Época: Cd1020
Inicio: Año 1789
Fin: Año 1848

Antecedente:
Pintura y escultura entre revoluciones

(C) Virginia Tovar Martín



Comentario

Al referirnos a los discípulos de David obviamos el nombre de uno extraordinario, Antoine-Jean Gros (1771-1835), entre cuyos méritos está el haber iniciado las pautas de la pintura de Géricault y Delacroix. Sólo que Gros fue artista de la primera década del siglo, pues, cuando en la Monarquía de Julio le fue concedido el título de barón, hacía ya tiempo que era un pintor acabado. Sus lienzos de época napoleónica son, en cambio, soberbios. Gros construyó las imágenes más cautivadoras de las hazañas de Napoleón y a la caída del poder de éste se desbarató, por así decir, el ideal que había operado en su pintura como prototipo de innovación. Se fijó en el brío y la vitalidad de Rubens para ensalzar las armas de fuego y ennoblecer al triunfador Bonaparte. Sus cuadros de batallas y episodios conforman la pintura monumental más enérgica del teatro pictórico napoleónico. En los lienzos más sosegados brota la adversa hipersensibilidad de un cantor de gesta, como en Los apestados de Jaffa 1804) y Napoleón en Eylau (1808). El singular retrato del Sublugarteniente Charles Legrand (h. 1810), realizado como cuadro votivo de un adolescente caído en el alzamiento de Madrid de 1808, presenta al joven como un semidiós de belleza serena, cándida y frágil, sobre la que lucen las armas y la coraza del imitador de Marte.Con Napoleón el arte de propaganda política alcanzó las cotas más elevadas de la historia. Aún póstumamente contó con un gran exaltador, François Rude (1784-1855). Las esculturas de Rude enlazan con el dramatismo barroco, lo mismo que persiguió Delacroix en su pintura. Su obra más monumental es La partida de los voluntarios en 1792 (1833-36), emblema revolucionario de turbulento patetismo que hizo para la decoración de uno de los pies derechos del Arco de Triunfo de Chalgrin. Es posterior a ésta el Despertar de Napoleón (1845-47), un bronce de grandes dimensiones cuyo misterio plasma la última visión mítica de Bonaparte: la de una excrecencia redentora en segunda venida que se dispone a juzgar a Francia.A la misma generación de Rude pertenecen Jean-Pierre Cortot (1787-1843) y Pierre-Jean David d'Angers (1788-1856). Este último fue un persuadido romántico que desarrolló una gran actividad. Sus esculturas historicistas y sus retratos bustos y medallones dan muestra del pictoricismo neobarroco que primó en el gusto francés del Romanticismo pleno. Pero David d'Angers era más tibio y anecdótico de lo que creyó. Su plástica no resiste la comparación con Antoine-Louis Barye (1795-1875), un hombre ligado a Gros y a Delacroix. Las esculturas de Barye son una agitada manifestación de la fuerza de animales salvajes (El león y la serpiente, 1833) y héroes mitológicos (Teseo y el Minotauro, h. 1840). Antoine-Augustin Préault (1809-1879) sí dominó una plástica impulsiva cercana a la de Barye, incluso más violenta y expresionista. La audaz empresa artística de Préault fue la de un romántico subversivo, de ingenio libre y antioficialista. El fantasmagórico relieve Masacre (1834) es una de las esculturas más rupturistas en el arte francés anterior a Daumier.Los temas del erotismo palpitante y la violencia alcanzaron también a la obra de Auguste Clésinger (1814-1883). Pero es preferible pensar en las entradas antes que en los postres. Entre las esculturas más cautivadoras de esta época, realizadas ya en sus inicios, están las pocas y magistrales estatuillas que legó Théodore Géricault (1791-1824) en su obra. En Violación, Caballo desbocado, Sátiro y ninfa, las figuras se deshacen en una violenta intensidad, en un clímax de perturbación física, con una factura inaudita en la historia de la escultura, al menos desde el non-finito de Miguel Angel. Sátiro y ninfa es una nueva obra griega en el sentido nietzscheano del término. Sólo hay algo comparable a estas pequeñas-grandes obras de Géricault, y es su pintura. El Oficial de cazadores a caballo, presentado en el Salón de 1812 y Coracero herido, dos años posterior, son aún cuadros bélicos, pero, al contrario que la pintura de batallas de Gros, no hay escena, el tema del campo de batalla se transcribe por