Comentario
Benito Mussolini, cuyo gobierno fue ratificado por el Parlamento, tardó aún en crear un régimen verdaderamente fascista. Ello se debió, primero, a que el fascismo carecía de ideas y programas claros, coherentes y bien estructurados; y segundo, a que su llegada al poder había exigido evidentes compromisos políticos. La "primera etapa" de gobierno fascista, de octubre de 1922 a enero de 1925, fue así una "etapa de transición", en la que la vida pública (Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad constitucional. Mussolini siguió en ese tiempo una política económica liberal o por lo menos, no intervencionista y definida por la voluntad de favorecer el libre juego de la iniciativa privada, lo que en la práctica significó privatizaciones (teléfonos, seguros), incentivos fiscales a la inversión (los impuestos sobre los beneficios de guerra fueron reducidos), drásticas reducciones de los gastos del Estado (por ejemplo, los militares) y estímulos a las exportaciones. Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda interna, la economía italiana creció notablemente entre 1922 y 1925, sobre todo, el sector industrial cuyo crecimiento medio anual fue del 11,1 por 100 -frente al 3,5 por 100 de la agricultura-, si bien al precio de una inflación anual del 7,4 por 100 y de una pérdida del valor de la lira en las cotizaciones internacionales.
En cuestiones internacionales, Mussolini se mostró igualmente ambiguo y contradictorio. Desde luego, no ahorró gestos que indicaban su oposición al tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones, expresión de que la Italia fascista aspiraba a la revisión del orden internacional de 1919. Así, en septiembre de 1923, Italia bombardeó y ocupó militarmente la isla griega de Corfú, tras el asesinato poco antes de varios militares italianos que formaban parte de la delegación internacional que debía fijar la frontera greco-albanesa. En enero de 1924, firmó con la nueva Yugoslavia, al margen de la Sociedad de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a cambio de concesiones importantes sobre los territorios del entorno de la ciudad. Igualmente, Mussolini firmó acuerdos comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció enseguida- que contravenían cláusulas de la paz de Versalles. Pero hubo también manifestaciones tranquilizadoras que parecían indicar que esa misma Italia fascista, pese a la retórica imperial y expansionista de sus dirigentes, podría jugar un papel internacional estabilizador. En diciembre de 1925, por ejemplo, firmó el tratado de Locarno, que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras de Alemania, Francia y Bélgica, de acuerdo precisamente con el texto de Versalles. En 1928 se adhirió al pacto Kellog-Briand, suscrito por 62 naciones, en virtud del cual se declaraba ilegal la guerra y en 1929, como veremos, Mussolini firmaba con el Vaticano los acuerdos de Letrán.
Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas. En diciembre de 1922, creó el Gran Consejo Fascista, de 22 miembros, como órgano consultivo paralelo al Parlamento. En enero de 1923, procedió a legalizar la Milicia fascista -creada en el congreso del partido de 1921-, verdadero ejército del partido (uniformado y jerarquizado), colocándola bajo el control del citado Gran Consejo y encargándole la defensa del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército paralelo (y en efecto, unidades de la Milicia, que tendría oficiales propios y que llegaría a los 800.000 hombres en 1939 combatirían en Etiopía, en España y en la II Guerra Mundial). En febrero de 1923, procedió a la fusión del partido fascista con los nacionalistas de Corradini y sus sucesores Rocco y Federzoni. Más aún, en abril de 1923, Mussolini hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 por 100 de los votos recibiría el 66 por 100 de los diputados.
Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones, el control del Parlamento y el partido único. En las elecciones de abril de 1924, en las que los fascistas recurrieron de nuevo a formas extremas de violencia intimidatoria, Mussolini y sus aliados (nacionalistas, liberales de la derecha y otros) lograron 374 escaños (de ellos, 275 fascistas) de una cámara de 535 diputados. La oposición, integrada por liberales independientes (Giolitti, Amendola), populares, socialistas-reformistas (expulsados del PSI en 1922 y liderados por Giacomo Matteotti), socialistas y comunistas, obtuvo 160 escaños. En términos de votos, la victoria fascista no había sido tan amplia: algo más de cuatro millones de votos frente a los tres millones de la oposición. Pero la nueva ley electoral había dado al fascismo el control del Parlamento.
