Época: Era dictaduras
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1945

Antecedente:
Las dictaduras europeas

(C) Emma Sanchez Montañés



Comentario

Sólo la dictadura alemana establecida a raíz de la llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933 fue una dictadura radicalmente totalitaria. Algunas de las dictaduras europeas (Hungría, Rumanía, Bulgaria) -y el régimen fascista italiano- se integraron en el nuevo orden que Hitler intentó crear a partir de 1939. Otras (Austria, Grecia, Polonia) sucumbieron ante él; una, Portugal, quedó al margen.
Con todo, las diferencias entre el nacional-socialismo alemán y el mismo fascismo italiano -arquetipo, como es lógico, del fascismo- eran considerables. Hitler tenía algún punto en común con Mussolini al que, al menos hasta los años de la II Guerra Mundial, admiró sinceramente. Ambos eran de origen modesto y oscuro. De Mussolini ya se dijo algo anteriormente. Hitler, austríaco de nacimiento, hijo de un funcionario de aduanas y de una criada, mal estudiante (quiso, sin éxito, estudiar Bellas Artes), vivió hasta 1914, en Viena y Munich, una vida anodina y mediocre, con graves dificultades. Mussolini y Hitler lucharon como voluntarios en la I Guerra Mundial. Hitler se incorporó al ejército bávaro (no al austríaco) y ganó dos Cruces de Hierro al valor. Pero sus personalidades no eran idénticas. Hitler era ante todo un desequilibrado, un iluminado de psicología seudodelirante y oratoria ciertamente electrizante, y también hombre de aguda inteligencia política y gran capacidad para la maniobra y la intriga.

Sobre todo, la mezcla atropellada de nacionalismo fanático, fantasías racistas pangermánicas, antisemitismo patológico, voluntad de dominio mundial y simplificaciones geopolíticas que definían al nacional-socialismo y que Hitler resumió en su libro Mein Kampf (Mi lucha), que escribió en la cárcel y publicó con gran éxito en 1925, era por completo ajena al mundo intelectual en que se movía el fascismo italiano. Mussolini sólo aprobó leyes antisemitas en 1938, cuando Italia era un Estado satélite de Alemania. Hasta esa fecha, la comunidad judía italiana convivió cómodamente bajo el fascismo. Una intelectual veneciana de esa ascendencia, biógrafa y amante del Duce, Margherita Sarfatti, fue una de las inspiradoras del movimiento artístico y cultural Novecento, que, basado en la idea de un retorno al espíritu y estética del Renacimiento, llegó a hacer en algún momento -en la década de 1920- las veces de cultura oficial del fascismo.

Y a la inversa, el corporativismo, casi definidor del proyecto italiano, no existió en el nacional-socialismo. La importancia del Partido fue mucho mayor en la Alemania nazi que en la Italia fascista. Ésta fue desde luego menos totalitaria y violenta que la dictadura alemana. Mussolini interfirió poco en la burocracia, la justicia y el Ejército. La represión italiana fue comparativamente menor. Pese a su encuadramiento en la organización Balilla, las juventudes italianas siguieron siendo educadas más en la pedagogía tradicional católica que en el fascismo. La sociedad italiana veía incluso con distanciada ironía los rituales y fastos del fascismo: la figura de Starace, el servil y vanidoso secretario del Partido, fue literalmente destruida por los numerosos, divertidos y crueles chistes que a su costa circularon.

Todo ello fue imposible (e impensable) en la Alemania nazi. El tipo especial de liderazgo de Hitler, el carácter paramilitar del Partido, el antisemitismo, el uso formidable de la propaganda -que hizo del principio político del Führer la clave del Estado-, la violencia represiva, los componentes míticos y raciales que impregnaban su nacionalismo, hicieron de la dictadura alemana y del nacional-socialismo algo distinto de otros fascismos europeos. Su base social era, sin embargo, parecida a la del fascismo italiano: elementos de todas las clases sociales, pero con presencia mayoritaria de sectores de las pequeñas burguesías urbanas y rurales y muy fuerte representación de jóvenes.

