Época: El arcaísmo
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El arcaísmo, periodo de esplendor

(C) Miguel Angel Elvira y Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El estilo jónico se adentró con tanta fuerza en el gusto tirreno que, en las últimas décadas del siglo VI a. C., pudo incluso desarrollarse independientemente en su nueva patria. Y en este contexto, quiso la fortuna que naciese y se desarrollase en el sur de Etruria un autor al que se puede, sencillamente, tratar por separado, porque sus escasas obras sobresalen por encima de toda la escultura etrusca. Nos referimos, en concreto, al genial artista -acaso el Vulca que mencionan las fuentes latinas- capaz de concebir y ejecutar las estatuas del Templo del Portonaccio en Veyes.
Su figura aparece aislada por varias razones. En primer lugar, la actividad artística de Veyes nos es aún peor conocida que la de Tarquinia o Caere, y por tanto desconocemos precedentes claros de su obra. En segundo lugar, a poco que repasemos las obras hasta ahora comentadas, nos daremos cuenta de la escasísima, casi nula tradición de estatuaria dedicada a templos; Vulca será un creador de imágenes divinas, comprometido con el mundo de los reyes y con el desarrollo de las estructuras estatales, no un fiel servidor de las vanidades funerarias.

Mas pasemos a la decoración de su templo. Sin despreciar las antefijas, con cabezas de gorgonas tan salvajes como inolvidables, el grupo esencial se concentraba sobre la viga mayor o columen. Allí se alineaban al menos cuatro figuras de tamaño natural: un magnífico Heracles, de impresionante torso, con su pie sobre una cierva abatida; Apolo, que se dirige hacia él con ánimo de arrebatarle la pieza; Hermes, acercándose para pacificar a los contendientes, y una figura femenina con un niño en el regazo. Ignoramos quién es esta mujer; se ha pensado en Latona con su hijo Apolo, pero eso supondría la presencia de dos Apolos en la misma escena...

De cualquier modo, lo primero que se trasluce es la aceptación en Etruria, y a nivel oficial, de dioses y mitos griegos. Tan helénica resulta la escena, que inconscientemente designamos a los personajes por su nombre griego, no por el etrusco correspondiente (Hercle, Apulu, Turms).

Sin embargo, cuando nos adentramos en los aspectos estilísticos, nuestra opinión empieza a cambiar. Detalles expresionistas, como el torso de Heracles o los marcados tendones en la mano de la mujer, acaso podrían antojarse caracteres locales, igual que el uso de la terracota como material. Pero pronto nos damos cuenta de que esta explicación no basta, y que se impone hablar de un estilo individual, fruto de la enorme personalidad de su autor. Sobre una educación jónica, a la que se añaden (estamos ya en torno al 500 a. C.) elementos realistas de raigambre ática, el artista libera su fantasía. Las telas se pliegan de forma caprichosa y decorativa, como si quisiesen hacer juego con las abarrocadas palmetas en que se apoyan Apolo y Heracles. Pero aún resaltan más las caras de Hermes y Apolo. Pese a ser casi idénticas, simples toques y matices alegran la mirada de aquél, mientras que éste, en su acometida, mantiene una expresión gélida; su forzada sonrisa, según se ha comentado a veces, le emparenta con el lobo, y no por pura casualidad. En efecto, éste es su animal emblemático en la Etruria arcaica, donde el dios tiene a menudo atribuciones fúnebres.

Todos los detalles de estas estatuas merecen recordarse, desde sus esbeltas proporciones -algo tan raro en Etruria- hasta su tratamiento blando y directo, sobre todo en las cabelleras. Pero, desde el punto de vista de la creatividad, hay un punto que nos parece decisivo: para plasmar el movimiento -véase en particular el Apolo-, el artista lanza los cuerpos hacia adelante, cargando todo el peso en una pierna. Tan decidida violación de la tradicional y venerada ley de la frontalidad tardará en Grecia aún una veintena de años en plantearse, y precisamente significará allí el paso del arcaísmo al clasicismo.