Comentario
Europa era a finales del siglo XVIII un continente en el que se detectaban ciertos síntomas de cambio en sus estructuras sociales, políticas y económicas. Su población había aumentado considerablemente a lo largo de toda la centuria y ese crecimiento, que había sido debido más a la disminución de la mortalidad que al aumento de la natalidad, podía estimarse en alrededor de 60.000.000 de almas. Ese crecimiento contrastaba con la relativa estabilidad demográfica que se había registrado en los siglos anteriores y fue Malthus con la publicación de su Ensayo sobre la ley de la población, a finales del XVIII, quien llamó la atención sobre ese fenómeno.La revolución demográfica del siglo XVIII favoreció el rejuvenecimiento de la población europea, que imprimió un mayor dinamismo al proceso histórico y contribuyó, junto con otros factores económicos e ideológicos, al progresivo deterioro de las estructuras sociales que habían permanecido casi invariables en el curso de las últimas centurias. Estas estructuras estaban basadas originariamente en un sistema funcional mediante el cual cada grupo social cumplía con una misión determinada y, al mismo tiempo, se les reconocía jurídicamente unos privilegios determinados. De esta forma, el conjunto social se hallaba dividido en tres órdenes, cada uno de los cuales tenía unos deberes que cumplir y al mismo tiempo podía disfrutar de unos derechos.El primero de estos órdenes o estamentos era el eclesiástico. Sus miembros pertenecían a una institución -la Iglesia- cuya finalidad era la de iluminar a los fieles en el camino de la salvación eterna. Instruían al conjunto de la sociedad, no solamente en el terreno de la espiritualidad, sino que también ejercían una labor semejante en el terreno de la cultura y de las ciencias. Durante la Edad Media, la Iglesia fue el único estamento docente y a pesar de la secularización de la enseñanza que comenzó a registrarse a partir del Renacimiento, los eclesiásticos continuaron desempeñando una importante labor en la transmisión de la cultura desde los centros de primeras letras hasta las Universidades y otros centros de enseñanza superior. A cambio de esta dedicación a la sociedad en el aspecto educativo, la Iglesia era sostenida por la propia sociedad. Eso quería decir que a la Iglesia se le reconocía una serie de privilegios entre los que no era el menos importante el estar exenta del pago de impuestos.La nobleza constituía, después del clero, el segundo orden del Estado durante el Antiguo Régimen. La nobleza era originariamente el brazo armado de la sociedad, por cuanto tenía como función su defensa frente a los enemigos interiores y exteriores. Tenía la obligación de servir al monarca cada vez que éste reclamase sus servicios y debía colaborar en el mantenimiento de la integridad del reino. Como compensación a este tutelaje, la nobleza recibía por parte de los miembros del conjunto social una parte de sus frutos y de su trabajo así como el reconocimiento por la Corona de una serie de exenciones y privilegios, entre los cuales estaba también el de no pagar impuestos.El tercer estamento era el más complejo y heterogéneo por ser aquel que integraba a todo el resto de la sociedad y estaba formado por su inmensa mayor parte. La mayoría de sus miembros eran campesinos, aunque también formaban parte de este grupo los artesanos, los comerciantes y todos aquellos que desempeñaban alguna actividad laboral. El estado llano -o el tiers état, como se le denominaba en Francia durante el Antiguo Régimen- tenía el derecho a ser defendido por la nobleza y a ser instruido por el clero, pero a cambio tenía que sostener a ambos con su trabajo, con sus prestaciones y, sobre todo, con sus impuestos.Esta organización de la sociedad respondía a unas necesidades que había que atender en un determinado momento histórico que se remonta a la época medieval. Posteriormente, con el transcurso del tiempo, esa división de funciones, que no tenía por qué implicar ningún elemento de jerarquización, fue tergiversándose de tal manera que los dos primeros estamentos fueron perdiendo su noción de servicio, aunque, eso sí, se las arreglaron para retener sus privilegios y exenciones. Así pues, cuando llegamos al siglo XVIII, nos encontramos con dos estamentos sociales privilegiados, encumbrados en la parte superior de la pirámide social -la nobleza y el clero- que siguen sin pagar impuestos, mientras que el pueblo -que ya no es defendido ni instruido por ambos- sigue sosteniendo en exclusiva con sus contribuciones los gastos del Estado y realizando una serie de prestaciones a sus señores seglares y eclesiásticos.Sin embargo, no hay que pensar que en la Europa del Antiguo Régimen no existía una homogeneidad en las estructuras sociales. La diversidad era importante en las distintas zonas del continente, de acuerdo con la evolución de su respectivo proceso histórico. Los países occidentales, romanizados desde el siglo I de nuestra era, presentan una sociedad más evolucionada que aquellos situados al este del río Elba, que no tuvieron contacto con la civilización latina y con el cristianismo hasta los siglos IX o X.En la Europa occidental, el sistema feudal sólo significaba que el señor tenía un dominio eminente sobre las tierras por el que recibía una serie de prestaciones por parte de los campesinos. No