El giro definitivo hacia la dictadura y la creación de un sistema totalitario vino inmediatamente después. La ocasión fue propiciada por la gravísima crisis política que siguió al secuestro el 30 de mayo de 1924 y posterior asesinato por una banda fascista -con conocimiento previo de la secretaría del partido- del líder de la oposición, Matteotti. El "delito Matteotti" pudo haber servido para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa, fueron extraordinarios. El crédito internacional del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La oposición se retiró del Parlamento, como forma de presionar al Rey. Destacados miembros del propio partido fascista creyeron que se había ido demasiado lejos. Altos jefes del ejército, dirigentes de la banca y la industria -que seguían viendo a Mussolini como un aventurero peligroso-, políticos de la vieja oligarquía dinástica que hasta entonces habían visto con complacencia al fascismo, pensaron, y algunos así lo hicieron saber, que Mussolini no debía seguir. Se habló hasta de un posible golpe de Estado contra él. El gobierno quedó paralizado y sin iniciativa durante algunos meses. Hubo algunas dimisiones y ceses resonantes. El secretario del PNF, Martinelli, fue detenido. Pero nada se hizo. La oposición, dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El Rey sostuvo en todo momento a Mussolini (que, además, no tuvo problemas para que las nuevas cámaras, elegidas a su medida, le reiteraran la confianza). Los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa. En agosto, las marchas fascistas volvieron a las calles. Cuando el 12 de septiembre fue asesinado un diputado del partido, las escuadras sembraron de nuevo el terror. Mussolini reaccionó: el 3 de enero de 1925, se presentó ante el Parlamento y en un desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militantes del fascismo, asumió toda la responsabilidad "moral e histórica" de lo acaecido. El fascismo había recobrado el pulso.
Desde 1925, Mussolini y sus colaboradores procedieron a la creación de un régimen verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. Las tesis sobre el "Estado ético", encarnación ideal y jurídica de la nación, del filósofo Giovanni Gentile (1875-1944), ministro de Educación en el primer gobierno Mussolini y uno de los hombres más influyentes en la formulación de toda la cultura fascista, proporcionaron las bases ideológicas para la legitimación del ensayo totalitario. "Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado": el mismo Mussolini resumiría así la significación de la nueva y definitiva etapa de su régimen. El Estado encarnaba la colectividad nacional. Su soberanía y su unidad frente a partidos, Parlamento, sindicatos e instituciones privadas resultaban imprescriptibles.
El régimen fascista italiano se concretó, como ha quedado dicho, primero, en una dictadura fundada en la concentración del poder en el líder máximo del partido y de la Nación, en la eliminación violenta y represiva de la oposición y en la supresión de todas las libertades políticas fundamentales; segundo, en una amplia obra de encuadramiento e indoctrinación de la sociedad a través de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la integración de ésta en organismos estatales creados a aquel efecto; tercero, en una política económica y social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política social protectora y asistencial y en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios (corporaciones) controlados por el Estado; cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva, encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el Mediterráneo y Africa.
En efecto, Mussolini había anunciado la dictadura en su discurso de 3 de enero de 1925 y de forma inmediata, además, había procedido a la retirada de periódicos, a la suspensión de los partidos políticos y al arresto de numerosos miembros de la oposición. Luego, el 24 de diciembre de ese año -días después de que un ex-diputado socialista intentara atentar contra su vida-, asumió poderes dictatoriales en virtud de una ley especial: partidos y sindicatos quedaron legalmente prohibidos; la prensa, incluidos los grandes periódicos como La Stampa e Il Corriere della Sera, quedó bajo control directo del Estado.
