Comentario
Mucho antes de su abrupto final en 1945, el fascismo italiano suscitó considerable interés en toda Europa. Tanto el golpe de Estado de septiembre de 1923 del general español Primo de Rivera, que no era fascista, como la intentona de Hitler en Munich en noviembre de 1923, tuvieron como referente último el caso italiano de 1922.
El fascismo adquirió pronto un auge desigual pero evidente. El partido nazi alemán, el NSDAP, se creó en 1920 a partir de un grupúsculo anterior, el Partido Alemán de los Trabajadores de Anton Drexler, y que en noviembre de 1923 tenía ya 55.287 afiliados. Para entonces disponía de diario propio, el Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), fuerzas paramilitares uniformadas, las SA (Sturm Abteilung, Secciones de choque), dirigidas por Ernst Röhm, un emblema espectacular -la bandera roja con un círculo blanco en su centro y sobre éste, una "svástica" negra-, y un programa de 25 puntos elaborado por su líder Adolf Hitler (1889-1945). En 1932, con 230 diputados, 13.745.781 votos (cerca del 40 por 100) y un millón de afiliados, el NSDAP era ya el primer partido de Alemania.
Los ejemplos italiano y alemán repercutirían decisiva pero contradictoriamente en Austria. Un primer fascismo, inspirado y financiado por el italiano, surgió, bajo la dirección del príncipe Ernst Starhemberg, de las "guardias nacionales", la Heimwehr o Defensa del país, las milicias nacionales creadas en 1919-20 como cuerpos fronterizos tras la disolución del Ejército (movimiento que en 1930 contaba con unos 200.000 afiliados). Pero, en 1926, nazis austríacos crearon el Partido Nacional-Socialista, dirigido por Walter Riehl, un partido proalemán y partidario del Anschluss, la unión de Alemania y Austria, claramente adverso, por tanto, a las tesis del nacionalismo austríaco de la Heimwehr y Starhemberg.
En Hungría habían surgido también desde 1919-20 numerosos grupos, ligas y movimientos de naturaleza y significación fascista o filofascista, ultraderechistas y nacionalistas. Pero la dictadura de Horthy (1920-1944) o impidió su desarrollo o terminó por absorberlos: Gyula Gömbos, un oficial del Ejército vinculado a uno de los grupos fascistas creados en 1919, sería nombrado primer ministro en 1932. Hubo una excepción: el Partido de la voluntad Nacional (o Movimiento Hungarista o La Cruz y la Flecha dado que el emblema del partido era una cruz flechada), creado en 1935 por fusión de varios de aquellos grupúsculos y dirigido por otro oficial, Ferenc Szalasi, cristalizaría en un verdadero movimiento de masas, con amplio apoyo campesino y obrero. En las elecciones de 1939, por ejemplo, La Cruz y la Flecha obtuvo cerca de 750.000 votos -de un electorado de dos millones y medio- y 31 escaños (en una cámara de 259 diputados). Sólo otro movimiento fascista adquirió fuerza comparable en la Europa central y del este: la Guardia de Hierro rumana (o Legión del Arcángel San Miguel, según su nombre original), creada en 1927 por Corneliu Z. Codreanu (1899-1938), un estudiante nacionalista, visionario y fanático -al estilo de Hitler-, movido, además, por una especie de misión de salvación cristiana de Rumanía. Movimiento violento que a partir de 1932 recurrió a la acción terrorista, la Guardia de Hierro obtuvo, en las elecciones de 1937, 66 de los 390 escaños del Parlamento, lo que hizo de ella la tercera fuerza del país. La instauración en 1938 de la dictadura del rey Carol detuvo, sin embargo, su ascensión: catorce dirigentes del partido, entre ellos Codreanu, fueron violentamente eliminados.
En los demás países de esa región europea, los movimientos fascistas no tuvieron tanta importancia. En Checoslovaquia hubo dos minúsculos partidos seudofascistas cuya fuerza electoral fue prácticamente nula. Incluso, el régimen que Hitler impuso en la Eslovaquia independiente que creó tras invadir y dividir el país en marzo de 1939 fue un régimen -dirigido por el Partido Popular Eslovaco de Andrej Hlinka y Monseñor Tiso- de significación cristiana y tradicionalista más que fascista o nazi (aunque fuera fanáticamente antisemita). En Yugoslavia, en 1929 se creó, con financiación italiana, la Ustacha ("Insurgencia") croata, que fue más una organización terrorista clandestina que un movimiento de masas, y que sólo llegó al poder impuesta por el Ejército alemán, que, tras invadir Yugoslavia, creó en 1941 una Croacia independiente. En Bulgaria y Grecia, en Polonia y en los nuevos Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) los movimientos declaradamente fascistas fueron aún menos significativos.
