Comentario
Voltaire había sentenciado que el Sacro Imperio Romano había dejado de ser romano, sacro e imperio. En efecto, una multitud de unidades políticas, con las más variadas situaciones de religión y estructura de gobierno, estaban unidas por poco más que una lengua común, una nominal sumisión al Emperador electo y un pasado lleno de guerras asoladoras.Tras la devastadora Guerra de los Treinta Años (1618-48) se había conseguido cierta estabilidad. El Emperador vio limitado su poder, la religión ya no fue motivo de enfrentamientos generalizados y desde Brandeburgo-Prusia comenzó una lenta, pero continua, actuación de engrandecimiento territorial y creación de una unidad estatal moderna.El territorio, muestra de un pasado feudal todavía presente, llega en el siglo XVIII a la máxima compartimentación. El norte está dominado por la monarquía prusiana. Existente desde 1701 cuando Federico I se coronó rey de Prusia, zona oriental, geográficamente polaca, situada fuera de los límites del Imperio, pero que tenía, no obstante, su centro en Brandeburgo, e importantes enclaves en el noroeste. Su capital, Berlín, con 100.000 habitantes ya era la más grande ciudad alemana. País de mayoría luterana contaba con importantes minorías calvinistas en el oeste y católica, numerosa tras la anexión de Silesia. Los reyes prusianos, siguiendo la norma bastante generalizada en el mundo alemán del XVIII serán exquisitamente tolerantes.Los más importantes Estados laicos, tras el prusiano estaban situados en el centro (Sajonia), sur (Baviera) y oeste del imperio (Palatinado y Hannover). Están dominados por familias que buscan acrecentar su poder por vías diplomática y dinástica, a la vez que dominan en lo posible los Estados eclesiásticos por medio de seculares privilegios de prelación en los nombramientos. Sus energías se dedican más a buscar el prestigio internacional y el esplendor de su corte, que el desarrollo del territorio. Liberados del control del Emperador, participan en la vida diplomática en donde se alían con las potencias europeas al compás de su amistad o enemistad con Prusia o Austria.Pero sobre todo miran a Francia y el esplendor de Versalles, que intentan imitar. Sus gastos son los palacios, las fiestas, los espectáculos musicales, y sólo los subsidios que reciben de las grandes potencias, Inglaterra o Francia, permiten su vida fastuosa. Munich o Dresde, las sedes de las cortes bávara y sajona, intentan ser reflejo de París.Su labor modernizadora, en cambio, chocará con las Dietas, que defendían los privilegios de la nobleza y con las corporaciones urbanas, también conservadoras de sus privilegios y sólo en la segunda mitad del siglo existieron ejemplo de gobernantes ilustrados que intentaron modernizar su país en algo más que la utilización de modas imitadoras de París.Parecida situación a la de estos Estados laicos es la de un grupo menos numeroso de Estados eclesiásticos. Los arzobispados de Colonia, Maguncia y Tréveris, cuyos arzobispos tienen voto en la elección del Emperador, así como un mayor número de obispados diseminados fundamentalmente por el centro y oeste de Alemania. En ellos cada obispo o arzobispo se sentía tan Landsvater (padre de la patria) como cualquier gobernante dinástico. De hecho, los cargos estaban monopolizados por las dinastías de los principales Estados laicos, como los Habsburgo o los Wittelsbach de Baviera que dominaban un grupo de obispados del noroeste, entre ellos Colonia, o la poderosa familia Schönbom que controlaba Maguncia, Wurzburgo o Bamberg en el centro.Difícilmente en estos Estados se llevarán a cabo gobiernos modernizados. Los cabildos de canónigos, tan poderosos como el Obispo por ser también ellos súbditos directos del Emperador, son organismos contrarios a cualquier innovación ilustrada.No obstante esta parcelación, nace cada vez más una idea de un mundo más unido. El particularismo se ciñe al ámbito político y, en menor medida, al religioso. La expulsión de minorías, como la de los protestantes del arzobispado de Salzburgo, en la frontera con Baviera, país enraizado en el catolicismo, es excepcional. Es habitual en cambio la tolerancia de los gobernantes, que se hace extrema en el caso de los reyes prusianos que aceptan, para paliar su escasez demográfica, desde hugonotes franceses hasta jesuitas suprimidos.La nobleza y, sobre todo, los intelectuales, viajan por toda Alemania ofreciendo sus servicios o son solicitados por las múltiples pequeñas cortes que buscan, cómo no, aumentar su prestigio. Es el caso de Leibniz, nacido en Leipzig, en Sajonia, que trabajó para el elector de Maguncia, para el elector de Hannover e, incluso, para los Hohenzollem de Berlín, en donde participó en la creación de su Universidad. O el de Goethe, natural de Frankfurt, estudiante en Leipzig y Estrasburgo y reclamado por el gran Duque de Weimar para tenerlo como consejero.Además, la época es relativamente tranquila para Alemania. Las guerras que dominaron el siglo anterior disminuyen e incluso desaparecen del suelo alemán hasta mediados del siglo cuando con la cuestión de Silesia comienzan las continúas guerras prusianas. A pesar de la no recuperación económica generalizada, salvo en Prusia, es en la primera mitad del siglo en la que se concentra la mayor actividad constructiva de las cortes alemanas.En todas ellas, escasas en poder político y económico, el ejemplo del Rey Sol y sus palacios son, más que una moda, el ideal a imitar. Galomanía o fascinación por Versalles que hace importar institutrices y preceptores lo mismo que artistas. No ajenas a la tendencia imitadora están, sin duda, las continuas solicitudes de subsidios, reclamados por fidelidades diplomáticas, que irán a cubrir los agujeros presupuestarios originados por las pretenciosas construcciones principescas.La visita a Francia es norma general para los hijos de la aristocracia. De Francia se regresa con las ideas, los planos y hasta los arquitectos para la construcción del nuevo palacio a la francesa.El francés es no sólo el idioma diplomático para la correspondencia oficial, sino que se utiliza por la aristocracia también coloquialmente. En un país con escasa tradición literaria, el alemán es considerado habla ruda, sin formar. Leibniz, lo mismo que Federico II publicarán sus obras en francés y cuando el rey utiliza el alemán, sus escritos serán difícilmente legibles.La actuación ilustrada no se generalizó en todos los puntos de Alemania. Tras la guerra de los Siete Años se vislumbra una tendencia a despegarse de lo francés y a valorar lo alemán. Pronto Goethe será el intelectual más afamado. Sólo las pequeñas cortes conservadoras seguirán buscando el modelo francés.