Mussolini gobernó en adelante por decreto ley. El 25 de noviembre de 1926 se aprobaron la Ley de Defensa del Estado y las llamadas "leyes fascistísimas", obra todo ello del ministro de justicia Alfredo Rocco (1875-1935), un destacado jurista procedente del partido nacionalista que fue, de hecho, el creador del entramado jurídico del Estado totalitario. Aquel amplio paquete legislativo incluyó, entre otras medidas, la creación de un Tribunal de Delitos Políticos y de una policía política, la Obra Voluntaria de Represión Anti-fascista (la OVRA, organizada por Arturo Bocchini), el restablecimiento de la pena de muerte, la disolución definitiva de los partidos y el cierre de numerosos periódicos. Unos 300.000 italianos se exiliarían (entre ellos Nitti, Sturzo, Salvemini, Turati); otros 10.000 fueron confinados en islas apartadas (Lípari, Ustica, etcétera) o en pueblos remotos e insalubres. El dirigente comunista Gramsci, detenido en 1926, murió sin recobrar la libertad en 1937. 26 personas -cifra insignificante comparada con las atrocidades represivas de otras dictaduras- fueron ejecutadas (pero dirigentes de la oposición en el exilio, como los hermanos Carlo y Nello Roselli fueron asesinados; y otros, como Piero Gobetti y Giovanni Amendola murieron como resultado de palizas y agresiones infligidas impunemente por escuadristas fascistas).
En 1926, el régimen suspendió todos los Ayuntamientos electos y los sustituyó por otros designados desde arriba, a cuyo frente se nombró, con las funciones de los antiguos alcaldes, a una "podestà". Prefectos (gobernadores civiles) y sobre todo jefes locales del Partido Nacional Fascista integraron así la administración local y provincial. En 1928, una ley transformó de raíz el sistema electoral. Las elecciones consistirían en adelante en un plebiscito sobre una lista única elaborada por el Gran Consejo Fascista, convertido así en órgano supremo del Estado. En las elecciones de 1929, los votos sí fueron 8.506.576 frente a 136.198 votos negativos; en las de 1934, los primeros alcanzaron la cifra de 10.045.477 y los segundos, 15.201. Las elecciones eran, pues, una farsa. El Parlamento era simplemente una cámara oficialista sin más funciones que la aclamación de las disposiciones legales del gobierno. En buena lógica, en 1939 fue sustituido por una Cámara de los Fascios y de las Corporaciones.
El culto al "Duce" (del latín dux: guía), título oficial adoptado por Mussolini al llegar al poder --primer ministro de Italia y Duce del fascismo- fue parte esencial del Estado fascista. Saludarle y vitorearle eran obligados siempre que aparecía en público. Los baños de multitud, que Mussolini cultivó con asiduidad desde el balcón del Palacio Venecia, su residencia en el centro de Roma, eran continuamente interrumpidos por gritos de "Du-ce", "Du-ce". Una propaganda desaforada, a la que se prestaba bien el histrionismo y la teatralidad del personaje, lo presentaba como un superhombre de excepcional virilidad -se diría que recibía una mujer cada día- e incomparable capacidad de trabajo: una luz del Palacio permanecía encendida por la noche para indicar que el Duce no dormía, cuando lo hacía bien y largamente. Las fotografías oficiales lo presentaban como jinete, tenista, violinista, piloto de avión o campeón de esgrima consumado, como un atleta musculoso y fuerte capaz de pasar revista a sus tropas a la carrera. Se decía que conocía la obra de Dante de memoria, que lo leía y lo sabía todo: "el Duce tiene siempre razón" sería uno de los más repetidos eslóganes del régimen. Se tejió, en suma, una leyenda grotescamente adulatoria que poco tenía que ver con la mediocridad real de Mussolini, pero que resultó operativa y eficaz y que contribuyó a reforzar aquella especie de mística heroica y nacionalista que el fascismo había elaborado.
