Época: Crisis pensamiento
Inicio: Año 1914
Fin: Año 1945

Antecedente:
La crisis del pensamiento



Comentario

Literatura, fotografía, teatro y cine acertaron, pues, a plasmar con verismo y eficacia la gravedad de la situación creada por la crisis económica. Esa fue, además, la principal contribución de la izquierda intelectual a su solución. Pues, salvo por lo ocurrido en Suecia donde un gobierno socialdemócrata aplicó con gran éxito a partir de 1932 las ideas económicas heterodoxas de Ernst Wigforss -aumentar el gasto público como forma de reducir el desempleo-, por lo demás la copiosísima literatura económica o pseudoeconómica que a raíz de la crisis de 1929 producirían los intelectuales de la izquierda -socialistas, comunistas, trotskistas- fue completamente inútil. Los numerosos folletos, por ejemplo, que Trotsky escribió a propósito de aquélla -centrados sobre todo en los casos de Alemania y España- eran panfletos brillantes, interesantes para construir una teoría del fascismo, o para definir una estrategia revolucionaria frente a él, pero que respecto a la crisis económica no pasaban de ser tópicas y apocalípticas advertencias sobre el inevitable colapso del capitalismo. No mucho más fueron, en Inglaterra, los muy abundantes escritos de John Strachey y Harold Laski, "maitres à penser" del laborismo de la década. En Francia, Problemas de la paz (1931), el principal libro del líder del partido socialista, Léon Blum (1872-1950), un intelectual culto y brillante que concebía el socialismo ante todo como una moral, era un alegato pacifista en favor del desarme colectivo, pero nada tenía que decir sobre la crisis económica.
Las propuestas económicas más originales dentro del socialismo europeo no nacieron de la izquierda, sino de la derecha socialista. En 1933, el socialista belga Henri De Man (1871-1947) presentó su Plan du Travail, una de las ideas más influyentes en la evolución del socialismo europeo de los años 30 y tal vez el intento más coherente de formular una respuesta socialista no catastrofista y viable a la crisis económica. El Plan era desde luego una obra revisionista, en línea con las tesis que De Man había expuesto ya en 1927, en Más allá del marxismo. En éste, De Man había negado la lucha de clases y defendido la planificación económica como medio para evitar el hundimiento del sistema económico y mejorar la condición de los trabajadores. En el Plan, ampliamente discutido en Bélgica, Holanda, Inglaterra, Suiza y Francia, iba más lejos: De Man negaba que la Depresión significara el colapso del capitalismo y creía en la posibilidad de superar la crisis a través de un sistema de economía mixta, que respetase la empresa privada -aunque dentro de planes económicos trazados por el Estado- pero que nacionalizase el crédito, a fin de que el Estado impulsase la recuperación de la economía mediante medidas de apoyo a la inversión privada y una política de expansión del sector público.

Las ideas de De Man tuvieron amplio eco en Francia. Primero, en 1930 Marcel Dèat había expuesto ya, en Perspectivas socialistas, ideas muy parecidas, al defender la coexistencia en una economía socialista de un sector socializado y un sector privado. Luego, tras la aparición del Plan, diversos grupúsculos socialistas como los llamados neosocialistas, un grupo formado en torno a Dèat, Marquet y Renaudel, defensores de un reforzamiento del poder del Estado al servicio de una vigorosa política de orden y autoridad, o como Revolución constructiva de André Philip, asumirían abiertamente la idea de planificación. Las tesis neosocialistas fueron rechazadas oficialmente por la SFIO, el partido socialista, en 1933; los neosocialistas abandonaron el partido (algunos, para terminar de colaboradores del régimen criptofascista de Vichy). Pero sus tesis contenían indudablemente ideas interesantes para fundamentar una respuesta socialista a la crisis. La dirección socialista no supo verlo. Optó por el estéril fatalismo de esperar al hundimiento del capitalismo, como reprochó Dèat a Blum. Así, el Frente Popular, cuando llegó al poder en 1936 bajo el liderazgo de Blum, careció de una verdadera alternativa económica: las medidas que tomó -todas bien intencionadas- llevaron la economía francesa al fracaso.

Tampoco el laborismo británico fue receptivo a nuevas ideas económicas. El gobierno laborista de 1929-31 no tuvo más respuesta a la Depresión que la ortodoxia deflacionista de reducciones salariales y limitación del gasto público. Como el socialismo europeo, el laborismo británico, educado en clichés y fórmulas utópicas, no tenía un programa económico relevante; es más, carecía incluso de las bases intelectuales para elaborarlo. En la década de 1920, sólo G. D. H. Cole (1889-1959) había estudiado con algún rigor la cuestión del desempleo en la economía capitalista, con la idea de proporcionar al partido laborista los elementos teóricos para trazar sus respuestas políticas al paro. Desde un análisis protokeynesiano, inspirado en las ideas de J. A. Hobson, Cole había defendido la necesidad de una activa intervención del Estado -reorganización industrial, reforma fiscal, seguridad social- como medio de provocar la drástica redistribución de la renta y consiguientes aumentos del consumo y demanda que creía necesarios para lograr la estabilización de la economía y con ello, la creación de empleo, que es lo que sostuvo en su obra de 1929 Los próximos diez años en la política social y económica británica.

