Época: Era dictaduras
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1945

Antecedente:
El régimen fascista

(C) Emma Sanchez Montañés



Comentario

El fascismo suprimió las libertades sindicales y prohibió las huelgas y los sindicatos de clase como contrarios a la unidad y a los intereses nacionales. A raíz de la aprobación de la Ley de Relaciones Laborales de 3 de abril de 1926, obra de Rocco, de la creación del Ministerio de las Corporaciones (2 de julio de 1926) a cuyo frente estuvo Giovanni Bottai, el ideólogo del corporativismo, y de la publicación de la Carta del Trabajo, debida también a Bottai y Rocco, el fascismo fue configurándose como un "Estado corporativo" en virtud del cual los intereses privados, organizados en confederaciones patronales y obreras, quedaban integrados unitariamente bajo la dirección del Estado al servicio de los intereses de la colectividad. Corporativismo y acción social del Estado eran, así, las alternativas del fascismo al capitalismo liberal y al socialismo obrero. En la práctica, ello supuso, en primer lugar, un alto grado de dirigismo estatal en materia laboral. El Consejo Nacional de las Corporaciones, organismo consultivo creado también en 1926 bajo control del ministro del ramo, coordinaba las actividades de los distintos sectores económicos y regulaba las relaciones laborales, elaborando directamente los convenios colectivos o arbitrando, mediante decretos obligatorios, los conflictos.
La acción social del Estado se concretó ante todo en la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso), creada el 1 de mayo de 1925 bajo la tutela del Ministerio de Economía y luego (1927), de la secretaría del Partido Nacional Fascista. El Dopolavoro consistió básicamente en la organización de actividades recreativas para los trabajadores: casas de recreo, viajes, vacaciones, piscinas, instalaciones deportivas, centros de cultura, salas de cine. Fue un éxito innegable. Ofreció a millones de obreros, campesinos y empleados modestos -en torno a los 4,600.000 inscritos en 1940- una amplia variedad de posibilidades de recreo y esparcimiento, tal vez sin equivalente en la Europa de su tiempo. Con razón pudo decir Achille Starace (1889-1945), el secretario del Partido de 1931 a 1939 y principal artífice del culto al Duce, de la ritualización totalitaria del fascismo, del desarrollo del deporte, de la organización Balilla y del propio Dopolavoro, que éste explicaba la adhesión pasiva al régimen de una parte considerable de la población italiana.

Con todo, fue en el ámbito económico donde el dirigismo estatal fascista se hizo más evidente. Desde 1925-26, se dio por finalizada la etapa liberal y la economía italiana quedó sujeta a un creciente control del Estado en razón de las concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. En 1925, el régimen lanzó, con el respaldo de toda su formidable maquinaria propagandística, su primera batalla, "la batalla del trigo", con el doble objetivo en palabras oficiales de "liberalizar a Italia de la esclavitud del pan extranjero" (las importaciones de trigo en 1924 se habían elevado a 2,3 millones de toneladas) y de aumentar para ello sensiblemente la producción nacional mediante la extensión de la superficie cultivada y la modernización de las técnicas de cultivo (fertilizantes, tractores, simientes, silos, etcétera). El gobierno impuso, así, una fortísima elevación arancelaria para los trigos extranjeros y favoreció por distintos métodos el cultivo nacional, por ejemplo, subsidiando los precios de la nueva tecnología agraria. El resultado fue notable. Las importaciones cayeron drásticamente y la producción de trigo italiano aumentó de la media de 5,39 millones de toneladas anuales de los años 1921-25 a una media de 7,27 millones de toneladas anuales para los años 1931-35. El éxito tuvo graves contrapartidas, pues se hizo a costa del abandono de pastos -que arrastró a la ganadería vacuna y a la industria láctea- y de cultivos de exportación esenciales a la economía italiana como el viñedo, los cítricos y el olivo. Pero ello quedó oculto por la propaganda oficial.

En 1927, vino la "batalla de la lira" y en 1928, "la batalla de la bonificación". Por la primera, Italia, en parte por razones de prestigio ante la caída de su moneda, en parte por combatir la inflación, revaluó la lira hasta la llamada "cuota noventa" (paridad 1 libra: 90 liras, frente al valor anterior de 1 libra: 150 liras) y procedió paralelamente a elevar los tipos de interés, a reducir la circulación monetaria y los costes salariales (los salarios fueron reducidos en un 20 por 100 en 1927), medida ésta compensada por la reducción de la jornada laboral y por la concesión de distintas formas de beneficios sociales para las clases modestas como subsidios a familias numerosas, vacaciones pagadas, paga extraordinaria de Navidad y mejoras en los seguros de enfermedad y accidentes (además del Dopolavoro).

La "batalla de la lira" produjo una gran estabilidad de precios y hasta una disminución del coste de la vida, estimada en un 16 por 100 entre 1927 y 1932. Lógicamente, perjudicó al comercio exterior, pero con todo, el Producto Interior Bruto creció notablemente, y determinados sectores -construcción, electricidad, química, metalurgia- registraron altas tasas de crecimiento. La Italia fascista tuvo, además, suerte. Las medidas de 1927 harían que el país aguantara bien la gran crisis internacional de 1929 o que, al menos, le afectara de forma menos dramática que a otros países. Sufrieron ciertamente algunos sectores, como el agrícola y el manufacturero. El empleo industrial, por ejemplo, disminuyó en un 7,8 por 100 anual entre 1929 y 1932 (si bien se recuperó notablemente desde ese año). Pero otros sectores, como la construcción, la industria eléctrica, los transportes y el comercio, continuaron prosperando. La balanza de pagos italiana se cerró con superávit en 1931 y 1932.