El culto al Duce tuvo una proyección social extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de indoctrinación y encuadramiento sociales emprendida por el fascismo. Para la integración de los jóvenes, atención prioritaria del régimen, se creó el 3 de abril de 1926 dependiendo del Ministerio de Educación y del Partido la Opera Nazionale Balilla (ONB), en la que en 1937 estaban integrados unos 5 millones de niños y adolescentes de ambos sexos (de los 4 a los 18 años), divididos según edades en Hijos de la Loba, Balillas, Vanguardistas, Pequeñas Italianas y Jóvenes Italianas, cada una de ellas a su vez estructurada en unidades de tipo pseudo-militar (escuadras, centurias, cohortes, legiones) y todas vinculadas mediante juramento de lealtad personal al Duce. Todas las demás organizaciones juveniles -como los "boy-scouts", por ejemplo- fueron prohibidas, si bien las católicas acabaron por ser toleradas. Aunque la ONB, reorganizada en 1937 en la juventud Italiana del Lictorio, tenía por objeto la educación física y moral de la juventud y centró sus actividades en el deporte, las excursiones, los campamentos de verano y la cultura, la intencionalidad política era evidente. Su lema era "crecer, obedecer y combatir": la juventud encarnaba las nuevas "levas fascistas" y la ambición de la ONB era perpetuar la continuidad de la revolución de 1922.
A través de la Subsecretaría de Prensa y Propaganda (convertida en Ministerio de Cultura Popular en 1937), el fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de indoctrinación ideológica. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. En línea con la incorporación de toda clase de símbolos y referentes del Imperio romano a los rituales y nombres oficiales (Duce, Fascios, Líctores, la Loba, Legiones, etcétera), la Roma imperial fue objeto de atención preferente: la Roma medieval fue, así, destruida a fin de abrir la Vía de los Foros Imperiales entre el Coliseo y el Foro de Trajano. El arte oficial volvió hacia los modelos renacentistas y romanos. Mario Sironi (1885-1961) creó una pintura fascista desde una visión estética a la vez ascética, viril, vigorosa y heroica, que aplicó sobre todo a la pintura mural a la que, por su carácter social, creía particularmente idónea para los objetivos del régimen. La escultura, ejemplificada por las 60 estatuas de mármol de atletas desnudos hechas por distintos artistas para el Estadio de los Mármoles (1927-1932) del arquitecto Enrico Del Debbio en el Foro Mussolini (Itálico) de Roma, por encargo de la ONB, retornó sin disimulo a la estatuaria clásica. La arquitectura se debatió entre el clasicismo y el modernismo y por ello pudo, en los mejores casos, incorporar elementos de las vanguardias racionalistas (como en la estación de Florencia, obra de Pier Luigi Nervi, y en el Palacio del Trabajo, de Guerrini, La Padula y Romano en el recinto de la EUR- Exposición Universal de Roma- diseñado entre 1937 y 1942 por el arquitecto Marcello Piacentini). Desde 1934 se organizaron los Lictoriales de la cultura y el arte, especie de congresos sobre cuestiones políticas, literarias y artísticas que pretendían actualizar el espíritu de los juegos greco-romanos y que eran meros fastos propagandísticos (aunque eso no excluyese la participación de escritores y artistas, sobre todo jóvenes, de indudable valía y calidad).
La italianización se reveló, por ejemplo, en la imposición en el deporte de términos italianos como "calcio", "rigore", "volata" y muchísimos otros acuñados expresamente para evitar anglicismos como fútbol, penalti o sprint, y afectó sobre todo a la política educativa en las regiones con minorías étnicas significativas (228.000 alemanes en Bolzano, casi medio millón de eslovenos y croatas en Venezia Julia). En 1927, el régimen que ya controlaba la prensa, nacionalizó la radio e hizo de ella un formidable vehículo de propaganda oficial. En 1925, se había creado por iniciativa de Gentile un Instituto de Cultura Fascista- para llevar, como dijo el filósofo, el fascismo a la cultura- y un año después, una Real Academia Italiana, con la misión de promover los estudios de la cultura nacional y de velar por la pureza de la lengua y se impulsó con el mismo objeto la labor del Instituto Dante Alighieri.
