Comentario
El auge de las dictaduras y del totalitarismo probaban que la esencia misma de la civilización europea -la idea de libertad- estaba en crisis. Además, por primera vez en siglos, el orden mundial había sido trazado en gran medida por un dirigente no europeo, por el presidente norteamericano Wilson, principal artífice, como vimos, de la paz de París, de los tratados de Versalles. Pero había más. En 1898, un país europeo, España, había sido derrotado en una guerra por un país americano, Estados Unidos. Poco después, el imponente Imperio británico era mantenido en jaque durante casi tres años (1892-1902) en África del Sur por una informal guerrilla de granjeros de origen holandés pero africanos desde varias generaciones. Y en 1905, otro imperio europeo, Rusia, había sido vencido en otra guerra -ésta, de grandes proporciones- por un país asiático, Japón, lo que, además, electrizó a numerosos países no occidentales y pareció desencadenar una amplia rebelión antioccidental en toda Asia.
Lo que sucedía era evidente. Europa, que había logrado el pleno dominio mundial en los últimos treinta años del siglo XIX; que, por ejemplo, en 1885, en la Conferencia de Berlín, se había repartido África, empezaba de hecho a dejar de mandar en el mundo. Significativamente, la guerra de los boers -que desprestigió seriamente al Imperio británico- produjo también la aparición del libro, Imperialismo (1902) de J. A. Hobson, que sobre una tesis errónea (que el imperialismo respondía a los intereses de los grandes grupos financieros europeos) más iba a contribuir a restar legitimidad política y moral al expansionismo colonial.
De hecho, aquel "nuevo imperialismo" que había comenzado con la ocupación de Túnez por Francia en 1881 y de Egipto por Gran Bretaña en 1882, y que hizo que en apenas treinta años Europa ampliase sus imperios coloniales en casi 17 millones de kilómetros cuadrados y en unos 150 millones de habitantes, desencadenó una muy intensa reacción anti-colonial. Esta fue mucho más honda de lo que quiso admitir la autosatisfecha conciencia colonialista europea, que tuvo precisamente ahora sus manifestaciones más explícitas: fastos formidables (la coronación de la Reina Victoria como Emperatriz de la India en 1876), mitos y leyendas memorables (Livingstone, Gordon, la Legión Extranjera), literatura exótica y de aventuras (Kipling, Conrad, Las minas del Rey Salomón de Rider Haggard, Las 4 Plumas de Mason) y representaciones neorrománticas (el orientalismo, la fascinación de algunos escritores franceses con el Sáhara y el norte de África).
Sin duda, en ciertos casos, como los de Lord Cromer en Egipto, Lugard en Nigeria, Milner en Sudáfrica, Paul Doumer en Indochina, Lyautey en Marruecos y Curzon en la India, la administración imperial fue por lo general positiva, y esencial para la modernización de los países citados. Pero la expansión colonial tropezó en general con fuertes resistencias (al margen de las tensiones que generó entre las propias potencias coloniales, como Fashoda o la crisis de Marruecos.
El Imperio británico estuvo en guerra permanente. En Egipto, los ingleses, para imponer su dominio, tuvieron que aplastar (junio-septiembre de 1882) la revuelta nacionalista del coronel Arabi contra el jedive Tawfik y contra la penetración extranjera. En Sudán, sufrieron varios reveses ante las fuerzas del Mahdi, entre ellos la aniquilación de la guarnición de Jartúm y de su jefe el general Gordon (26 de enero de 1885); reconquistarlo les llevó casi dos años de duras luchas (1896-98). En África del Sur, antes de la guerra de 1898-1902, Gran Bretaña ya había tenido que hacer frente a un primer levantamiento de los boers en 1880-81 y que contener revueltas tribales de los zulúes en 1878-79 (y luego en 1906); en Rhodesia, de los matabele (1896) y en Costa de Oro (la futura Ghana), de los ashanti en 1873-74, 1896 y 1900.
Italia había sido derrotada en Adua (Etiopía) y en Libia (1911-12) encontró fuertes resistencias. Los alemanes se vieron también sorprendidos por grandes insurrecciones tribales en Tanganika (1905-07) y en el África Sudoccidental (rebelión de las tribus herero y hotentote en 1904-06). La penetración francesa en Túnez provocó la rebelión de las tribus del sur, en las regiones de Kairuán y Sfax, que hubo de ser aplastada por fuerzas navales y de tierra (julio-noviembre de 1881). El control del alto y medio Níger y el avance desde la costa atlántica hacia el Sáhara tropezarían con numerosas dificultades: por ejemplo, la misión del oficial Paul Flatters para trazar un posible ferrocarril transahariano fue masacrada por los tuareg (febrero de 1881) quienes, pese a reconocer hacia 1905 la presencia francesa en sus regiones (extendidas por el sur del Sáhara, Mali, Alto Volta, Níger y Chad), no fueron del todo pacificados. En Indochina, la extensión del protectorado francés al reino de Annam (1883) provocó fuertes resistencias en las zonas montañosas del norte, graves tensiones con China, y choques con bandas armadas y guerrillas diversas, como "Bandera Negra", que crearon una situación de violencia que se prolongó hasta 1913-14.
Buena parte de estas primeras rebeliones antioccidentales -y hubo bastantes más de las mencionadas- no fueron sino explosiones de xenofobia y resistencia de inspiración las más de las veces tradicionalista y a menudo tribal y religiosa. En algún caso, como en el Sahara o en Indochina, fueron incluso puro bandidismo. En otros, se trató de sublevaciones no sólo antioccidentales: la rebelión del Mahdi en Sudán fue un movimiento religioso islámico a la vez antibritánico y antiegipcio. Aquellas rebeliones carecieron por lo general de contenido nacionalista (o, en todo caso, fueron sólo protonacionalistas).
Pronto, sin embargo, el nacionalismo vendría a dar sentido y legitimidad a la reacción antioccidental de muchos pueblos asiáticos y africanos. Lo hizo desde perspectivas y significados diversos y a veces contradictorios. En Japón, Turquía y en parte también en China, el nacionalismo fue, como enseguida veremos, un movimiento modernizador, reformista y a veces democrático, pero sirvió también de fundamento a políticas y reacciones de carácter militarista y autoritario. En la India, Egipto, Túnez, Marruecos, Indochina y en el África Negra, fue además el motor de los procesos de descolonización y cristalizó muchas veces en movimientos reformistas y hasta revolucionarios, en la medida en que la lucha anticolonial aspiraba paralelamente a liquidar las instituciones, oligarquías y costumbres semifeudales y tradicionalistas que habían imperado en aquellos territorios antes de y bajo el dominio colonial.
Pero, a menudo, el nacionalismo anticolonial llevaba también en su interior elementos negativos y antidemocráticos -como ambiciones territoriales, concepciones etnicistas, religiosas y exclusivistas de la nacionalidad, liderazgos fuertes, culto a la violencia, irracionalismos populistas y milenaristas- que lo condicionarían decisivamente. Es más, las contradicciones de los nacionalismos anticoloniales determinarían la historia de aquellos países antes y después de su independencia; determinaron, también en gran medida, el destino de los imperios europeos.