existía la servidumbre, salvo en lugares muy localizados y el labrador disfrutaba de una libertad que le permitía disponer de la tierra para legarla, venderla o repartirla a su antojo, sólo con pagar unos derechos de cambio de propiedad al señor. Sin embargo, al otro lado del Elba, el régimen agrario presentaba unas características bien diferentes y por consiguiente también la estructura social era distinta. La tierra pertenecía al señor, y éste no sólo tenía la propiedad eminente, sino la propiedad efectiva. La servidumbre del campesino se hallaba generalizada y en Rusia, por ejemplo, todo campesino podía considerarse un siervo en el siglo XVIII, y una cosa parecida ocurría en Polonia, en Prusia y en Hungría. El campesino no podía disponer de la tierra y los señores tenían un poder casi absoluto. Así pues, mientras que al oeste del Elba existía una compleja sociedad cuyos intereses se hallaban perfectamente entrelazados, lo que permitía una cierta movilidad, en la Europa oriental la sociedad era completamente cerrada y los señores ejercían un dominio sobre los siervos campesinos sin que existiese ninguna clase intermedia.En lo que se refiere a los sistemas políticos, predominaban en la última fase del Antiguo Régimen las monarquías absolutas. El soberano, que poseía su poder por derecho divino, acumulaba en su persona la potestad de hacer las leyes, de aplicarlas y de determinar si esas leyes habían sido, o no, cumplidas. Es cierto que la complejidad de los Estados modernos les había obligado, cada vez más, a delegar estos poderes en una compleja maquinaria burocratizada cuyo funcionamiento les apartaba progresivamente de su ejercicio real. Pero eso no significaba una renuncia a su soberanía, más bien por el contrario podría decirse que en el siglo XVIII se reforzó el poder absoluto de las monarquías, respaldadas por las corrientes de pensamiento de la época representadas por los "philosophes". Voltaire proponía como ejemplo a los reyes la monarquía absoluta -aunque ilustrada- de Luis XIV. El despotismo ilustrado, ese extraño y contradictorio maridaje entre absolutismo y racionalismo que, según Fritz Valjavec, llevaba en sí mismo el germen de la descomposición, terminaría por debilitar a la monarquía del Antiguo Régimen hasta convertirla en una fácil presa del embate revolucionario.La característica de la política económica imperante durante el Antiguo Régimen era el intervencionismo del Estado mediante la creación de monopolios, la imposición de tasas de precios y salarios y el excesivo reglamentismo sobre todos los mecanismos de producción, comercialización y venta en cada país, así como de los flujos de importaciones-exportaciones con otras naciones del mundo. El aumento demográfico del siglo XVIII y la necesidad de encontrar más medios para alimentar a los nuevos consumidores, obligaron a remover obstáculos, como las formas estancadas de la propiedad o los modos corporativos de trabajo, que rompían las viejas formas que habían prevalecido en la economía durante siglos. La presión ejercida por el fenómeno del aumento demográfico dio origen en muchos países a medidas tendentes a sacar mejor provecho de tierras que, en manos de propietarios negligentes o incapaces, daban menor rendimiento del debido. Eran propietarios de grandes extensiones de tierras que no tenían el capital necesario para poner en cultivo nuevas parcelas o para modernizar sus explotaciones. Además, con frecuencia, no podían enajenar una parte de sus propiedades para cultivar mejor el resto, porque se trataba de tierras amortizadas o de manos muertas. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se dio en países como Francia, Italia o España, una verdadera lucha por la desamortización de tierras pertenecientes fundamentalmente a la Iglesia. La extensión de los cultivos y, sobre todo, las nuevas técnicas, tuvieron una gran repercusión en el ritmo de vida de los campesinos. Toda esta gran revolución agrícola fue impulsada por los teóricos, que tanto en Inglaterra (Backewell, Townsend, Young), como en Francia (Quesnay, Dupont de Nemours), Italia (Genovesi, Galiani, Verri) o España (Campomanes, Jovellanos), contribuyeron a difundir la idea de la necesidad de tomar medidas para mejorar la producción mediante la ruptura de los viejos esquemas económicos.Por otra parte, la presión demográfica no sólo fue uno de los factores que determinó la revolución agraria, sino que fue también el origen de una revolución industrial que comenzó en el siglo XVIII y que continuó durante el siglo XIX. La revolución industrial fue más consecuencia de las necesidades de los hombres que de los avances de las ciencias, pero su aparición se debió a la confluencia de esos dos fenómenos distintos. Así pues, a partir de 1760, sobre todo en Inglaterra, pero también en Francia, en los Países Bajos y en los países alemanes y austríacos, se produjo un gran avance de la industria, especialmente de la textil y la metalúrgica. La invención de los telares mecánicos como la spinning jenny (1765), la water -frame (1768) y la mule jenny (1779) y de la máquina de vapor (1784) tuvieron gran incidencia en la producción y contribuyeron a cambiar la vida del hombre en aquellos países del mundo occidental donde esos inventos pudieron ser aplicados entre los últimos años del siglo XVIII y comienzos del XIX.