Comentario
Parece muy probable que debamos atribuir el nuevo planteamiento urbanístico, o parte al menos, a un personaje tan genial como megalómano: el arquitecto Dinócrates de Rodas. Curiosa debió de ser la personalidad de este hombre que, según nos cuenta Vitruvio, proyectó en una ocasión transformar el monte Athos en una gigantesca estatua de Alejandro, con una ciudad en una mano y en la otra un lago tallado en forma de copa, desde donde se verterían al mar las aguas del monte. El monarca hizo bien sin duda encaminando sus energías hacia un proyecto más sensato: la fundación de Alejandría.
La ciudad, que pronto sería capital de los Ptolomeos, fue en efecto un modelo del urbanismo más audaz, abierto a la nueva problemática y capaz de asumir la compleja situación del Helenismo, con sus problemas de coexistencia de razas y culturas, su nueva concepción de la monarquía, etc. La Alejandría de Dinócrates, con las aportaciones posteriores de los primeros Lágidas, es todo un símbolo del mundo que forjó Alejandro: pronto el desierto situado entre el lago Mareotis y el Mediterráneo, una simple llanura costera protegida por los escollos de la próxima isla de Faro, se convertiría en la más importante ciudad de todo el mundo helénico.
La clave del éxito fue, sin lugar a dudas, el protagonismo concedido a las calles y vías de acceso, a expensas de las plazas. Alejandría había de ser un gran emporio, un lugar donde los puertos y las carreteras se conjuntasen para transportar todo tipo de mercancías entre el Mediterráneo y Egipto, utilizando para ello tanto el mar como el lago y los caminos que, hacia el oriente, llevaban al delta del Nilo.
Para ello, hubo en primer lugar que acondicionar el puerto. Esto se logró mediante un juego de malecones, entre los que destacaba el Heptastadio, que unía la ciudad a la isla de Faro, rompiendo a la vez el oleaje y convirtiendo el brazo de mar en dos puertos: el militar al Oeste y el comercial al Este. A la entrada de este último se construiría el famoso Faro, verdadero emblema de la ciudad, novedad arquitectónica que pronto sería considerada una de las maravillas del mundo. En su fachada corría la orgullosa dedicatoria del arquitecto: Sóstrato de Cnido, a los dioses Soteres (= Ptolomeo I y su esposa), para ayuda de los marineros.
El enlace del puerto con el interior se realizaba a través del consabido sistema de retícula, pero con calles muy amplias, que permitían a las mercancías tomar pronto el camino del lago o, más comúnmente, el del delta. Para ello, la fastuosa Vía Canópica, con sus pórticos, ofrecía todas las facilidades, y sin duda concentró buena parte del comercio ciudadano. Esta importante calle, que tenía la virtud de poderse alargar indefinidamente, divide la ciudad en dos sectores: al norte, la zona pública y oficial; al sur, los barrios de habitaciones, con una distribución geográfica muy precisa; al oriente, en la parte más tranquila, vivían los griegos, mientras que al occidente se concentraban los egipcios, en torno al santuario de Serapis y cerca de los puertos, donde sin duda muchos de ellos trabajaban.
Esta división de la ciudad en barrios raciales o culturales tiene su prolongación en la parte oriental del sector norte, allí donde prácticamente acababa el proyecto primitivo: fue en esa zona donde se instalaron poco a poco los judíos, cuya población no dejará de crecer a lo largo del periodo helenístico. Pero todo el resto de esta zona septentrional se cubre, como hemos dicho, con edificios públicos, de representación y de gobierno. Allí están, en efecto, los gimnasios, el teatro, las tumbas de Alejandro y de los Ptolomeos, e incluso la máxima institución cultural de la urbe y de todo el mundo helenístico: el famoso Museo, con su inmensa biblioteca; y allí también se yergue el conjunto de los palacios, rodeado por un muro y abierto al puerto comercial para gozar mejor de la brisa y controlar directamente la llegada de barcos; no en vano son los reyes quienes monopolizan todo el comercio egipcio.
Dentro de tal desarrollo urbanístico y arquitectónico, el ágora, pese a su riqueza decorativa, es ya un elemento perfectamente secundario, mero cruce de calles principales: sus funciones han quedado totalmente repartidas, y las más brillantes se aglomeran en torno al recinto palaciego, como para ponerse bajo la protección de los monarcas.
Es lástima que apenas conozcamos de Alejandría otra cosa que la distribución general de sus calles y de sus edificios. Aun así, nos basta para señalar que fue modelo de otras ciudades; su sistema de calle central lo reencontraremos en las grandes urbes sirias, y en particular en los emporios caravaneros; en algunos casos -por ejemplo, en Antioquía y Apamea- pueden apreciarse incluso, en un extremo de la ciudad, el amurallado palacio o la fortaleza del gobernador, casi como una futura alcazaba árabe.
Pero a la hora de adentramos en los distintos edificios, de saber cómo era un palacio o una casa particular, no tenemos más remedio que acercarnos a otras ciudades helenísticas: acaso ignoremos su plano de conjunto, pero pueden suministramos detalles más concretos.