Época: Bliztkrieg
Inicio: Año 1940
Fin: Año 1940

Antecedente:
Italia entra en la guerra

(C) Andrés Ciudad y María Josefa Iglesias



Comentario

Mussolini comentará ante los generales que todavía se muestran reticentes: "La guerra será breve, y yo sólo necesito cierto número de muertos para sentarme junto a Hitler en la mesa de la paz". El rápido hundimiento del ejército francés impulsaría todavía mas al dictador italiano a compartir con su homónimo alemán los frutos de la victoria. Por su parte, Hitler no demuestra por el momento mayor preocupación ante la indecisión del italiano, ya que su posición de no beligerancia le proporciona una serie de ventajas de posible utilización ulterior.
Así mientras el Gobierno de Roma permaneciese oficialmente situado al margen de la lucha, Alemania podía seguir contando con una vía de entendimiento abierta con Inglaterra, debido al personal aprecio que en todo momento Churchill había mostrado hacía Mussolini. Por otra parte, ante la inminente rendición de Francia, tampoco Hitler se encontraba interesado en la idea de una guerra generalizada, cuyas consecuencias fuesen imprevisibles por el momento, a pesar de la grandes ventajas que había obtenido hasta entonces sobre los espacios intervenidos.

En Italia la más absoluta desorganización y descoordinación son por entonces la tónica dominante en el plano militar. Los altos jefes, ante los ya manifiestos deseos del Duce por entrar en el conflicto, se apresuran a elaborar un serie de planes ofensivos. Sin embargo, el hecho de que cada uno de ellos tratase de actuar de forma independiente anularía todo posible resultado positivo que una labor en conjunto hubiese propiciado. Por otra parte -como se apuntaba antes- el paso de los días y la rápida sucesión de los acontecimientos no hacían más que mostrar de la forma más palpable la básica carencia de preparación de que adolecían las fuerzas armada italianas, ante la posibilidad de efectuar una acción bélica dotada en alguna envergadura.

Las tropas y armamentos se encontraban desperdigados sobre el territorio metropolitano y las posesiones de ultramar de forma confusa y desproporcionada. Los mismos mandos mostraban en general una incapacidad casi absoluta, ya que en su inmensa mayoría habían ascendido en la escala militar en base a méritos políticos o hereditarios. Los mariscales, generales y almirantes italianos se habían avenido perfectamente con las formas dictatoriales impuestas por el fascismo, que les proporcionaba a cambio unas compensaciones materiales suficientes para convertirles en decididos defensores del sistema. Pero de hecho, debido a esta conjunción de circunstancias, carecían de preparación adecuada alguna para el planteamiento y dirección efectiva de las tareas que en función de sus cargos les correspondían.

Aquella inadecuada localización de fuerzas no facilitaba en absoluto la realización de una acción dirigida a conseguir una intervención eficaz en la guerra. Pero ya no resultaba posible dar marcha atrás, y Mussolini se autoproclamó de forma inmediata comandante supremo de los ejércitos, cargo que de forma tradicional ostentaba el monarca. Mediante esta decisión, el dictador pretendía ofrecer la imagen de un país lanzado de forma unánime hacia la lucha. Una lucha en la que además el régimen había introducido finalidades reivindicadoras de territorios vecinos, tratando con ello de ganarse el apoyo de los espíritus nacionalistas de base irredentista.