Época: Adriano
Inicio: Año 118
Fin: Año 134

Antecedente:
La época de Adriano

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Entre los años 118 y 134, según indican los sellos latericios, Adriano construyó su villa de Tibur (Tívoli) como la más personal e íntima de sus obras arquitectónicas. En ella reunió, según la Historia Augusta, los recuerdos de ciudades y paisajes que le habían impresionado vivamente en sus viajes por el mundo, la Stoa poikile de Atenas, el Valle del Tempe, en Tesalia, por ejemplo. El único de éstos que hoy se puede identificar con absoluta certeza es el Cánopo, un lugar residencial próximo a Alejandría y unido a ella por un canal, o euripo, de 22 kilómetros de largo, orlado de suntuosas mansiones.
Más que un palacio como el de Versalles, con el que se la ha querido comparar, Villa Adriana es un conjunto de edificios independientes y de ejes divergentes, situados en una pendiente llana, con un desnivel de algo más de 50 metros de uno a otro extremo. Entre ellos se intercalan pórticos, palestras, palacetes, teatros, bibliotecas, piscinas, jardines y demás ingredientes de las villas señoriales. Dada la circunstancia -escribe Aurigemma- de que Adriano fue un arquitecto de altos vuelos, y así lo consideran algunos como verdadero creador de una escuela, la villa fue para él, con suma probabilidad, el lugar en que dio rienda suelta a su estro arquitectónico. Su fecundidad y su audacia se manifiestan sobre todo en la multiplicidad de plantas, alzados y, sobre todo, bóvedas (de cañón, de arista, de lunetos, cúpulas, etc.) que se encuentran en la villa. El hecho de que en Borromini, el arquitecto más valiente del barroco romano, se aprecie clara la huella de la villa de Tívoli revela desde cuándo y hasta dónde se ha hecho sentir su influencia. En ella encontró la Italia de la era moderna una fuente de sugerencias y una cantera de materiales arqueológicos (entre ellos unas 1.500 estatuas).

El emperador hizo entrar en juego todas las posibilidades de la arquitectura de su tiempo, todo lo que se había hecho no sólo en palacios y villas, sino muy especialmente en termas, donde las bóvedas tenían su gran terreno de aplicación. El puro afán de construir debió de ser para Adriano una verdadera obsesión. La bóveda de lunetos rampantes del llamado Serapeum -en realidad un inmenso triclinio en gruta, animado por fantásticos juegos de agua- parece el sueño de un demente. Pero donde estaba la mayor originalidad de esta residencia era en las plantas de algunos edificios, movidas, llenas de entrantes y salientes, de cuerpos radiales, de exedras, de nichos, que a la hora de cubrirlos imponían soluciones difíciles y sorprendentes. El llamado Teatro Marítimo en el extremo nordeste, un palacio en miniatura con todos sus elementos, para uso personalísimo del dueño de la casa; la Piazza d'Oro, así llamada porque los hallazgos realizados en ella hicieron creer a Pirro Ligorio y demás buscadores renacentistas que se encontraban en una mina; la llamada por Kähler coenatio, un comedor que parece inspirado en la coenatio lovis de la Domus Flavia, exagerando la nota. En todos estos edificios predominan las plantas centradas que habrán de alcanzar tanto desarrollo en la arquitectura del siglo IV.

El nombre propio Euripos designaba al estrecho que separa la isla de Eubea de la Grecia continental, pero con el tiempo se aplicó a todos los estrechos y canales; también, desde el Renacimiento, al largo estanque situado delante del llamado Serapeo de Villa Adriana. En los años 1950-55 se practicaron en él unas excavaciones que si no reconstruirlo (cuatro siglos de excavaciones de saqueo lo impedían), han permitido recuperar algunos elementos arquitectónicos de su encuadre de columnas, arquitrabes y arcos y, sobre todo, escultóricos. Gracias a éstos sabemos hoy algo más del uso que los romanos hacían de las copias y variaciones de estatuas griegas y de cómo las instalaban según su criterio -no el de los griegos- en relación estrecha con el paisaje.