La "batalla de la bonificación", o desecación de grandes zonas pantanosas de la Toscana y de la región del Pontino, cercana a Roma, para su conversión en tierra arable y su colonización -mediante la creación de poblados, construcción de carreteras y pantanos, y repoblación forestal-, fue en cambio un fracaso pese a lo que dijera la propaganda oficial y aunque tuviera beneficiosas consecuencias sanitarias. Los resultados quedaron muy por debajo de los objetivos oficiales: no se alcanzó ni siquiera el 10 por 100 de lo previsto. Se desecaron sólo unas 250.000 hectáreas (y no las casi 5 millones planeadas) y apenas si se asentaron unos 10.000 campesinos.

El diseño económico fascista se completó con grandes inversiones públicas en obras de infraestructura y con la creación de un gran sector público tras la constitución en 1933 del IRI (Instituto para la Reconstrucción Italiana), que hizo del Estado en muy pocos años el principal inversor industrial. Las inversiones se concentraron en la construcción de pantanos -elemento sustancial para la electrificación del país y para la renovación de la agricultura- y en el trazado de autovías. Milán y Turín, Florencia y el mar, Roma y la costa, quedaron unidos por grandes autopistas, únicas en Europa. El fascismo electrificó la red ferroviaria prácticamente en su totalidad. La producción italiana de energía eléctrica, dominada por la empresa Edison, pasó de 4,54 millones de kilovatios-hora en 1924 a 15,5 millones en 1939 (cinco veces más, por ejemplo, que la de España). La producción de acero, a favor de las grandes obras del Estado y del proteccionismo arancelario, subió de 1 millón de toneladas en 1923 a 2,2 millones en 1939.

El régimen fascista hizo del IRI la pieza fundamental del Estado corporativo y lo presentó como uno de los grandes logros de la dictadura. Lo que el IRI hizo fue nacionalizar, mediante la compra de acciones, muchas de las grandes empresas industriales y proceder luego, merced a la intervención del Estado, a modernizarlas y hacerlas eficaces y competitivas. En 1939, el IRI controlaba tres de las grandes siderurgias del país -entre ellas, los altos hornos de Terni-, algunos de los mejores astilleros (como los Arnaldo), la telefónica, la distribución de la gasolina -para lo que se creó la AGIP, Agencia Italiana de Petróleos, con grandes refinerías en Bari y Livorno-, las principales empresas de electricidad, las más importantes líneas marítimas -cuya flota se renovó con barcos de gran lujo como el Rex- y las incipientes líneas aéreas.

El Estado controlaba así los centros neurálgicos de la economía nacional. Italia parecía a punto de conseguir un altísimo grado de independencia económica, uno de los viejos sueños del nacionalismo italiano que el fascismo veía, además, como condición esencial para la realización de la política internacional imperial y de prestigio que ambicionaba para su país (y a lo que se encaminaba la política de construcción de armamentos y material de guerra impulsada por el gobierno). Cuando en 1935 la Sociedad de Naciones ordenó el "bloqueo internacional" contra Italia como castigo por la invasión de Abisinia (2 de octubre), el país parecía disponer de los recursos económicos para resistir. Es más, Italia respondió elevando las cuotas a la importación, impulsó una política de substitución de importaciones -que favoreció sobre todo a las grandes empresas tanto privadas como del IRI- y reforzó los controles estatales sobre la economía nacional (precios, salarios, circulación monetaria): la autarquía, hasta entonces aspiración ideológica del fascismo, pasó a ser una realidad.

Las realizaciones económicas y sociales del fascismo no fueron, por tanto, en absoluto desdeñables. Ciertamente, ello se hizo a costa de un gigantesco gasto público y de enormes déficits. El proteccionismo favoreció los monopolios de las grandes empresas tradicionales (Fiat, Pirelli, etcétera) y la supervivencia de empresas pequeñas, poco competitivas y de producción de ínfima calidad: la II Guerra Mundial pondría de relieve la impreparación, pese a todo, de la industria italiana. El fascismo poco o nada hizo respecto al gran problema económico italiano, el problema del Mezzogiorno, el atraso secular del Sur. La política del trigo benefició principalmente a los grandes latifundistas; las desecaciones y nuevas colonizaciones, como se ha indicado, fracasaron. La "ruralización de Italia" que el fascismo prometió en 1925 fue otro eslogan vacío más. La población rural siguió sin otra alternativa a la pobreza que la emigración: unas 500.000 personas emigraron durante los años 1922-1940 hacia Milán, Turín, Génova y Roma (que dobló su población entre 1921 y 1941); otras 650.000 lo hicieron a Francia, y millón y medio a Estados Unidos, Argentina, Brasil, África, Australia y otros países.

Pero así y todo, se habían hecho grandes obras de infraestructura. La Italia urbana se había electrificado. El país tenía a su disposición un gran sector público, por lo general eficiente. El PIB registró un crecimiento sostenido anual de un 1,2 por 100 entre 1922 y 1939 -crecimiento muy superior al de la población- y la producción industrial había crecido en el mismo tiempo al 3,9 por 100 anual. Todo ello, más la política asistencial del fascismo, la estabilidad de los precios, la seguridad pública impuesta por la policía- que incluso logró grandes éxitos contra la Mafia siciliana-, explicaría el alto grado de consenso nacional que la dictadura y Mussolini habían conseguido.