El nacional-socialismo surgió en un país con una fuerte tradición nacionalista y en un país derrotado, lo que hizo que los nazis pudieran exacerbar los sentimientos nacionalistas de la población. La democracia alemana, la República de Weimar, fue una democracia débil, condicionada, como quedó dicho, por su origen -aceptación del humillante tratado de Versalles- y por una gran inestabilidad gubernamental. Que en 1925, Hindenburg, el "héroe de la guerra", resultara elegido presidente de la República con fuerte apoyo popular (14,6 millones de votos, un millón más que el candidato socialista, Wilhelm Marx) fue ya bien significativo.

La prosperidad económica de los años 1924-28 hizo creer que, pese a todo, la República podría estabilizarse. Precisamente esos fueron los años en los que el partido nazi, el NSDAP, aun sobreviviendo al fracaso del "putsch de la cervecería" de 1923 y al encarcelamiento de Hitler, vio que su influencia y actividad disminuían considerablemente. Pero cuando la crisis de 1929 rompió el equilibrio económico y político del país, el ascenso de los nazis fue imparable.

En efecto, las consecuencias inmediatas de aquella crisis -que en Alemania se notaron ya en el último trimestre de 1929- fueron la ruptura de la coalición gubernamental entre socialistas y populares que había sido el principal soporte de la República, la formación de una liga patriótica entre la derecha nacionalista de Alfred Hugenberg y los nazis contra el Plan Young (el nuevo esquema para pagar la deuda alemana trazado por el financiero norteamericano Owen D. Young) y una polarización acusada. Los resultados de las elecciones de 1930 vieron ya un espectacular aumento del voto de nazis y comunistas. Los nazis ganaron unos 6 millones de votos respecto a las elecciones anteriores (1928) y pasaron de 13 a 107 diputados, y de un 2,6 por 100 a un 18,3 por 100 del voto; los comunistas, el KPD, pasaron de 54 a 77 escaños. El trasvase de votos de los partidos de centro y de la derecha moderada a los nazis fue evidente.

Desde 1929-30 se agudizaron todas las tensiones de la sociedad alemana. El desempleo aumentó hasta llegar a la cifra de 6 millones en 1932. Reapareció la inseguridad económica: por temor a quiebras en cadena, los bancos estuvieron cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La radicalización de las actitudes políticas se acentuó. La política del gobierno del canciller Brüning -un gobierno de coalición de centro-derecha, sin mayoría en el Reichstag, formado a fines de marzo de 1930- fue una política deflacionista correcta (recortes del gasto público, mayores impuestos, aplazamiento del pago de la deuda, control de precios y salarios), pero resultó muy impopular. Los nazis capitalizaron en su favor el clima de incertidumbre y malestar social creado por la crisis. En las elecciones presidenciales del 10 de abril de 1932, en las que Hindenburg fue reelegido, Hitler obtuvo 13 millones de votos (Hindenburg, 19 millones; Ernst Thaelmann, candidato comunista, algo más de 3 millones). En las elecciones generales de 31 de julio de 1932, los nazis, con 230 diputados y 13.745.781 votos, el 37,3 por 100 del voto popular, fueron ya el primer partido del país; lo siguieron siendo tras las nuevas elecciones del 6 de noviembre de ese año pese al retroceso de un 4 por 100 de votos que sufrieron.

Hitler representaba, evidentemente, un hecho nuevo, y a su manera revolucionario, en la política alemana. Llegó al poder ante todo por el apoyo popular que él y su partido supieron conquistar. Pero lo hizo también con ayuda de la derecha tradicional. La alianza con Hugenberg de 1929 le dio la respetabilidad política de que hasta entonces carecía. Las intrigas y maniobras del viejo Presidente Hindenburg (85 años en 1932) y de su camarilla jugaron a su favor. Hindenburg cesó a Brüning en mayo de 1932 y encargó el gobierno a Franz von Papen (1879-1969), un diplomático vinculado a altos círculos de la aristocracia, con fuertes apoyos en los medios financieros y militares, que se propuso controlar a los nazis y devolver así la confianza a los grandes grupos económicos e inversores. Hindenburg, luego, en diciembre de 1932, no apoyó en cambio suficientemente a Kurt von Schleicher, otro aristócrata y militar distinguido, que formó gobierno (tras cesar Von Papen, derrotado en el Parlamento) con la idea de lograr una nueva alianza con los católicos y los socialistas para detener el avance de nazis y comunistas. Finalmente, Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933 a instancias de von Papen -vicecanciller en ese gobierno-, creyendo que no sería difícil controlar y manejar al líder nazi. Hitler, además, recibió apoyos financieros de algunos industriales como Fritz Thyssen, magnate siderúrgico, Emil Kirchdorf y Friedrich Flick, grandes propietarios de minas de carbón, de los banqueros Von Stauss y Von Schröder y de algún otro (si bien el número de grandes capitalistas nazis fue escasísimo, las grandes entidades e instituciones patronales y financieras no apoyaron a Hitler, e industriales, financieros y hombres de negocios influyeron poco o nada en las decisiones que tomó una vez en el gobierno).