El deporte, que era ya espectáculo inmensamente popular, sobre todo el fútbol y el ciclismo, sirvió igualmente como catalizador del nacionalismo italiano y como factor propagandístico de las concepciones raciales y viriles que alentaban en el fascismo. El culto al deporte se convirtió en política oficial: la Educación Física quedó bajo control directo de la secretaría del Partido. El régimen cuidó sobremanera su participación en los Juegos Olímpicos. Italia, hasta entonces país marginal en esas competiciones, quedó en séptimo lugar en las Olimpiadas de 1924, en segundo lugar en las de 1932 y logró más de veinte medallas en las de 1936. "Sus héroes del aire", los aviadores -y entre ellos, el "cuadrumviro Balbo"- lograron por entonces un total de 33 récords mundiales. Un boxeador, Primo Carnera, logró en 1933 el campeonato mundial de la máxima categoría. La selección nacional de fútbol ganó el campeonato mundial en 1934 y 1938 y el olímpico en 1936. Todos esos éxitos tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran la demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven, fuerte- estaba naciendo bajo el liderazgo del Partido y su Duce.
Por si fuera poco, el régimen fascista resolvió en 1929 el más delicado y difícil de los pleitos diplomáticos y políticos de la reciente historia italiana, el problema del Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Los "pactos de Letrán", firmados el 11 de febrero de ese año por Mussolini y el cardenal Gasparri, supusieron la reconciliación formal entre el Reino de Italia y la Santa Sede, simbolizada en la construcción de la vía de la Conciliación entre el Castillo Sant'Angelo y la Plaza de San Pedro. Italia reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del Vaticano, diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo); la Santa Sede, a su vez, reconocía al Reino de Italia y renunciaba a Roma. Se firmó, además, un Concordato: el gobierno italiano reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa (750 millones deliras en efectivo, más otros 1.000 millones en títulos del Estado) por las posesiones confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia educativa. Los "pactos de Letrán" no significaron ni la catolización del fascismo -que continuó apelando a la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica- ni la fascistización de la Iglesia. En 1931, el Papa Pío XI criticó el totalitarismo, aunque sin aludir al fascismo, en su encíclica Non abbiamo bisogno. La existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas (Acción Católica, Federación Universitaria de Católicos Italianos y otros) produjeron algún roce ocasional entre ambos poderes. Pero los pactos fueron un gran golpe de efecto que Mussolini -el ateo, que ni se casó por la Iglesia ni bautizó a sus hijos hasta 1923, ahora "el hombre de la Providencia"- capitalizó con innegable habilidad. La opinión católica italiana y las mismas órdenes religiosas, incluso jerarquías prestigiosas, dieron al fascismo el apoyo que jamás dieron a la Italia liberal.
El fascismo pudo celebrar en 1932 sus primeros diez años en el poder, los "decenales", con un fasto estrepitoso. Churchill diría poco después que Mussolini era el "más grande legislador vivo". Personalidades de gran relieve -Freud, Bernard Shaw, Ezra Pound- expresaron igualmente su admiración por el Duce. El régimen fascista estaba plenamente consolidado. La llegada de Hitler al poder en 1933 reforzó además su papel internacional. Temerosa del revanchismo alemán, Francia buscó rápidamente una aproximación a Italia y, junto con Gran Bretaña, intentó al menos impedir que se produjese -como en buena lógica se temió- un estrechamiento de relaciones entre la Alemania nazi y la Italia fascista. Mussolini, que recelaba de las ambiciones de Alemania sobre Austria y que no se entendió con Hitler cuando se reunieron por primera vez, en Venecia, en junio de 1934, se pensó a sí mismo como el gran árbitro de la política europea, como el "fundador" de una nueva Europa, como declaró en 1932 a su biógrafo Emil Ludwig. Posiblemente, su gran idea era el Pacto de los Cuatro (Italia, Francia, Gran Bretaña, Alemania) que propuso en julio de 1933, como garantía de la solidaridad y de la paz internacionales. Pero la actitud alemana lo hizo imposible. Italia concentró un gran ejército en la frontera de Austria cuando en julio de 1934 tuvo lugar en aquel país el intento de golpe de Estado pro-nazi que terminó con la vida del canciller Dollfuss. En cualquier caso, Italia quiso asegurarse la amistad francesa con los acuerdos bilaterales de 7 de enero de 1935 -por los que Francia venía a dejar vía libre a Italia en Etiopía- y aún, la de Gran Bretaña, en la reunión celebrada en Stresa, en el Lago Mayor, en abril de 1935, entre representantes de Italia (Mussolini), Francia (Flandin, Laval) y Gran Bretaña (MacDonald, Simon), donde pareció perfilarse un frente común entre los tres países contra la actuación exterior alemana.
