Época: Nerón-Flavios
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
De Nerón a los Flavios

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Llamado también de Nerva, que simplemente lo inauguró, fue en realidad construido por Domiciano, lo mismo que su Templo de Minerva, deidad por la que el emperador sentía una devoción rayana en lo supersticioso (Mineruam superstitiose colebat, dice al respecto Suetonio), que lo presidía como el de Marte al Foro de Augusto. El nombre de Transitorium, se le dio porque enlazaba el Forum o Templum Pacis de Vespasiano, hoy desaparecido, con el Foro de Augusto. De este modo los Flavios renovaban la política de embellecimiento de Roma con foros desarrollada por los primeros césares.
El Argiletum, una vía antigua, muy frecuentada por quienes iban de los populares barrios de la Subura y de las Carinae del Esquilino al Foro republicano, recorría el Transitorium en toda su longitud, de nordeste a suroeste. El solar no era muy a propósito, por demasiado estrecho (43 por 120 metros), y privado de un trozo considerable por una de las exedras del Foro de Augusto. El arquitecto hubo de agudizar su ingenio para salir airoso del empeño. A espaldas del Templo de Minerva levantó una exedra porticada, de planta de herradura, que como vestíbulo del foro miraba hacia afuera, hacia el Esquilino. Pero la solución más genial fue la dada a los lados del foro mismo; a falta de espacio para unos pórticos amplios como los del Foro de Augusto, levantó dos paredes que nada tenían a sus espaldas, pero a las que dio hermosas fachadas de orden corintio, y un ático superpuesto de una novedad nunca vista: las columnas, que hasta entonces se habían adosado siempre a la pared, se despegaban de ésta un buen paso adelante, llevando consigo al entablamento correspondiente, friso escultórico incluido. Esta solución barroca, reflejada inmediatamente en la pintura y en los estucos murales del cuarto estilo, hizo de las "Colonnacce", como el pueblo llamaría al lienzo subsistente hasta el día de hoy, un hito en la historia de la arquitectura.

El entablamento multiplica la ornamentación plástica y ésta se hace más copiosa y más movida, sin llegar a ser abrumadora. Los finos listeles de los contarios (cuentas ovaladas, separadas por diminutos carretes, bead-and-reel en inglés), y el cyma lésbico de hoja y dardo, orlan las fasciae de los arquitrabes y las coronas de las cornisas. Los dentículos de éstas se unen en la parte alta del hueco intermedio mediante arquillos y diminutas arandelas, sencillas o dobles (anteojos), que contribuyen a realzar el claroscuro. Las ovas del cyma jónico adquieren un considerable volumen e independencia del cascarón, como para introducir entre ellas los dedos de una mano, según se puede hacer en los pliegues más profundos de la estatua de Tito en el Vaticano; y los dardos que desde antiguo alternaban con ellas, adquieren la forma de flechas, con su astil y su punta bien marcados. Las ménsulas parecen labores de cerrajería, aligeradas de masa hasta extremos inverosímiles. El mármol de las molduras sufre el tormento del taladro o broca, procurando liberar del fondo los ornamentos e imprimirles movimiento y jugosidad floral.

El friso figurado, y el relieve de Minerva conservado en el ático, nos recuerdan que el foro, lo mismo que el templo, estaban dedicados a aquella diosa a quien Domiciano, próximo ya a su trágico final, vio en sueños por última vez y escuchó de sus labios que ya nada podía ella hacer en su defensa porque Júpiter la había privado de sus armas. Es el mismo arte escultórico, magnífico y de una precisión tajante que se exhibe en el Arco de Tito; pero sus relieves no son como los de éste, históricos, sino mitológicos, y el relieve mitológico romano, según podemos colegir aquí mismo, se regía por leyes distintas a las del relieve histórico. Lo representado son episodios del mito de Minerva en que intervienen muchísimas mujeres, tal vez la misma Minerva y otras diosas, heroínas y figuras secundarias o auxiliares. Uno de los lances parece el desafío de Aracne a Minerva sobre el arte de tejer tapices, como puede inferirse de dos hilanderas sentadas frente a frente como en el cuadro de Velázquez, ante un nutrido concurso de auxiliares y espectadoras. Las escenas ocupan mucho espacio, tanto como les haga falta, sin agobios, dejando sitio para figuras de ríos y de fuentes, recostadas junto a sus manantiales, entre cañas y juncos. Aquí y allá algún mueble señala un ambiente interior, o un pormenor de paisaje -unas rocas, un árbol nudoso- trasladan la escena a un paraje campestre. Las mujeres no visten a la romana, sino a la griega, y recuerdan a estatuas clásicas y helenísticas. Estamos en Roma, pero nos parece hallarnos en Pérgamo, en Rodas o en otra ciudad helenística, y seguramente no erramos considerando lo visto como una secuela del friso pergaménico de Telefo y del relieve helenístico del siglo II a. C.