La evolución del fascismo en las democracias de la Europa occidental y del Norte fue igualmente contradictoria y ambigua. En Francia, donde Acción Francesa había creado desde 1899 el núcleo principal de las ideas del nacionalismo reaccionario del siglo XX, proliferaron desde los años 20 las ligas, movimientos y grupos fascistizantes, pero casi ninguno adquirió fuerza política de relieve, entre otras razones porque la mística antifascista creada a partir de 1933 por la izquierda y sobre todo por escritores e intelectuales ganó en Francia la batalla de las ideas. La misma Acción Francesa derivó con el tiempo hacia el tradicionalismo monárquico, y en los años treinta, era una asociación abiertamente elitista, prestigiosa en medios intelectuales y universitarios católicos y aristocráticos, y hostil a la idea misma de la movilización de masas.
En 1925, Georges Valois, que procedía de Acción Francesa, creó el primer movimiento francés de inspiración fascista, Faisceau, una traducción literal de la palabra italiana fascio, un fascismo sindicalista y de izquierda que llegó a disponer de unos 150 grupos locales pero que, falto de apoyos, se disolvió en 1928. En 1927, se creó, bajo la presidencia del teniente coronel De La Rocque, la asociación de ex-combatientes Croix de feu (Cruz de fuego), liga de carácter ultranacionalista, con secciones femeninas y juveniles, que, fusionada con otros movimientos similares, llegó a tener unos 100.000 afiliados en 1934. Se dotó de un ritual fascistizante (grandes mítines de masas, desfiles, maniobras motorizadas) y pudo haber constituido el fundamento de un fascismo francés: pero la ideología cristiana y tradicionalista -familia, patria, trabajo- de La Rocque y de muchos de sus seguidores, sus contactos con la derecha liberal republicana (y no, con los enemigos de la República francesa) y la moderación política en momentos cruciales de La Rocque, hicieron de las Croix-de-feu un movimiento más próximo a la derecha católica conservadora que al fascismo (al extremo que, en un gesto de pacificación ante la creciente polarización de la vida francesa, el movimiento se autodisolvió en junio de 1936. La Rocque creó de inmediato el Partido Social Francés, que aceptó las instituciones republicanas y que, hasta su desaparición en 1940, se alineó con la derecha conservadora francesa). Un antiguo colaborador de Valois, Marcel Bucard, quiso revivir el fascismo puro y en 1933 creó, con dinero italiano y al estilo italiano -uniforme de camisas azules y boinas vascas-, el francismo: tampoco jugó papel significativo alguno.
Sólo lo jugó el Partido Popular Francés, creado en julio de 1936 por Jacques Doriot (1898-1945), un obrero metalúrgico, militante socialista primero y luego, desde 1920, destacadísimo dirigente comunista -en 1931 sería elegido alcalde de Saint-Denis, el distrito rojo por excelencia de la región parisina-, expulsado en 1934 del Partido Comunista por su apoyo a la idea de un frente común de la izquierda (entonces todavía idea execrable para la dirección del PC). Pero incluso el éxito del PPF -300.000 afiliados en 1938, de ellos un 55-65 por 100 obreros- fue efímero: su actitud abiertamente proalemana le desacreditó en un país donde el sentimiento antialemán tras la guerra franco-prusiana y la I Guerra Mundial era casi consustancial con la identidad nacional (de ahí, la paradójica contradicción en que incurrieron el nacionalismo francés del siglo XX y muchos de los grupos y organismos citados: terminar integrados en el régimen formado en Vichy en 1940 por el mariscal Pétain tras la invasión alemana, como colaboracionistas de las fuerzas de ocupación y de los gobiernos títere impuestos por Hitler).
El caso de Bélgica fue parecido: proliferación en los años veinte de ligas y movimientos de ex-combatientes de carácter ultranacionalista, aparición relativamente tardía (diciembre de 1935) del único movimiento fascista políticamente relevante, el movimiento Christus Rex o rexista, de Léon Degrelle -11 por 100 de los votos y 21 escaños en 1936-, un fascismo monárquico de inspiración católica y populista, colaboracionismo posterior con la ocupación alemana. En Gran Bretaña, la Unión Británica de Fascistas creada en 1932 por el carismático e inteligente Oswald Mosley, un aristócrata militante durante años del partido laborista y ministro con este partido en 1929, no logró romper la estabilidad tradicional del sistema de partidos ni hacer del nacionalismo un factor de movilización política porque, como quedó dicho, parlamentarismo y liberalismo constituían desde el siglo XIX parte esencial e irrenunciable de la cultura política inglesa, y porque el tipo de ritual e ideas que Mosley quiso introducir -uniformes, marchas militares, antisemitismo- eran ajenos a los hábitos de comportamiento y a la sensibilidad del pueblo británico.
