Época: Antoninos
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Los Antoninos

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

En la iglesia de Santa Martina, aneja a la Curia del senado, se conservaron durante todo el Medioevo la inscripción dedicatoria y los restos de un monumento destruido no sabemos por qué causa: uno de los arcos de triunfo más hermosos de Roma y más típicamente romanos a juzgar por los relieves que del mismo se conservan, once en total, los tres más completos, y mejor conservados, en el Palacio de los Conservadores desde 1515, y los otros ocho usurpados por el emperador Constantino en el siglo IV e instalados en el ático de su arco.
Según la inscripción (CIL, VI, 14) el arco se le concedió a Marco Aurelio en diciembre del 176 por haber superado a todos los generales que el mundo había conocido. En efecto, el emperador había pasado ocho años enteros fuera de Roma sin tomarse un día de descanso. Los bárbaros presentes en los relieves visten la misma ropa (túnica de mangas y capa) y tienen la misma fisonomía que los germanos que figuran en la Columna, de modo que han de ser como éstos, los marcomanos y los sármatas del Danubio, con los que el emperador estaba decidido a formar dos nuevas provincias, Marcomania y Sarmacia, que nunca llegaron a hacerse realidad. En varias placas figura al lado del emperador su mejor general, Ti. Claudio Pompeyano, presunto sucesor en el imperio.

Para hacer más sólido el compromiso, Marco Aurelio le concedió la mano de su hija, Lucila, viuda de Lucio Vero (víctima éste de la peste del 169). Cuando todo parecía arreglado en el Danubio, el emperador y sus tropas hubieron de partir para Oriente, donde el ejército de Siria y el pronunciamiento favorable de Alejandría, habían aclamado como César al ambicioso Avidio Casio. Los ejércitos no llegaron a enfrentarse, porque las tropas de Avidio ajusticiaron al rebelde. El 23 de diciembre del 176, Marco Aurelio pudo celebrar en Roma los triunfos de los últimos ocho años, en compañía de su hijo Commodo, proclamado ya sucesor al trono, pese al convencimiento de su padre de que carecía de dotes y de carácter para ocuparlo dignamente.

El formato de los relieves, más alto que ancho, limita sus posibilidades de instalación al ático de un arco, como la que le dio Constantino a los reutilizados por él. El estilo tampoco es todo lo homogéneo que cabría esperar en obras de un mismo taller, pero éste no es obstáculo insuperable. Sieveking y Rodenwaldt primero, Wegner y Becatti mucho después, han dudado, sin embargo, de que todos perteneciesen a un mismo arco. L'Orange ha sido el más acérrimo defensor de su pertenencia a un solo monumento, y esta tesis sigue teniendo defensores calificados.

Cada uno de los relieves exalta las virtudes y los momentos culminantes de la actuación del césar, la Clementia, demostrada en su benevolencia y consideración con los bárbaros; la Pietas, en el desempeño de sus funciones sacerdotales; la Victoria, la Fortuna, la Providentia, la Fortitudo.

Los tres relieves del Palacio de los Conservadores tienen la ventaja, sobre los demás, de conservar la cabeza auténtica de Marco Aurelio, no sustituida por la de Constantino. En uno de ellos, el de la Victoria Caesaris, el emperador se encuentra en un carro triunfal tirado por una cuadriga y coronado por una Victoria. Aunque la cuadriga marcha hacia la derecha, girando hacia la Porta Triumphalis por donde ha de pasar, Marco Aurelio aparece apenas sesgado, casi de frente, mostrando una tendencia, que acabará por imponerse, a que el césar se muestre siempre de cara al espectador, aun cuando la acción requiera verlo de perfil como tantas veces está Trajano en su columna. El séquito del emperador se reduce a un lictor que dirige su mirada reverente a los ocupantes del carro y un buccinator que introduce el pabellón de la trompeta en el vano del arco. El templo que se ve junto a él debe de ser el de la Fortuna Redux.

El estilo clasicista no impide, pues, que empiecen a debatirse en él tendencias que muy pronto se mostrarán pujantes en otros monumentos. En éste asistimos a la culminación de dos siglos de arte imperial que están comenzando a ceder el terreno a nuevas manifestaciones.