Comentario
Abiertos ya los primeros talleres y establecido un mercado artístico esencial -el destinado a cubrir las necesidades funerarias de las gentes más ricas-, el arte tirreno puede definitivamente comenzar su evolución. En este aspecto, es indudable que las primeras décadas del siglo VII a. C. son testigo de su espectacular enriquecimiento: la progresiva jerarquización de la sociedad etrusca alcanza su cenit, y ocupan la cumbre unos personajes a los que nosotros, convencionalmente, llamamos príncipes. Estos brillantes aristócratas, reyes o jefes de las principales familias y tribus, multiplicarán el tamaño y riqueza de sus ajuares fúnebres, y alcanzarán tal fasto en sus tumbas, que no en vano se ha llegado a llamar Período de las tumbas principescas el que llega, en la Etruria costera, hasta el 630 a. C., poco más o menos, perdurando en el interior unos treinta años más.
Aparte de su lujo y de su rito inhumatorio -que venía introduciéndose en la Etruria meridional desde fines del siglo VIII-, los enterramientos de esta época se caracterizan inmediatamente por el peculiar estilo de sus ajuares. El arte geométrico griego pierde su función rectora y es sustituido por la plástica siria, fenicia y chipriota; nos hallamos ante lo que, en todo el Mediterráneo, suele denominarse fenómeno orientalizante.
Parece que puede darse una cierta explicación histórica a este hecho: los problemas de Eubea debieron de afectar por entonces al comercio griego en Occidente, y buena parte de él caería en manos de los fenicios de Chipre. Pero sin duda debe matizarse esta opinión en el caso concreto de Etruria: junto a los objetos orientales (egipcios, urartios, sirios, etc.), no faltan desde luego obras griegas, y hay quien piensa en comerciantes e intermediarios predominantemente griegos, y aun en artesanos orientales que trabajasen en colonias helénicas. De cualquier modo, parece indudable la superficialidad del influjo fenicio en Toscana: no sólo se mantuvo el alfabeto griego occidental, sino que los elementos culturales más profundos recibidos en el siglo VII proceden sin duda del Egeo: el caso más evidente lo constituyen los poemas homéricos.
Es posible que la propia idea de realizar tumbas principescas procediese también del ámbito griego; al fin y al cabo, la más antigua que conocemos se halla en la colonia griega de Cumas; pero pronto su aceptación fue tan grande en Toscana, y aun en el Lacio y otras regiones próximas, que hoy pasa por ser uno de los mayores exponentes de la cultura etrusca.
En estas tumbas no sólo hallamos piezas importadas, sino que también, y sobre todo, apreciamos el asentamiento de nuevos artistas extranjeros en la zona costera meridional, y el aprendizaje e incluso perfeccionamiento de técnicas recientemente adquiridas.
Después de un período, hasta el 700 a. C., en que Tarquinia pareció descollar como la ciudad más avanzada y atractiva, son ahora Caere (con su producción de orfebrería, que se envía incluso al Lacio), Vetulonia (la gran productora de bronces de la época), Veyes y Vulci quienes se colocan a la cabeza de la artesanía de lujo: de sus talleres salen las refinadas fíbulas cargadas de decoraciones en granulado y repujado, los asombrosos pectorales de oro, los trípodes de bronce con sus inmensos calderos, los tronos con apliques ebúrneos, los mangos de abanico, también de marfil, los carros fúnebres... en fin, todo ese abrumador y riquísimo conjunto de piezas que, completado por vasijas múltiples -el banquete se ha convertido ya en un rito funerario indispensable para los aristócratas-, abarrotaba las monumentales tumbas de la época. Basta visitar la sala etrusca de los Museos Vaticanos para darse cuenta de la riqueza con que fueron enterrados, en la Tumba Regolini-Galassi unos príncipes de Caere.
Sin embargo, una vez superada la impresión que tal lujo de materiales produce, pronto notamos sus limitaciones. Hasta en las piezas más ostentosas, como esas fíbulas de oro con más de un centenar de animalillos que aparecieron en las Tumbas Barberini y Bernardini de Palestrina (Lacio), se advierte una incómoda e insalvable dicotomía entre los sabios conocimientos metalúrgicos del orfebre y su escasa imaginación plástica: leones, grifos, rosetas, palmetas, todos los vocablos, en fin, de la gramática orientalizante, aparecen ante nuestros ojos, pero sin una sintaxis capaz de unificarlos, de darles sentido. Si ya en el período anterior podía echársele en cara al etrusco su incapacidad de entender la profunda armonía compositiva de un vaso geométrico griego, limitándose él a colocar aisladas las líneas, las cruces gamadas o las grecas, ahora se le puede decir lo mismo en relación con la plástica oriental: salvo en las meras sucesiones de animales, que no podían simplificarse más, nuestro artista prescinde de la organización de sus modelos fenicios. Dando un salto en el espacio, no podemos sino evocar cuán opuesta es su actitud a la del espíritu griego, el cual, al recibir de Oriente bandejas decoradas con figuras, se esforzaba en interpretar las escenas, y hasta en convertirlas en una historia fascinante, como hizo Homero en su descripción del escudo de Aquiles.
El príncipe etrusco, por el contrario, no debía de tener un espíritu tan mitifcador; lo que le pedía a sus artesanos eran, sobre todo, objetos ricos, recargados incluso, que mostrasen su preeminencia social. El día de su muerte, su cadáver debía convertirse en un verdadero muestrario de joyas, y sus ornamentos no tenían por qué sugerir más valor ni significado que su propia perfección técnica y sus prestigiosas formas exóticas.