Comentario
Hace muchos siglos ya, los viajeros que en caravana iban de Hamadán a Kermanshah, al llegar a la altura de la gran roca de Bisutúm, solían llamarse entre sí la atención. Arriba, a unos 25 m de altura y en un lugar del todo punto inaccesible, se divisaban unas figuras esculpidas y, debajo y a los lados, lo que parecía ser una larguísima inscripción. Invocando a Alá, los caminantes seguían su ruta, maravillados por el extraño monumento. Pero nadie sabía qué era aquello.
Largo tiempo después, otros viajeros europeos tomarían notas y dibujos de la sorprendente roca, como el célebre R. Ker Porter que, en 1818, trazó una inquietante aguada del roquedal de Bisutúm, hoy en el Museo Británico. Los curiosos tenían la plena certeza de que aquella inaccesible inscripción debía contener una importante información de la historia persa. Por eso, cuando E. Flandin y P. Coste viajaron a Persia en 1840, intentaron copiarla sin resultado. E. Flandin recordaría en su obra que la repisa era tan estrecha, que se veía obligado a permanecer casi pegado contra la pared: "a pesar de mis esfuerzos, sólo pude constatar que las inscripciones son todas cuneiformes; grabadas en siete columnas de 99 líneas". Ya se sabía algo más, pero el misterio continuaba.
Pocos años más tarde, un antiguo oficial y entonces representante diplomático inglés en Bagdad, H. C. Rawlinson, consiguió realizar una copia total de las inscripciones gracias a su extraordinaria agilidad y a la ayuda de un muchacho kurdo. Y siguiendo el camino iniciado por G. F. Grotefend, en 1846 daría a la luz un libro con el desciframiento del texto más sencillo de los tres existentes, escrito en alfabeto silábico cuneiforme y lengua persa antigua. Este sería luego la clave para el desciframiento del babilónico y el elamita. Aunque de momento, el esfuerzo de H. C. Rawlinson daba un fruto maravilloso: la misteriosa inscripción de Bísutúm hablaba en la lengua de los antiguos persas, la del mítico Ciro y los rivales de Grecia, y lo hacía así: "Yo soy Darío, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de Persia, Rey de los países, hijo de Vistaspa, nieto de Arsama, un Aqueménida...". Las columnas de Persépolis, las ruinas de Pasargada y Ecbatana, de Susa, de tantos otros lugares tenían ya voz, la voz de un aqueménida.
Aunque todavía no sepamos con absoluta certeza cómo y cuando se produjo la indo-iranización del Irán, sabemos al menos que en torno al 900 a. C., las fuentes asirias sugieren una dominancia etno-lingüística distinta a la hasta entonces conocida en la región.
La primera mención a los medos se remonta al reinado de Sulmanu-asared III. Pero pronto, como indica M. Liverani, recogemos indicios de muchas otras naciones dispersas por el Irán: persas en la región de Ansan -sobre todo, tras la liquidación del reino elamita por Assur-báni-apli-, arios, drangianos y aracosios en el Irán central, hircanios y partos al este del Caspio y otros.
Pastores de bovinos, cabras y sobre todo caballos, poco a poco se fueron asentando y diversificando su producción de recursos. Entre todos los grupos, dos parecen haber tenido especiales condiciones: los medos y los persas.
El reino medo debió irse formando al este de Mannai, entre los Zagros y el desierto. Su historia, popularizada por Heródoto, debe revisarse a conciencia, pues las imprecisiones y errores por él transmitidos son abundantes en el capítulo medo, mientras que los documentos asirios se ajustan con mayor fidelidad. Por ellos sabemos que en el 715, Sargón II (721-705) capturó y deportó a Hamat a un tal Dahyuka, jefe de los medos, que en opinión de R. N. Frye debía intrigar en apoyo de Urartu. Pero como en época de Assur-aha-iddin (680-669), hacia el 670, varios reyezuelos medos de los Zagros centrales juraron fidelidad al rey de Asiria, resulta evidente que todavía no estaban unidos.
Al líder de la revuelta contra los asirios, Kastariti, se atribuyó la alianza de medos, manneos, cimerios y persas. Pero el verdadero fundador del efímero imperio medo sería Ciaxares, que aprovechándose de la guerra civil asiria a la muerte de Assur-báni-apli, expulsó a los escitas, amplió sus Estados por el este y, cuando los asirios combatían contra Nabú-apla-usur, con una brillante maniobra -en palabras de M. Dyakonov-, cayó sobre Assur y la destruyó. El rey babilonio corrió a participar del triunfo y, entre las ruinas de la milenaria capital asiria, se pactó la alianza entre medos y babilonios. Pocos años antes de morir, el rey medo consiguió frenar las veleidades de los persas que, desde la lejana región de Ansan, pretendían alianzas con Babilonia.