Por lo pronto parece que era de rigor tratar los temas por pares y buscando la simetría bilateral: cuatro copias de dos Cariátides de las seis del pórtico sur del Erechtheion, y precisamente dos de la que estaba a la izquierda en la pareja central (hoy en el Museo Británico), y otras dos de la que está a la derecha. Obsérvese esto: todas las demás copias que hoy conocemos de las Cariátides repiten también estos mismos modelos, señal de que los copistas disponían únicamente de los vaciados de las dos centrales.

Las cuatro Cariátides, con sus pedestales y capiteles, sostenían, con dos silenos canéforos, parte de la columnata del euripo en el lado oeste del mismo, pero no cumplían la función de guardianes de la tumba de Cecrops como en Atenas, sino otra desconocida para nosotros. Las copias son muy exactas; el escultor se esmeró en copiar, por el procedimiento del sacado de puntos, los rasgos y los pliegues uno a uno; pero hizo una reproducción mecánica, sin un soplo siquiera de la vida que tienen el cuerpo y el vestido de los originales, toda una lección de lo infieles que pueden ser las copias aun sin tomarse libertades como las de Aristeas y Papías.

En la curva del extremo norte del euripo, dos variantes de un atleta desnudo de mediados del siglo V, convertida una de ellas en un Mercurio, como indica la parte superior de un caduceo adherida al brazo derecho, y la otra en un Marte muy apuesto, de casco corintio, con pintoresco penacho romano, y en su mano izquierda el borde de un escudo redondo muy del gusto de la época.

La segunda pareja la forman dos de las cuatro Amazonas del famoso concurso de Efeso, una copia acéfala, pero de excelente calidad, de la Amazona de Fidias, y otra de la de Crésilas. Aquí el copista procedió con mayor libertad, pues por acortar la diferencia con la anterior suprimió el pilarcillo en que Crésilas había apoyado el brazo izquierdo de su Amazona.

El tercer pendant lo forman las estatuas acostadas del Nilo (apoyado en la esfinge) y del Tíber (acodado sobre la loba y los gemelos), versiones muy libres del mismo original que el coloso del Nilo y sus afluentes, del Vaticano.

Se ha podido comprobar que estas estatuas se encontraban, como hoy sus vaciados en cemento, en los intercolumnios de la columnata puramente decorativa que rodea este extremo curvo del euripo, en cuyo entablamento alternaban los tramos curvos horizontales con los arqueados. Los plintos son iguales y las basas molduradas tienen los perfiles típicos de la época de Adriano y de los Antoninos. Detrás de la decoración había, pues, un programa, en el que a las estatuas les correspondía despertar ciertas asociaciones de ideas. La de los dos ríos parece clara: el Nilo, Egipto; su amistad con Italia; la comunidad del culto de Isis, tan arraigado en Roma. Los pedestales de las Amazonas sobresalen del borde como suspendidas sobre el agua. La evocación deseada aquí sería la de la belleza del arte clásico a través de estas dos celebérrimas obras maestras. La del Mercurio y el Marte, dependientes de un mismo prototipo, habría que buscarla en un contexto mitológico. Pero había y hay más: de la superficie del agua sobresalían pedestales de estatuas: una de ellas, la de Escila, apareció hace tiempo; la otra, un cocodrilo, copiado rigurosamente del natural, mirando de cerca, como lo haría en un islote del Nilo, a quien recorría en barca las aguas del embalse; mientras, Escila le hacía sentir al viajero el escalofrío que la visión del monstruo provocó en el ocurrente Ulises.

Tras un minucioso estudio de lo aquí expuesto, llega Zanker a esta conclusión: la peculiaridad del gusto, acreditada desde el siglo I a.C., de incrementar el disfrute de la naturaleza mediante obras de arte, y de las obras de arte mediante la percepción de la naturaleza, está llevada aquí al límite de la agudeza. Ante tamaña exageración uno se siente tentado a hablar de la desertización tópica del mundo figurativo de los clásicos.