medio de un fragmento individualizado de la lucha, se centra en un solo hombre anónimo, uno casi empecinado, el otro perdedor, y en el caballo que deja al desnudo los instintos, los actos reflejos en un medio de vigorosa confusión.Géricault llevó el tema de los caballos en las más diversas circunstancias a muchos de sus lienzos, no sólo a los de tema militar. Fue un apasionado jinete y su prematura muerte se produjo a consecuencia de una caída del caballo. Abundan en su obra los motivos costumbristas relacionados con la presencia del caballo en las manifestaciones populares, como las carreras (Carrera en Epstom, 1821) o las ferias de ganado, o en los trabajos rurales (El herrero, 1814, El horno de cal, 1824). En 1817 realizó una serie de estudios con el asunto de las carreras de caballos libres en Roma, el Corso dei barberi, en la que se advierte el tratamiento heroico con el que transcribía un motivo popular en términos de un enérgico clasicismo de ascendencia barroca, similar al de sus cuadros mitológicos. El ímpetu miguelangelesco fue asimilado espontáneamente por este maestro de la composición libre y enérgica, al tiempo que incuestionablemente clásica.Fue pintor de situaciones extremas y de instintos elementales. La balsa de la Medusa (1819) es una masa hacinada de cuerpos moribundos y náufragos desesperados que representa un hecho real, ocurrido años antes a los pasajeros de un buque francés cerca de la costa de Senegal. Géricault da cuenta aquí de su admiración por las representaciones de Caravaggio, David y otros, pero no estiliza, sino que quiere hacer ver una realidad exasperante y el conflicto de una humanidad enajenada. Reconstruyó esta odisea en todos sus detalles a través de informes y testimonios de los supervivientes, lo mismo que se ocupó de estudiar cadáveres y cuerpos mutilados, como hacen ver sus cuadros de cabezas y miembros humanos cortados; todo ello para presentar el clímax dramático de una acción ciega.Con todo, es ésa la más clásica de sus obras y, en cualquier caso, la más monumental. Sus dibujos y estudios hacen ver lo más agitado de su temperamento y su curiosidad indiscriminada por la vida, desde el elemento más animal del hombre, hasta la expresión más elaborada de su cultura. Entre sus últimas obras hay una serie de retratos de gran hondura psicológica que realizó por encargo de un psiquiatra. Son retratos de dementes, en una serie que ha quedado reducida a cinco lienzos, eso sí, magistrales. Fieles y sueltas de pincelada, como en el realismo velazqueño, estas imágenes de locos guardan una majestuosa ambigüedad, pues hay en todos ellos una apariencia de normalidad, de cordura, de modo que las enfermedades (cleptomanía, perversión, estupidez...) no son simplemente suyas, padecidas por esos enajenados, sino por cualquiera que quiera verlas.Pese a su corta vida, la obra de Géricault da cuenta de una personalidad tan versátil y rica, que hemos de considerar su mundo artístico como un todo autónomo. Ocurre con los pintores más destacados del Romanticismo lo mismo que con otros de los grandes innovadores en la historia del arte: su pintura excede los supuestos artísticos instituidos en los que se forma y establece sus propios parámetros. Eugène Delacroix (1798-1863) fue uno de estos redefinidores del Romanticismo. En 1824, cuando realmente las nuevas experiencias artísticas habían dejado poso en todas las ramificaciones de la producción estética, un pintor venerado por el propio Delacroix, A.-J. Gros, dijo de la obra de éste que se exponía en el Salón: "es la masacre de la pintura". Debió causarle verdadera consternación, aunque nunca sabremos lo que quería decir, censurar o elogiar con eso el viejo Gros. Literalmente su expresión no sólo significaba que el cuadro destruía su noción de lo que era la pintura, sino que hacía trizas la pintura en absoluto. Con toda seguridad no fue esta la intención de Delacroix al pintar La matanza de Quío.En todo caso, en lo que respecta a su relación con la tradición, este cuadro de originalísima grandeza quería ahondar en un conocimiento pictórico iniciado por Gros, inquietar con asimetrías barrocas, calar con garra trágica en un patetismo erótico a la Rubens, elevar los valores plásticos del color y