Comentario
Hacia el 335 a. C., en efecto, parece que Lisipo realiza su segunda obra maestra: el Eros de Tespias, colocado junto al Eros esculpido años antes por Praxíteles. En este caso, lo que se plantea es, por una parte, el análisis de la anatomía infantil directamente basado en la realidad, y, por otra, una postura compleja. En ella, acaso lo más interesante es el paso de un brazo por delante del torso: algo que sólo en raras ocasiones se había hecho antes -por ejemplo, en los relieves del Mausoleo- y que se enfrentaba de lleno con un principio clásico indiscutible, el del culto a la musculatura del torso.
Es por estas fechas, si no antes, cuando Lisipo empieza a recibir encargos de Alejandro. Durante unos cinco años, todo su numeroso taller se pondrá casi exclusivamente al servicio del monarca macedonio. Y se esculpirán las obras más variadas, desde la estatuilla del Heracles Epitrapecio, destinada a adornar la mesa del rey, hasta la serie de retratos oficiales. El más aparatoso iba a ser el gran conjunto consagrado en Dion, donde Alejandro aparecía con los veinticinco jinetes, compañeros suyos, caídos en la batalla del Gránico: sin duda tomó como modelo los grandes exvotos que acostumbraban erigir las ciudades en los santuarios, mostrando grupos de sus héroes locales; por ello, hemos de pensar que constaría de una simple serie de guerreros a caballo, en formación lineal. Pero es difícil afirmar nada en concreto, pues los restos de una copia aparecidos en Lanuvio, cerca de Roma, son demasiado fragmentarios.
Entre los otros retratos que hizo Lisipo al monarca, cabe mencionar sobre todo el Alejandro con la lanza, alabado por varios poemas y conservado en unas pequeñas copias procedentes de Egipto, hoy en el Louvre, y en la cabeza de la llamada Herma Azara; en él, el conquistador aparece en actitud heroica, desnudo por completo. En cambio, sabemos que se mostraba armado y a caballo en la escultura que lo recordaba como fundador en Alejandría.
Es posible que Lisipo acompañase al rey hasta Egipto; pero después debió de retirarse de nuevo a Grecia. Quizá, por entonces, el deseo expresado por Alejandro de ser considerado dios -deseo servido por Apeles- le resultase poco soportable, y sin duda suponía que ya no podía faltarle trabajo en su tierra natal, dada la fama que había adquirido.
Efectivamente, el cuarto de siglo que aún le quedaba de vida al ya anciano artista debió de ser de una actividad febril, y siempre en busca de novedades. Una de ellas, sin duda, fue explotar el género del grupo estatuario de carácter escenográfico: si en su exvoto de Dion, como hemos supuesto, no pasó de yuxtaponer esculturas, muy distinto sería el aspecto de la Cacería de Crátero, gran conjunto dedicado en Delfos el 307 a. C., pero comenzado mucho antes. En esta obra colaboró Lisipo con Leócares (que acaso moriría antes de su conclusión), representando un acontecimiento ocurrido en el 332 a. C., cuando, en una cacería, Crátero salvó a Alejandro de un león. Es posible suponer que la idea inicial fuese de Leócares, y reflejase los grupos cinegéticos del Mausoleo.
Pero Lisipo se planteará aún otro objeto de estudio, y de mayor interés: se trata de la conquista de la tercera dimensión para las estatuas, de la realización de esculturas que no tengan un punto de vista esencial, sino que inviten a darles la vuelta. Es lo que nos enseña, por ejemplo, y de modo paradigmático, el Apoxiómeno, obra que entusiasmaba a las multitudes todavía en la Roma imperial. La idea de lanzar hacia adelante los brazos del atleta vencedor que se limpia el sudor y polvo de la contienda, brazos que sólo pueden verse si se gira en torno a la estatua, constituye una absoluta novedad, y abre unas posibilidades inconmensurables para el futuro; en cambio, el tipo de cara, con los ojos pequeños y pegados a la nariz, quedará como un simple sello personal del artista.
La lista de obras podría prolongarse mucho más: habría que citar el Heracles en reposo, conocido sobre todo por la copia libre, y con músculos exagerados, llamada Hércules Farnesio; en esta obra, Lisipo hace que su héroe avance un pie y esconda su mano tras la espalda para invitamos a rodearla. También habría que detenerse en el curioso bronce de carácter alegórico -sólo conocido por relieves- que compuso para personificar el Kairós (la ocasión), calvo por detrás como reza el proverbio; o recordar las distintas Hazañas de Heracles; o ciertos retratos, como el de Sócrates, el de Seleuco I y, acaso, el de Aristóteles; o estatuas gigantescas, como el famoso Heracles de Tarento, meditabundo, sedente y con la cabeza apoyada en un puño en actitud de cansancio... Sería imposible señalar todo lo que, entre obras seguras y atribuciones, puede adscribirse al arte de Lisipo. Baste decir que, tras su paso por Grecia, el arte quedará liberado de casi todas sus trabas clásicas, y abierto a múltiples posibilidades antes inconcebibles.