Comentario
El principado de Adriano (117-138) propicia otro clasicismo, pero no de signo romano como el de su predecesor, sino griego como el de Augusto. Un renacimiento clásico de este signo resultaba, sin embargo, mucho más difícil de conseguir en tiempos de Adriano que en los de Augusto. No en vano había transcurrido más de un siglo entre uno y otro, y un siglo en que Roma había creado una gran cultura, la única que podía entonces considerarse moderna, no estancada en la contemplación de las glorias del pasado.
Adriano, dejándose llevar de su vena romántica, quiso dar ejemplo de filohelenismo: mostró un amor y una devoción por la lengua y la cultura griega que ya en su juventud le granjeó el apodo de graeculus; se inició en los misterios de Eleusis; terminó -¡por fin!- el Olympieion de Atenas, y construyó en derredor una Atenas suya, dotada de la mejor biblioteca de la Grecia propia, al lado de la Atenas de Teseo. Así lo recuerda hoy la inscripción de la hermosa Puerta de Adriano, que señala por dónde pasaba la linde de las dos ciudades; su generosidad no tuvo límites. Grecia le correspondió aceptando todo lo que viniera de él como si procediese de un dios, incluso el culto religioso a su favorito, Antinoo.
Pero el empeño era vano. Ni él mismo podía tirar por la borda, aunque lo hubiese querido, todo el legado romano -sobre todo el rico y tan próximo legado flavio-. Roma y el Occidente estaban ya tan lejos de Grecia como habían de estarlo en el Renacimiento.
Nunca se copiaron tantas estatuas griegas de época clásica y helenística como entonces. Y sólo en época de Nerón, en que aún quedaba algo vivo del espíritu griego, se hicieron copias mejores. Pero ni aún estas copias pueden eludir ciertas peculiaridades del clasicismo romano, por ejemplo, la tendencia a enriquecer los soportes que necesitan las copias en mármol de estatuas de bronce, sobre todo las desnudas. Y así vemos esos soportes cargados de flautas, de címbalos, de carcajs, de aljabas. Otro concepto romano de la escultura es el de considerarla complemento de la arquitectura, incluso en estatuas exentas y transportables. Por contar siempre con la pared que había de respaldarlas, o con el nicho que había de cobijarlas, los dorsos se tratan con descuido y a veces quedan en boceto.
Del palacete llamado Academia de la Villa Adriana, de Tívoli, proceden cuatro estatuas, dos de ellas centauros, y las otras dos, faunos, de un mismo taller y probablemente de dos escultores de la escuela de Adrodisias de Caria que trabajaban en colaboración: Aristeas y Papías. Las cuatro copian originales helenísticos de bronce, como se echa de ver en las calidades metálicas que aún la piedra conserva. Los centauros, uno joven y otro viejo, formaban evidentemente pareja y ambos estaban heridos de amor, el joven con alegría, el viejo con pesadumbre, manifiesta en un rostro que recuerda un poco al de Laoconte. Por eso se ha pensado en un original rodio de comienzos del siglo II a.C. Ambas estatuas están labradas en un mármol grisáceo que los italianos llaman bigio morato. La elección de este material se debería al deseo de imitar el color del bronce de los originales, pero también a su exotismo. Otras copias de los mismos centauros revelan que Aristeas y Papías, escultores de nota que firmaron sus obras, se permitieron añadir a los originales ciertas notas de su cosecha, no sólo los soportes que eran necesarios, sino también la nebrís (piel de ciervo) y la párdalis (piel de pantera) de que son portadores los centauros; también acentuaron la representación de los músculos y los tendones, demostrando con ello que aun siendo griegos estaban perfectamente adaptados al gusto romano.
Lo mismo el más delicado de los faunos, el Fauno Rosso, llamado así por el color del precioso mármol; aparte del soporte habitual, lleva otro que lo enriquece, formado por un cesto de fruta y un cabrito acompañante.
Al tratar de la arquitectura no tendremos más remedio que reconocer en Adriano un entusiasta continuador de los Flavios, sobre todo de Domiciano. Es más, en estas y otras muestras de la escultura de su propio palacio íntimo, revela que en esta parcela también su gusto llegaba a los mismos materiales de las estatuas del aula regia de la Domus Flavia.