Comentario
Al filo del cambio de siglo, y a la vez que Rodas se introduce, cada vez con más fuerza y poder, en el juego de alianzas y guerras que sacuden por entonces el Mediterráneo oriental, su arte y su cultura se enriquecen. El realismo alcanza entonces sus cotas más audaces, a veces matizadas de monumentalidad o de virtuosismo, y por ello no es extraño ver multiplicarse el número de escultores.
Muerto Timócaris, parece que le sucedió al frente del taller su hijo Pitócrito; las firmas que de él nos han llegado muestran que mantuvo la actividad retratística de su padre, distribuyendo esculturas por Rodas, Lindos, Caria y hasta Olimpia, pero quizá permanecería como un autor ignorado si no fuese por una simple casualidad. En efecto, firmó un relieve -muy bello, desde luego- que adorna, tallado en la propia roca, el acceso a la acrópolis de Lindos, y que representa la popa de una nave, destinada a servir de base a una estatua; y da la coincidencia de que tal talla mantiene gran parecido con la nave que sirve de base a la Victoria de Samotracia. Para algunos investigadores no ha sido necesaria mayor prueba: la fabulosa Níke sería una obra de Pitócrito.
Sea quien fuere en realidad el autor de tal obra, lo cierto, sin lugar a dudas, es que en ella contemplamos una de las cumbres de la plástica griega. Debió de ser donada por los rodios al santuario de Samotracia a raíz de la victoria naval que obtuvieron en Side frente a Antíoco III de Siria (190 a. C.), y que les supuso, además del control de amplias comarcas en Caria y Licia, la alianza de numerosas ciudades e islas próximas. La obra estuvo al nivel del acontecimiento que conmemoraba: la estructura ondulante, ascendente, de la figura; sus finísimas telas pegadas por el viento al cuerpo, creando un efecto que supera incluso en fuerza y realismo los pliegues mojados de Fidias o Timoteo; la vibración del aire marino que se siente en toda la superficie, creando remolinos y sacudiendo las propias plumas de las alas, todo ello se completaba, para acrecentar aún más el efecto teatral de la obra, con un entorno ambientador: colocada sobre su nave, la figura aparecía en un templete, como metida en una hornacina y destacando sobre un fondo oscuro; y delante de ella, al pie de la proa, se abría un estanque del que surgían rocas y por el que corrían cascadas de agua. Magnífica fusión de escultura y naturaleza que difícilmente hallaremos en el arte griego anterior, y que nadie sabrá explotar después mejor que los propios rodios.
Victoriosa y aliada de Pérgamo y de Roma, Rodas, y con ella todo su entorno, gozará aún, durante un cuarto de siglo, de un esplendor indiscutido. Es la época en que Filisco de Rodas realiza sus esculturas de Apolo, Latona, Artemis y las nueve Musas, tan apreciadas que acabarían adornando el templo de Apolo Sosiano en Roma. Es probable que estas Musas, las más famosas de la antigüedad, fuesen las copiadas unas décadas más tarde por Arquelao de Priene en un relieve que hoy se encuentra en el Museo Británico; las conocemos por otras muchas copias, y en todas destacan la variedad y cotidianidad de sus actitudes y, sobre todo, la fineza con que fueron tratadas las transparencias de las delicadas telas. El escultor, usando una técnica propia de la pintura más que de la talla, supo figurar en relieve tanto los pliegues y arrugas de los velos como los de las túnicas que están debajo.
También hubo de vivir por entonces Boeto de Calcedonia, o por lo menos el más famoso de los escultores que llevaron este nombre, ya que otro, acaso su nieto, nos es conocido por unos bronces hallados en el mar junto a Mahdia, en Túnez. El primer Boeto, que firmó bases en Lindos y en Delos, y que retrató a Antíoco IV Epífanes de Siria, debe la inmortalidad sobre todo al conocido grupo del Niño de la oca, llegado a nosotros en varias copias. Debía de ser un tema bastante común, que tenía su lugar en los santuarios de Asclepio, como ya hemos visto en el texto de Herondas, pero la obra de Boeto logró un éxito muy particular: las carnes realistas y blandas del niño, el uso -un tanto irónico- de la estructura piramidal que se empleaba en Pérgamo para plasmar gestas heroicas, todo hubo de contribuir a su fama.
El ambiente escultórico del Egeo sudoriental había alcanzado por tanto, en la primera mitad del siglo II, las más altas cotas de virtuosismo descriptivo: las texturas de carnes, cabellos y telas jamás alcanzaron tales calidades táctiles, y aunque son muchas las obras -retratos femeninos sobre todo- que podrían alinearse aquí como complemento a las citadas, nos limitaremos sólo, para no alargar la lista, a mencionar esa misteriosa cabeza, acaso retrato ideal de Eurípides, que conoce la crítica con el nombre de Pseudo-Séneca. Aunque no hay acuerdo definitivo sobre la adscripción y cronología del original, creemos que tienen razón quienes la ven en el ambiente que ahora reseñamos: pese a su consciente dramatismo retórico, pocas cabezas antiguas mostrarán con más fuerza la descarnada realidad de la vejez.