obtener el privilegio de exponer sus estatuas en la Casa de Amón. Tuvo templo funerario propio, en las cercanías del edificio del rey, y una tumba monumental en la necrópolis tebana.

Siempre comedido y humilde, se hizo representar como escriba cuando era ya un alto funcionario y tenía un regimiento de escribas a su servicio. Y así lo vemos en una de las dos estatuas halladas en Karnak junto con las del visir Paramesu, otro privilegiado de la corte. El Amenhotep de esta escultura sedente se nos muestra joven aún, pero con la obesidad propia de quien no se priva de manjares ni de buenos vinos. La envoltura de pliegues adiposos que le ciñen el estómago son el exponente convencional del bienestar del alto dignatario. Con la cabeza levemente inclinada, y expresión ensimismada, Amenhotep reflexiona sobre lo que ha escrito en el rollo de papiro que tiene extendido en el regazo: su nombre y filiación, sus títulos, y una de sus obras más queridas: las estatuas grandes del rey que levantó en el oeste de Tebas, con lo que se refiere a la cabeza gigante del Museo Británico, a los Colosos de Memnón, etc. Quizá la reflexión en que parece sumido era una plegaria a Amón en acción de gracias por una vida tan dichosa.

En la estatua compañera de ésta, Amenhotep está representado como un anciano, y en ella nos dice que tiene ochenta años y que espera alcanzar los 110. La actitud de manos apoyadas en los muslos es la del orante clásico en presencia de la divinidad.

La exquisitez de la corte y la maestría técnica, el virtuosismo de sus artistas, se echan de ver en una infinidad de estatuillas de hombres y mujeres que han hecho de Egipto el paraíso del coleccionismo de obras de arte: hombres y mujeres tocados de artificiosas pelucas, vestidos de finas camisas de lino y de faldones plisados, tupidos, transparentes, adornados muchas veces de fastuosos collares y diademas, de joyas, de pedrería, de flores naturales, de todo lo que la fantasía y el buen gusto eran capaces de urdir al servicio de una humanidad ávida de disfrutar de todas las delicias del Edén en este mundo y en el otro.

Ningún pormenor biográfico se considera banal si logra despertar el interés y llamar la atención del espectador. Importa que éste recuerde lo importante que el personaje, hombre o mujer, ha sido en este mundo; la posición que ocupó en la sociedad, las riquezas que atesoró, la educación que dio a sus hijos. Biografías más prolijas que las de antaño, cuando el destino primordial de las estatuas era el de servir de soportes del ka. La de Merit, esposa de Maya, del Museo de Leiden, pone especial énfasis en decir que fue cantante del templo de Amón.

Tanto hombres como mujeres parecen adolescentes o poco más, no importa los años que tengan. Personajes que sabemos eran abuelos aparentan las mismas edades que sus nietos. Y esto lo mismo en las estatuas que en los relieves.

La estatua de madera de ébano de Tehai, caballerizo mayor de Amenofis III, responde a este ideal de perpetua y lozana juventud. Se diría la versión en tres dimensiones de aquellas bellezas que pueblan los relieves de las tumbas tebanas de Ramose, de Kheruef, de Khaemhet, excelentes muestras del estilo bello patrocinado por Amenofis III en sus años de plenitud. Tshai sirvió y murió en Menfis, y fue enterrado en Sakkara, lejísimos de Tebas, pero el estilo bello estaba presente tanto en la ciudad santa como en la nueva capital. Ojos almendrados, cejas prominentes y bien perfiladas; labios carnosos, sensitivos; nariz muy pequeña, mejillas redondeadas con suavidad, los rasgos típicos, no más duros en el hombre que en la mujer.

La peluca, sí, es distinta: las mujeres suelen llevarla muy larga, con una crencha a la espalda y dos cascadas laterales cayendo hasta los senos. Tshai en cambio la lleva corta y redondeada con flequillo sobre la frente, las orejas tapadas y la melena recogida sobre la nuca. Aunque esta peluca puede constar de dos piezas superpuestas, aquí y en otros casos parece de una sola, compuesta de finos mechones en zigzag y de cabos acaracolados. Al cuello, un collar de cuatro vueltas de cuentas discoidales, que solía ser una distinción concedida por el rey a los altos dignatarios, señal de que la edad del caballerizo mayor no correspondía a su aspecto de paje. Su traje era de etiqueta: camisa de manga corta y plisada en las bocamangas, faldón talar, también plisado en la delantera y ceñido a la cintura por un echarpe cruzado sobre el vientre.