Pero otras circunstancias favorecieron igualmente el ascenso de Hitler al poder. La salida de los socialistas del gobierno en 1930 fue un error: no volvió a haber gobiernos parlamentarios. Socialistas y sindicatos hicieron fracasar la oportunidad que pudo haber sido el gobierno Schleicher. El radicalismo ideológico de los comunistas fue aún más grave. El KPD consideraba a los socialistas, denunciados obsesivamente como "social fascistas", como su principal adversario, no a los nazis. Entendían que la llegada de éstos al poder supondría la última carta del capitalismo, un "fenómeno pasajero", preludio evidente de la revolución obrera. En las elecciones de noviembre de 1932, las últimas antes de la llegada de Hitler al poder, los socialistas lograron 7.248.000 votos y los comunistas, 5.980.200: juntos sumaban más votos que los nazis. Los comunistas hicieron imposible la unión de la izquierda.

Quienes creyeron que podían manejar a Hitler se equivocaron. Aunque el gobierno que formó el 30 de enero de 1933 sólo incluía otros dos nazis (Goering y Frick), Hitler procedió con extraordinarias determinación y celeridad a la conquista del poder y a la destrucción fulminante de toda oposición (en contraste con Mussolini que, como se recordará, tardó tres años en instalar un régimen verdaderamente fascista). Hitler forzó a Hindenburg a autorizarle la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones, que se celebraron (5 de marzo de 1933) en un clima de intimidación y violencia extremadas, desencadenadas por las fuerzas paramilitares nazis, las SA, y con las garantías suspendidas como consecuencia del incendio del edificio del Reichstag (27 de febrero), que Hitler denunció como una conspiración comunista (el KPD fue, por ello, ilegalizado).

Tras ganar las elecciones con el 44 por 100 de los votos, Hitler logró que las cámaras aprobaran con la sola oposición de los socialistas una Ley de Plenos Poderes que le convertía virtualmente en dictador de Alemania. El 7 de abril, nombró delegados del gobierno (Statthalter) en los distintos estados y a principios de 1934, disolvió los parlamentos regionales y el Reichsrat, la segunda cámara, cámara de representación regional. El 10 de mayo de 1933, prohibió el partido socialista, el SPD; centenares de dirigentes socialistas y comunistas fueron enviados a campos de concentración.

La noche del 29 al 30 de junio, Hitler, usando las SS de Himmler, procedió a la ejecución sumaria de los dirigentes del ala radical del partido (Ernst Roehm, Gregor Strasser) y de personalidades independientes, como el exjefe del gobierno Schleicher (y su esposa) y el líder católico Klausener, por supuesto complot contra el Estado: 77 personas fueron asesinadas en aquella noche de los cuchillos largos, como se la llamó, y varios centenares más en los días siguientes. El 14 de julio, tras obligar a los restantes partidos a disolverse, Hitler declaró al partido nazi, al NSDAP, partido único del Estado. El 19 de agosto de 1934, asumió la Presidencia-(aunque usó siempre el título de Führer), tras la muerte de Hindenburg y luego de un plebiscito clamoroso en que logró un 88 por 100 de votos afirmativos. La dictadura alemana había quedado en menos de un año firmemente establecida.

Una vez en el poder, los nazis hicieron un uso excepcionalmente intensivo de los mecanismos totalitarios de control social (policía, propaganda, educación, producción cultural). Más que formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un verdadero régimen de terror policial. El primer campo de concentración para prisioneros políticos se abrió el 20 de marzo de 1933, antes de transcurridos dos meses de la llegada de Hitler al poder. En 1929, Hitler había nombrado a Heinrich Himmler (1900-1945), un hombre minucioso y ordenado, jefe de su guardia personal, de las SS (Schutzstaffel o escalón protector) que hacían, además, las veces de servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (Geheime Staatspolizei), la policía secreta, que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, Policía de Seguridad, Policía Criminal, Policía Política) bajo el mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policíaco. El poder de las SS y de la Gestapo -unos 238.000 hombres en 1938-, que controlaban también los campos de concentración y los servicios de espionaje, fue inmenso, un Estado dentro del Estado. El número de presos políticos era en 1939 de 37.000.

Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de manipulación de las masas, de movilización social y de indoctrinación colectiva. Antes incluso de llegar al poder, Hitler y Goebbels (1897-1945), un intelectual mediocre y novelista fracasado, militante primero de la izquierda nazi pero unido a Hitler desde 1926, habían usado con extraordinario éxito los mítines de masas, los desfiles ritualizados y las coreografías colosalistas. Una vez en el poder, Goebbels, nombrado ministro de Ilustración y Propaganda en marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de manifestación cultural, hizo de la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación del poder absoluto de Hitler y su régimen.

Las bibliotecas fueron depuradas de libros "subversivos". El arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un "arte degenerado"; en su lugar, el arte nacional-socialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el heroísmo y el trabajo. Conocidos escritores y artistas no nazis (Thomas y Heinrich Mann, Lang, Gropius, Brecht, Dix, Grosz, Beckmann y muchos otros) y centenares de intelectuales, científicos, profesores, artistas y músicos judíos tuvieron que exiliarse. Goebbels cuidó especialmente la radio, el cine y los grandes espectáculos. La producción de documentales y de films de ficción que por lo general glorificaban el pasado alemán y el régimen hitleriano (explícitamente antisemitas y xenofóbicos) aumentó considerablemente y su proyección se hizo obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios, en explanadas al aire libre, con uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos luminosos), alcanzaron una perfección efectista sin precedentes. En concreto, la fiesta anual del Partido, organizada en el Luitpoldhain de Nurenberg, preparado debidamente por el arquitecto Albert Speer, era un espectáculo grandioso al que asistían unos 100.000 espectadores y en el que se alineaban ante Hitler, con disciplina y marcialidad extremas, miles de hombres de las SA y de las SS entre mares de svásticas y de estandartes nacionales, en una formidable liturgia nacional que sancionaba la arrebatada vinculación orgánica del Führer con su partido y su pueblo. En el mismo espíritu, Goebbels hizo de los juegos Olímpicos de 1936, celebrados en Berlín, una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler.

Los cuerpos de profesores de los distintos niveles de enseñanza fueron inmediatamente depurados. La educación quedó en manos de profesorado nazi. En 1936, se hizo obligatoria la afiliación de los jóvenes a las Juventudes Hitlerianas. El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al poder arbitrario de la policía. Mussolini, en Italia, respetó a la Iglesia católica y firmó con ella los pactos de Letrán. Los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las Iglesias protestantes al control del Estado y del Partido. Quienes se negaron, como los pastores y teólogos de la Iglesia Confesional -como Dietrich Bonhoeffer o Martin Niemóller- fueron duramente represaliados. El Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede el 20 de julio de 1933 les hizo ser más tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis al catolicismo -una religión no nacional- era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacional-socialismo como doctrina fundamentalmente anticristiana en su encíclica Mit brennender Sorge (Con pena ardiente) de 1937.

Hitler controló igualmente el Ejército. Tras su elección como Presidente (19 de agosto de 1934), exigió a los militares un juramento de lealtad a su persona. El 4 de febrero de 1938 destituyó al ministro de la Guerra, mariscal Von Blomberg, y al jefe del Ejército, general Beck, y asumió el mando de las fuerzas armadas. Desde 1933, el 1 de mayo quedó proclamado como fiesta del "trabajo nacional". Los sindicatos de clase fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el Frente de los Trabajadores Alemanes: las huelgas y la negociación colectiva fueron prohibidos.

El 1 de abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de 1935, el Partido proclamó las leyes de Nurenberg, leyes racistas que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aun las relaciones sexuales con los alemanes: 600.000 personas quedaron de inmediato privadas de la nacionalidad. En la noche del 7 al 8 de noviembre de 1938, "la noche del cristal", sinagogas, comercios y propiedades judías fueron asaltadas e incendiadas en toda Alemania: 91 personas fueron, además, asesinadas. De momento se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos. Luego, en 1941, comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos seis millones de judíos, en el Holocausto, como "solución final" al problema.