Comentario
En 446-45, atenienses y espartanos firman la paz de treinta años sobre la base de que Atenas renunciaba a todos los territorios que había ido controlando en la península, desde Mégara hasta Acaya. Se reconocía el fracaso en el continente, pero le quedaban las manos libres para la actuación imperialista en el mar. Sería éste el momento en que se define circunstancialmente la aceptación de la doble hegemonía, territorial y marítima, que coexistirán, con explosiones violentas, a lo largo de los tiempos venideros. Todos reconocían que Atenas y Esparta tomaban las decisiones que afectaban al conjunto de los griegos. A las ciudades neutrales se les permitía la libertad de alianza con cualquiera de las dos hegemónicas.
La paz se mantuvo entre Atenas y Esparta, pero las relaciones imperialistas de Atenas no dejaron de plantear conflictos, como el de Samos y Mileto, donde se implicaban las relaciones entre ciudades con las tendencias políticas. El intervencionismo no podía dejar de aprovechar cualquier circunstancia, como la de que una parte en conflicto solicitara la ayuda ateniense, como en Corcira, ni de mostrarse precavido ante la confluencia de intereses contrarios a Atenas, como los de macedonios y corintios en la península Calcídica, ni de controlar la actuación de los vecinos territoriales, cuya actividad afectara a las zonas limítrofes, como las que los separaban de Mégara. Por otro lado, el imperio y la paz engendraban necesidades internas que posiblemente hacían difícil la pasividad para una ciudad tendente a los controles marítimos y territoriales, porque, a pesar del triunfo de Pericles sobre Tucídides de Melesias, continuaba el conflicto interno con armas más o menos evidentes. Los conflictos entre ciudades antagónicas, entre ciudades miembros del imperio o entre sectores sociales dentro de las ciudades constituyen los factores múltiples que crearon las condiciones para que estallara la Guerra del Peloponeso.