Época: Irán
Inicio: Año 550 A. C.
Fin: Año 334 D.C.

Antecedente:
Medos y persas en el Irán

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

Con absoluta seguridad, en la corte y los talleres del Gran Rey se reunieron escultores de todas las partes del imperio, sobre todo quizás jonios y sardos, pero también puede que egipcios -como cuenta el citado documento de Susa-, y, por qué no, persas. Podría pensarse pues en un arte multinacional; y E. Porada y H. Frankfort entre otros, han intentado percibir qué es lo que debe y a quién la escultura aqueménida. Mas, pese a todas las identificaciones y los influjos notados, ambos vienen a concluir que el espíritu global y lo esencial del mismo es único: el genio aqueménida.
La manifiesta afición al decorativismo de los iranios, patente en épocas más remotas, resurge con fuerza en la plástica de medos y persas. Esa propensión natural tendría su parte en la tendencia a decorar los relieves, los muros y entradas de los recintos reales, aunque no debemos olvidar el papel que debieron jugar también los palacios de asirios, babilonios o urartios. Dice H. Frankfort que la escultura aqueménida quedó subordinada a la arquitectura, de la que forma parte, directa o indirectamente, la mayoría de la obra conservada, y que carecemos de noticias sobre estatuas exentas. Pero puede que tal escasez sea sólo casual, si recordamos los no tan limitados ejemplos de escultura en pequeño tamaño -ya sea en piedra, bronce u otras materias-, las grandes esculturas de Darío halladas no hace mucho en Susa y, en fin, el contenido de la carta de Arsáma a la que ya nos hemos referido. Los relieves aqueménidas parecen haberse iniciado en la época de Ciro. Entonces -como se percibe en los genios alados- el tratamiento era simple y plano. Pero eso cambió. Como describe E. Porada, la cumbre de la escultura aqueménida son los relieves de Persépolis. Allí, la presencia de maestros jonios que trabajaban en el estilo de finales del siglo VI debió imponer ya la norma que conservaría para siempre el arte aqueménida. H. Frankfort precisa incluso, que la evolución posterior de la escultura griega durante el siglo V no influiría para nada en el arte persa, pero las semillas quedaron en buena tierra.

Recuerda el mismo H. Frankfort que el arte de los escultores mesopotámicos había sido fundamentalmente lineal, plano, con detalles más incisos que modelados. Por el contrario, los maestros de los talleres reales aqueménidas fijaron un estilo en el que el altorrelieve y el modelado suave, en busca de formas redondeadas, era dominante. Se intentaba lograr una verdadera representación plástica de hombres y animales. Para ello se prodigaba una talla cuidadosa, sin obviar los detalles, pero sin que estos se impusieran al conjunto. Acabada la talla, el relieve se pulimentaba cuidadosamente y, finalmente, -como piensa E. Porada- se pintaba, una labor en la que los medos y egipcios eran especialistas.

En cuanto a la rigidez, la sensación de actitud helada de la que habla R. Ghirshman, ésta sería continuación de la tradición elamita, pero también podría deberse a un especial concepto de lo majestuoso. Y no eran narrativos, como los asirios, porque la intención querida se limitaba a la decoración de lugares destinados a una función especial. La escultura aqueménida de bulto redondo es escasa, pero en las piezas conocidas notamos rasgos presentes en el relieve: contornos suaves, carentes de vivencia, formas redondeadas, cuidadoso pulimento. Uno de los más recientes hallazgos tuvo lugar en Susa en 1972, en la llamada puerta de Darío. Flanqueando la fachada que miraba al interior, Jerjes I mandó poner una estatua colosal de Darío I, traída de Egipto. Rota en la antigüedad, el personaje ha perdido casi la mitad de su cuerpo, pero lo conservado -1,95 m de altura- permite distinguir los ropajes y los detalles de vestimenta persa interpretados al gusto egipcio. Cierto que el pilar dorsal, la actitud, ciertos motivos y los cánones son egipcios -como sugieren J. Perrot y A. Ladiray-, pero qué duda cabe que en su conjunto debía expresar lo que los aqueménidas querían que expresara a sus súbditos del país del Nilo.

Merecerían destacarse aquí los toros, leones cornudos y grifos de los capiteles de Persépolis, tallados en una sola pieza cada pareja, de poderosas musculaturas; los enormes toros androcéfalos de la Puerta de los Países en el mismo lugar, que con sus 5,50 m de altura se cuentan entre los mayores del arte antiguo, y que poseen una curiosa mezcla de rasgos persas y asirios en el modelado propiamente aqueménida: la famosa cabeza de un príncipe en pasta azul o el busto de un oferente en lapislázuli. Sus virtudes son las mismas que las concedidas a los relieves y, sobre todo en las de tamaño menor, se percibe el camino al naturalismo e incluso al retrato.

No obstante, el relieve es el arte mayor de la escultura aqueménida. Y Persépolis el compendio de sus excelencias. Las dos escalinatas de la apadana aparecían decoradas con distintos temas. En el panel central, ocho guardias junto a una inscripción real. A ambos lados, un león derriba un toro. En la parte interior, guardias persas y enfrente, sobre el muro mismo de la plataforma, gentes de la corte, escoltas y gentes del imperio. En el llamado Tripilón, que se adornaba con guardias medos y persas en la escalera, se esculpió en las jambas de la puerta de entrada a un lado Darío en marcha, seguido por dos servidores; en el otro, Darío sentado y Jerjes de pie, tras él. Pero los relieves no se limitaban a estos edificios. Los vemos en los palacios de Darío y Jerjes, en la sala de las 100 columnas -en cuyas puertas, el rey como héroe hunde la espada en el cuerpo de leones alados- y en otros edificios no identificados.

En conjunto, la calidad es tan alta, la riqueza descriptiva en cuanto a tipos, rasgos y trajes tan detallada, que se puede afirmar sin temor a exageraciones, que en los relieves de Persépolis tenemos reunido un gran capítulo de la historia, la realeza y el imperio aqueménidas.

Los talleres y los arquitectos reales decidieron utilizar en la apadana y el palacio de Susa una decoración diferente, ésta sí carente de tradición entre los persas, de paneles de ladrillos modelados y vidriados. Sus maestros fueron babilonios -como recuerda el documento de Susa tantas veces citado-, aunque expresaron programas puramente aqueménidas. Dice P. Amiet que nunca sabremos con certeza dónde y cómo se organizaba tal ornamentación, con excepción del friso de un león hallado en el primer patio del palacio. Pero es lógico pensar que los demás patios, y en especial el tercero, también lo estuvieran. Las escalinatas se decoraron con frisos que representaban servidores llevando objetos, mientras que en la apadana y acaso en el patio principal frente a las habitaciones del rey se encontraban los famosos frisos de los arqueros. Estos constituyen sin duda una de las más célebres obras del arte aqueménida, porque si la técnica es propiamente mesopotámica, la actitud de los guerreros, su canon, la riqueza de los vestidos -como escribe P. R. S. Moorey- tienen mucho en común con los relieves esculpidos de Persépolis. Puede que como pensaban los esposos Dieulafoy, tengamos en ellos representados a los inmortales, la guardia legendaria del Gran Rey, que en palabras de R. Ghirshman, fue instrumento esencial de Darío en la lucha contra Gaumata y en la conquista del trono.