En Holanda, parte de la gran comunidad germánica en los esquemas nazis, y en los países escandinavos, la influencia alemana, notable en muchos aspectos de la vida social y cultural, no fue suficiente para que los partidos de ideología nazi que se crearon -y se crearon varios- lograran apoyos significativos. Las excepciones fueron el Movimiento Nacional-Socialista holandés, creado en diciembre de 1931 por Anton Mussert -copia exacta del partido nazi alemán, con tropas de asalto, camisas negras, organización sindical y juvenil-, que llegó a tener unos 52.000 afiliados (en 1935) y a alcanzar el 8 por 100 de los votos -unos 300.000- en las elecciones provinciales de 1935; y el movimiento finlandés Lapua (luego, Movimiento Patriótico Popular) que en 1936 obtuvo el 8,3 por 100 del voto popular. No fueron, por tanto, excepciones formidables. En Suecia y Dinamarca, los partidos fascistas o nazis no llegaron siquiera a alcanzar la barrera del 2 por 100 de los votos. Tampoco en Noruega, contra lo que pudiera creerse visto el apoyo que los pro-nazis noruegos de Vidkun Quisling dieron a la invasión alemana de 1940 (Quisling, además, presidió entre 1942 y 1945 el gobierno impuesto por los alemanes): el partido de Quisling, la Unión Nacional Noruega, obtuvo en 1936 26.576 votos, menos también del 2 por 100 y a gran distancia de laboristas (618.616 votos), conservadores (310.324), liberales (232.784) y agrarios (168.038). Además, el rexismo belga, el nacional-socialismo holandés y el Movimiento Patriótico finlandés perdieron votos en las elecciones que con posterioridad a las citadas en el texto se celebraron en sus respectivos países antes de la II Guerra Mundial. El fascismo no prosperó en los países, como los mencionados, donde los valores democráticos, parlamentarios y constitucionales impregnaban ya profundamente la vida política.
El fascismo distaba, pues, de ser un fenómeno genérico y homogéneo. Las diferencias, por ejemplo, entre el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano eran, como se verá más adelante, considerables. En Austria, profascistas y pro-nazis estaban profunda y violentamente enfrentados: la Heimwehr aplastaría en julio de 1934 el intento insurreccional de los nazis austríacos. El rexismo belga era exaltadamente católico y la Guardia de Hierro rumana era de inspiración cristiana: la mayoría de los fascismos eran, sin embargo, aconfesionales, ateos o anticlericales. La Ustacha croata y la Guardia rumana recurrieron al terrorismo. Fascistas italianos y nazis alemanes hicieron de la violencia callejera una forma de acción política y de intimidación de la población: La Cruz y la Flecha húngara renunció explícitamente al uso de la violencia.
La mayoría de los fascismos fueron movimientos interclasistas, con apoyo preferente en las pequeñas burguesías urbanas y rurales, y militancia mayoritariamente joven. Pero el PPF francés fue un partido obrero, la Guardia de Hierro rumana la integraron sobre todo, estudiantes y campesinos, el rexismo belga sólo estudiantes, y La Cruz y la Flecha húngara fue un movimiento de desempleados, estudiantes y campesinos sin tierras. Mussolini y Hitler eran de origen modesto y oscuro. La elite nazi la integraban, como la del fascismo italiano, seudo-intelectuales, tipos desclasados e inadaptados. Starhemberg y Mosley, por el contrario, eran aristócratas; Doriot, obrero de fábrica; Szalasi, militar; Codreanu, estudiante; Mussert, ingeniero; Ante Pavelic, el líder de la Ustacha croata, abogado; Degrelle, periodista; Quisling, ex-oficial de artillería.
En suma, los distintos fascismos europeos fueron fenómenos singulares y particulares definidos por su propia especificidad. Pero tenían estilos, ideas, programas y hasta mentalidades comunes, si bien combinados en grados muy distintos: ultra-nacionalismo, elementos militaristas e imperialistas, antiliberalismo, anti-comunismo, sindicalismo nacional, agrarismo, populismo, culto al líder y a la fuerza, autoritarismo, mística del heroísmo, de la acción y de la violencia y un estilo militar y disciplinadamente ritualizado.