Época: clasicismo augusteo
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El clasicismo augusteo

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

La figura y el semblante del Princeps estaban a la vista en Roma y en todos los lugares del mundo. Hay constancia de que en cierta ocasión el emperador dio orden de fundir ochenta de sus estatuas de plata, para hacer con ésta una gran ofrenda a Apolo. El representado no era el hombre Gayo Octavio, como lo hubiera sido en un retrato republicano de su primera juventud, sino una encarnación del ideal del príncipe en alguna de sus muchas acepciones: como el líder revolucionario de su mocedad, impulsivo y temible; como el general invicto; como el benefactor de los ciudadanos, coronado con la corona cívica; como reencarnación de un héroe griego, Diómedes, por ejemplo, como lo había visto Crésilas cinco siglos antes; como escrupuloso y cumplidor sacerdote. Siendo encarnación de un ideal perfectamente definido, su fisonomía experimentó los cambios mínimos que cabría esperar en sus sesenta años de vida pública: pero aún así, los estudios iconográficos de sus muchos retratos escultóricos y de sus efigies monetales permiten barruntar una evolución con ciertos visos de ajustada a la realidad.
El Octaviano de la Sala dei Busti del Vaticano, tan reproducido en copias escultóricas y en libros de historia mal documentados, un muchacho de trece años como sería Augusto (nacido en el 63) hacia el año 50 a. C., es una obra del taller de Canova, con la finura estilística del gran escultor napoleónico, pero sin otro valor que el gusto de la época en que fue esculpido, principios del siglo XIX.

Para que el ciudadano leal no vacilase en distinguir al Princeps de sus muchos imitadores dotados del parecido de época, hasta sus peinados tenían como rasgo más característico un flequillo corto, con una horquilla o cola de golondrina sobre el ángulo interno del ojo izquierdo, y dos ganchos de tenaza, garra o pico de buitre, sobre el derecho. Este es el flequillo del tipo Prima Porta que la posteridad, y nosotros con ella, había de considerar canónico. Pero desde que L. Curtius puso en los flequillos de las estatuas un énfasis que algunos consideraron y consideran excesivo, la cuestión ha sido muy debatida. Pese a ello trataremos de resumirla.

Los retratos de la época en que el heredero de César se llamaba oficialmente Imperator Caesar Divi filius (hijo del Divino Julio) están animados del patetismo griego propio de ciertos talleres de la Roma republicana y tienen el gesto torvo de quien aspira a un poder que sus adversarios le disputan. Son retratos como el del Octaviano de la Sala degli Imperatori del Museo Capitolino, peinados de modo atípico y probablemente anteriores a la batalla de Accio, que puso fin a las pretensiones de Marco Antonio (31 a. C:).

Entre esa fecha y el año 27, en que el senado le otorga el nombre de Augustus, nace el peinado del tipo Prima Porta, presente ya en retratos en que la edad aparente del Princeps no pasa de la treintena. El peinado en cuestión está consagrado en la estatua de Prima Porta (copia de un original algo posterior al año 20, en que tuvo lugar la devolución de los estandartes de Craso en poder de los partos, escena representada en la coraza) y seguía vigente en el año 17. Un denario acuñado ese año en conmemoración de los Juegos Seculares ofrece un retrato excepcional de Augusto visto de frente en el interior de un escudo (imago clipeata) y luciendo el peinado de Prima Porta.

El siguiente retrato bien fechado de que disponemos es el del Ara Pacis (entre 13 y 9 a. C.). El emperador ha cumplido cincuenta años y su salud, siempre endeble, se resiente del peso de la carga que gravita sobre él. Esto lo revelan discretamente ciertos retratos, v.gr. la Cabeza Forbes del Museo Boston, la de Lora del Río (Sevilla). En estas cabezas, como en el Ara Pacis, la horquilla que el pelo formaba sobre el ángulo interno del ojo izquierdo se ha desplazado hacia la sien de ese lado. Este nuevo flequillo no suplanta al de Prima Porta, pero convive con él a partir de entonces y se encuentra en muchos retratos póstumos, como el coloso de Itálica, de tiempos de Trajano. Algunos de éstos, como el de la Vía Labicana, cuya toga permite fecharlo en época de Tiberio, dotan a Augusto de una nariz aguileña más propia de los Claudios que de los Julios. A Tiberio le interesa que se parezca a él y a los suyos.

"Tenía unos ojos vivos y brillantes y le gustaba hacer creer que había en ellos una especie de fuerza divina; y se alegraba de que si miraba fijamente a otro, éste bajase la vista, corno deslumbrado por el sol". (Suetonio) Sus retratos nos lo muestran como él quería ser visto y recordado: joven y melancólico, abrumado por sus deberes y responsabilidades.

La más memorable de sus estatuas es la ya tan citada de Prima Porta, un lugar de las afueras de Roma, junto a la Vía Flaminia, adonde Livia se retiró al quedarse viuda en el año 14 d. C. Entre sus recuerdos debía de haber el de una estatua de su marido que era su predilecta -una estatua de bronce, o incluso de oro-, de la que ella encargó la copia en mármol que hoy atesora el Museo Vaticano. El copista, consciente de que Augusto era ya un dios, lo representó con los pies descalzos como a un héroe. Por lo demás, hizo un fiel trasunto de su modelo: una estatua del emperador inspirada en el Doríforo de Policleto con las oportunas variantes: el brazo derecho alzado mostrando a sus legiones una corona de victoria, y la actitud de la pierna izquierda distinta de la del modelo policlético, para privar a la estatua del paso de éste. La copia estaba policromada, como revelan las numerosas huellas de dorado, púrpura, azul, pardo y amarillo que todavía se aprecian en ella.

El emperador viste una túnica corta y sobre ella una coraza musculada y el paludamentun de mariscal. Una constelación de símbolos lo rodea: en la coraza, arriba, el Cielo extiende el manto de su bóveda sobre su cabeza; abajo reposa, recostada en el suelo, la Tierra, protegida por las deidades predilectas de la casa imperial, Apolo y Diana.

Por debajo del cielo, el sol atraviesa el espacio en una cuadriga precedida por dos muchachas, el rosicler y el rocío del alba; y en el centro del peto, un representante de Roma (que en la realidad fue Tiberio, pero aquí sus rasgos no son los de éste), acompañado de la loba mítica, recibe las enseñas arrebatadas a Craso por los partos. Fue éste el mayor éxito de la diplomacia de Augusto.