La historia de la Media independiente se acercaba a su fin. El nuevo rey, Astyages, desde su capital de Ecbatana parece haber dominado un imperio que cubría la mitad de Anatolia, todos los Zagros, el Elburz y, probablemente, incluso la Bactriana. Cierto que, pese a su extensión, no estaba muy habitado y no tenía la cohesión de un verdadero imperio, aunque también es cierto que por sus características y el componente mayoritario de su población, próximo cultural y lingüísticamente, facilitaría los pasos primeros de un hombre nuevo, Ciro. Porque en el año 559 llegó la hora de los persas.
Dice R. N. Frye que en la figura de Ciro II el Grande se integra una gran parte de los mitos indoeuropeos. Y, verdaderamente, Ciro parece haber sido un príncipe personal y políticamente fuera de lo común. Pocas figuras de la humanidad han conseguido tan sólida y positiva estima en las leyendas y en la historia. Y no puede ser casual la alta valoración que merecería a hombres como Heródoto o Jenofonte. Persia estaba regida por la dinastía aqueménida, sometida y emparentada con la meda. Aunque no lo sabemos con seguridad, puede que hacia el 559 Ciro llegara al trono. Pero lo que sí sabemos con certeza, gracias a la crónica de Nabú-na´id -muy útil para los primeros hechos de Ciro-, es que en el 550 derrotó y capturó a Astyages. A partir de entonces, medos y persas formarían un todo indivisible y rector de lo que sería el mayor imperio conocido hasta entonces. Luego, en un orden que todavía se discute, ocuparía el resto de Anatolia -incluida la Jonia- y probablemente aseguró las regiones remotas del Irán; Bactriana, Sogdiana e incluso las cercanías del Valle del Indo. Y en el 539, sin casi lucha ni resistencia -como dice la crónica de Nabú-na'id-, entró en Babilonia. Su muerte en combate contra los masagetas terminó de acuñar la imagen de príncipe ideal, noble, valeroso, tranquilo y pacificador. Y así quedó para la historia.
De su hijo Cambises, conquistador de Egipto en el 525 a. C., no facilitarían los egipcios tan buena imagen a Heródoto. Pero como piensa R. N. Frye, la denigración egipcia de Cambises podría deberse a las medidas que introdujo sobre reducción de las rentas y tierras de los templos. En cualquier caso, su reinado acabó pronto. Alarmado por la usurpación dirigida por el impostor, el mago Gaumata, se puso en marcha hacia el Irán. Pero a mitad de camino murió.
Los hechos posteriores son conocidos ya no sólo por Heródoto, sino también por la famosa inscripción de Bisitúm. Ella nos cuenta que Darío y otros nobles persas que le apoyaban vencieron al usurpador y sus cómplices, restaurando en el trono a los aqueménidas. En 519 a. C., restablecida la situación, atacó a los escitas en el lejano sur de Rusia; aseguró después Egipto y ocupó la India. La última expedición, a Grecia, fracasó sin embargo en el 490 a. C.
Los sucesores de Darío -que además organizó el imperio persa en todos los terrenos-, aunque grandiosos, fueron una cadena de monarcas sin verdadero relieve. Y algunos, como Jerjes (486-465), nos son bien conocidos por sus inútiles luchas con Grecia. Sin embargo, desde entonces se inicia esa larga relación paralela y pacífica entre griegos y persas, que tanto facilitaría después los planes de Alejandro. Porque a corto plazo, el rey de Persia se convertiría en refugio de perseguidos y buen mecenazgo de artesanos y artistas.
El inmenso imperio no era tan fuerte como parecía. Artajerjes II (405-359) tuvo que enfrentarse a su hermano Ciro quien, pese a su valía personal, fracasó y murió. Falto de fuerza real -Agesilao, un rey espartano, le puso en serios apuros-, Artajerjes supo, sin embargo, comprar voluntades con el oro. Mas cuando todo parecía ir bien, los sátrapas se rebelaron proporcionando nuevos quebraderos de cabeza que ocuparon sus últimos días. Los últimos monarcas, Artajerjes III (358-338) y Darío III (335-331) parecen reaccionar. Pero la impresión era falsa. El primero consiguió aplastar a los últimos rebeldes. El segundo apenas tuvo tiempo de reinar. En el año 334 Alejandro de Macedonia entraba en Asia.