La depresión de los años 30 ratificó a Cole en su tesis de que la labor del Estado debía aspirar a estimular la demanda. Sólo añadiría ahora, bajo la influencia de Keynes, la conveniencia para lograrlo de adoptar políticas de déficit presupuestario. Aunque Cole dudase de las posibilidades de supervivencia del capitalismo y abogase por su superación a largo plazo, sus ideas, expuestas en libros, folletos e innumerables artículos, constituían de hecho un programa para la reconstrucción económica, una política expansionista basada en el aumento de la demanda. De ahí las críticas que recibió tanto desde la izquierda -de Strachey, por ejemplo- como de los economistas ortodoxos.

Cole no era keynesiano. A diferencia de Keynes, Cole creía en el socialismo y en la planificación económica, que entendía como control por el Estado de la producción, de las decisiones de inversión y consumo, del crédito y de las dimensiones y orientación del gasto financiero. Pero Cole fue probablemente el único laborista británico que percibió de inmediato la importancia de las teorías de Keynes. El Partido Laborista, destrozado por la experiencia en el poder de 1929-31 y por la defección de su líder MacDonald, no se percató de ello. Absorbido por preocupaciones pacifistas y por la propaganda contra el fascismo, en cuestiones económicas cayó en una especie de fatalismo próximo al de Blum en Francia, salvo por alguna concesión a la idea de planificación introducida en la retórica oficial por elementos de la izquierda laborista seducidos por los planes quinquenales soviéticos (con un sentido distinto, por tanto, a como lo entendía un socialista democrático como Cole).

La respuesta teórica a la crisis de las economías occidentales no vino, pues, de la izquierda sino que la elaboró un economista, John Maynard Keynes (1883-1946), que militó siempre en el liberalismo, un hombre educado en Cambridge, culto, rico, unido por lazos de íntima amistad con la elite intelectual británica del grupo de Bloomsbury (Virginia Wolf, Lytton Strachey, Duncan Grant, Clive Bell, Roger Fry...), un hombre, pues, que parecía la antítesis del radicalismo.

Pero Keynes era radical, no en política, sino en el pensamiento. Sus tesis básicas, resumidas en su Teoría general del empleo, interés y dinero (1936), rompían con los principios de la economía clásica. Así, mientras los economistas ortodoxos pensaban que el libre juego de las fuerzas del mercado aseguraría el reajuste de la economía y el retorno del empleo, Keynes creía que sólo la intervención del gobierno estimulando la inversión y la demanda pondría fin a la situación de recesión y desempleo. Para los economistas ortodoxos, las depresiones eran provocadas por desajustes creados en los períodos de expansión, y la única solución era que la economía procediera a corregir "naturalmente" aquellos desajustes. Puesto que en toda depresión, los salarios y las tasas de interés caían hasta alcanzar un punto tan bajo que la inversión volvía a ser rentable, la economía clásica -un A. C. Pigou en Teoría del desempleo (1933) o un Lionel Robbins en La gran Depresión (1935)- recomendaba que se aceptasen reducciones salariales en la confianza de que ello provocaría el aumento inmediato de las inversiones privadas.

Keynes entendía que esa política reduciría el consumo, la renta y la demanda agregada y que, por tanto, generaría más desempleo. Entendía, en cambio, que se necesitaba una acción directa del gobierno encaminada a favorecer las inversiones mediante una regulación adecuada de la demanda agregada a través del triple mecanismo de la política presupuestaria, de la política monetaria y de la política fiscal, estimulando directamente la inversión y el empleo y aumentando para ello el gasto público.

Esas fueron las ideas que permitirían la reconstrucción de todas las economías europeas occidentales después de 1945 y que propiciarían sus espectaculares niveles de crecimiento. La izquierda y los partidos obreros de los años treinta -no obstante su obsesión por la naturaleza y funcionamiento del capitalismo- las ignoraron, salvo por la ya mencionada excepción sueca que tuvo mucho que ver con la influencia que allí tuvieron las ideas de otro economista, Knut Wicksell (1851-1926), que anticipó algunas de las tesis de la "teoría general" keynesiana. Keynes mismo estaba convencido de que el simplismo dogmático de los líderes laboristas de su país les impedía ver el potencial reformista de una política económica basada en sus ideas. Llevaba razón. Por lo menos, aquella politización hacia la izquierda de que hablara el poeta Stephen Spender había llevado a muchos intelectuales de esa significación al dogmatismo. Para muchos -para John Strachey, por ejemplo- el pacto nazi-soviético de 1939 fue el revulsivo que les hizo recuperar su conciencia democrática (y en el caso de Strachey, también la lectura de Keynes). Otros tuvieron que esperar más tiempo.

La I Guerra Mundial había hecho, como hemos visto, de una mayoría de intelectuales europeos (y de bastantes norteamericanos) unos verdaderos profesionales del desastre y del pesimismo. Sin embargo, esa extraordinaria capacidad crítica de sus intelectuales era precisamente la mejor prueba de la vitalidad de la cultura occidental. Esa sería una de las causas de que no se cumpliera aquel apocalíptico augurio que Bertrand Russell formulara en la navidad de 1915 y que, por tanto, la civilización europea no pereciese como Roma ante los bárbaros. El empirismo de Keynes, hombre al que sólo preocupaban las soluciones a corto plazo porque, decía, "a largo plazo, todos muertos", había logrado algo más: elaborar una "esperanza de futuro" (por seguir parafraseando a Russell) para el mundo.