Laval, ministro de Exteriores francés, dijo que en Stresa Mussolini había aportado "un concurso indispensable al mantenimiento de la paz". Pocos meses después, con la invasión de Abisinia, ese mismo Mussolini iba a asestar el mayor golpe que en la Europa de la posguerra se había dado a la paz. A la vista de ese hecho, pudo sospecharse que, al firmar los acuerdos con Francia y al adherirse al "frente de Stresa", Mussolini sólo había pretendido ganar tiempo y asegurarse la neutralidad de Francia y Gran Bretaña de cara a la que era su gran ambición: la creación de un nuevo Imperio romano que incluiría Libia, Somalia, Eritrea y Albania -donde Italia ejercía el protectorado desde 1927-, algunas islas del Dodecaneso, tal vez una Croacia y una Eslovenia independientes, Abisinia, donde Italia ejercía considerable influencia y donde Mussolini aspiraba a vengar la derrota de Adua de 1896, y, si posible, algún territorio en Oriente Medio (preferentemente Siria), sin descartar una posible conquista de Egipto y Sudán. Sin duda había mucho de verdad en aquellas sospechas. Mussolini contempló la ocupación de Abisinia (Etiopía) desde 1932. Un choque entre tropas etíopes e italianas en el oasis de Walwal, ocurrido el 5 de diciembre de 1934, le dio el pretexto. Un formidable ejército italiano de unos 300.000 hombres, con aviones, carros de combate y gas letal, invadió Abisinia, sin declarar la guerra, el 3 de octubre de 1935.
A corto plazo, la guerra fue un extraordinario éxito para Mussolini y suscitó además una genuina explosión de patriotismo en el pueblo italiano. A medio y largo plazo, fue un error gravísimo (además de resultar, como otras aventuras imperialistas, antieconómica. Resultó costosísima y las colonias no ofrecían nada a la economía italiana: en 1939 las posesiones africanas, Etiopía incluida, no representaban ni el 2 por 100 del comercio exterior del país). Abisinia supuso el aislamiento internacional de Italia, decretado por la Sociedad de Naciones, y eso, a su vez, tendría otras dos consecuencias decisivas: la intervención en la guerra civil española -para integrar a la España de Franco en la esfera de influencia italiana- y la aproximación de Italia al único valedor que tuvo en aquellos momentos, a la Alemania de Hitler.
El 25 de octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron la creación del "Eje Berlín-Roma". Italia quedó desde ese momento dentro de la órbita de Alemania. Pronto se vería, además, que la suya era una posición de subordinación y dependencia. El resultado último de todo ello fue la entrada de Italia en la II Guerra Mundial. Esa decisión fue la tumba del fascismo. Tras tres años de derrotas ininterrumpidas, Mussolini fue cesado por el Gran Consejo Fascista en julio de 1943 y arrestado. Liberado por un comando alemán y puesto por los alemanes al frente de una República fascista del norte de Italia, Mussolini, que en 1932 había dicho a Ludwig que terminaría por ser el hombre más grande del siglo, acabó sus días a finales de abril de 1945, tras ser ejecutado por partisanos italianos, colgado por los pies, junto a su última amante y a otros quince jerarcas fascistas, del techo de un garaje en una plaza de Milán.