enfatizar el fondo paisajista con una captación de la atmósfera natural como la que había sabido desarrollar Constable. Y, lejos, desde luego, de ser un estéril cuadro sincretista, el cuadro de Delacroix alcanza al espectador por su vibrante y arrojado dramatismo humano, por su realidad conmoverora.Delacroix fue pintor del elemento ardiente y turbulento de la realidad, un poeta épico a la vez pesimista y voluptuoso. "Ha tocado todas las teclas de la pasión", dijo de él Théophile Silvestre en 1858. Y este autor "apasionadamente enamorado de la pasión", como lo consideró Baudelaire, no miró tanto su derredor y su presente como el mundo de la invención literaria, el mito, la leyenda, la historia lejana y el exotismo.Su única obra de asunto contemporáneo strictu sensu es La libertad guiando al pueblo a las barricadas (1830), el famoso óleo que enaltecía los motines de julio de 1830, en los que había participado el propio pintor. Como en La matanta de Quío, que también constituía un tema de sensibilidad política progresista, en La liberté era grande la deuda para con Géricault, junto a Goya su gran precedente. La liberté es una de sus composiciones más disciplinadas, allí donde su predilección por las asimetrías y las diagonales se plasma con un mayor cuidado por la unidad y jerarquización de los elementos. Frente, por ejemplo, a La muerte de Sardanápalo (1827), el cuadro inspirado en Byron, exponente de la visión desaforada y pesimista del erotismo de Delacroix, en el que las formas son arrastradas por un torbellino exultante, el espacio de La liberté es menos indeterminado y más firme.Tanto en el Sardanápalo como en Las matanzas Delacroix mostraba ya su atracción por los mundos exóticos. Después de su viaje a Marruecos de 1832 los temas que denominamos orientales, aunque son del norte de Africa, cobran una gran importancia en su obra. Las mujeres de Argel (1834) son uno de los primeros y más destacados ejemplos. Delacroix, como sus populares compatriotas Horace Vernet, antes citado, y Alexandre Decamps (1803-1860), autor de cuadros de género con escenas turcas, inició lo que se ha llamado la pintura orientalista, que tendrá un extraordinario peso en la producción artística del segundo tercio de siglo.Además de la sugestión de los temas inéditos y del atractivo de una cultura tradicional, por así decir, intacta, de la que hizo una interpretación dionisíaca, la experiencia africana pudo impactar a Delacroix por la fuerza cromática de los lugares y los tejidos. De su fascinación por el color dejó constancia en su "Diario de Marruecos", donde comenzó a desarrollar una teoría basada en las correspondencias entre las tintas complementarias, que prácticamente había utilizado desde un comienzo, pues fue lector de Roger de Piles.En el panorama artístico francés con la pintura de Delacroix y sus principios resurgió la vieja polémica entre poussinistes y roubenistes, el diseño y el color, en este caso trasladada con nuevos términos al contraste entre el magisterio de Ingres y los nuevos recursos formales de este extraordinario colorista. La fuerza creadora de Delacroix se concentró en la pintura al óleo, incluso a veces, en alguno de sus ciclos monumentales, aplicado sobre el muro.Pero, también ha dejado espléndidos dibujos, esbozos al pastel y acuarelas. La acuarela Caballo en la tormenta (1824) es un fascinante ejemplo en pequeño del poder plástico del desaforado pincel de Delacroix, que no desmerece un ápice de sus figuras de animales al óleo. Es una naturaleza convulsiva, enérgicamente turbadora, la que nos presenta este pintor. En ese caballo blanco en difícil posición, perturbado por la tormenta, toma cuerpo, si se me permite la expresión, lo salvaje de lo salvaje, la naturaleza latente, momentáneamente incontrolada. Delacroix volvió una y otra vez, como Barye, sobre la representación de animales salvajes, en los que podían reconocer la verdadera realidad y ver manifestarse los síntomas elementales de la pasión. En cierto modo, el objeto del anhelo romántico había perdido refugio intelectual. Delacroix aborreció la cultura de su altiva época, la del salón burgués y la anécdota conformista. Al citar al animal y a la pasión subvertía por la epidermis el conocimiento humano.