Comentario
Esa misma noche, más calmado y esperanzado por las noticias que recibía sobre la furiosa resistencia de los berlineses al avance de los soviéticos, volvió a bromear con las penurias que pronto tendrían los generales de Stalin a causa de su derrota de tanques y aviones en Berlín.
Dirigiéndose a la piloto de pruebas, Hitler dijo: "Hanna mía, todavía tengo esperanzas. El Ejército del general Wenck viene desde el sur. Tiene que hacer retroceder a los rusos lo bastante como para salvar a nuestro pueblo, y lo hará. Y entonces volveremos a resistir cada cual en nuestro puesto".
Hitler aún pensaba que podría defenderse el frente del Oder y que Berlín, aunque alcanzado por los rusos en su zona este, se mantendría alemán. Los hechos demostraban, sin embargo, que eran esperanzas sin base alguna. Berlín había sido cercado días antes; las unidades acorazadas de Koniev habían entrado el día 25 con los norteamericanos en Torgau; las fuerzas de choque de Rokossovsky estaban avasallando al III Ejército de Manteuffel y el día 25 tomaron Stettin, amenazando de cerco los puertos del Báltico próximos a la desembocadura del Oder y creando una fuerte línea de avance hacia Prezlau...
Mientras Hitler esperaba milagros de Wenck, éste rebañaba cuanto podía para fortalecer sus escuálidas unidades y tenía que realizar milagros de coraje y pericia para despegarlas de las vanguardias norteamericanas. Romper con aquellos restos el cinturón soviético iba a ser un trabajo sobrehumano. Su avance hacia Berlín sólo es comprensible por la calidad militar de Wenck y por el espíritu de sacrificio que los jefes alemanes supieron inculcar aún en aquellos momentos a sus soldados: había que llegar a Berlín, no ya para salvar a Hitler, sino para sacar del cerco soviético al IX Ejército, a las guarniciones de Potsdam y Berlín y a varios millones de paisanos...
El otro ataque que esperaba Hitler, el lanzado por el grupo Steiner desde el norte, era cada vez más un espejismo. El día 27, con los tanques soviéticos avanzando a toda máquina hacia Prezlau, con el III Ejército partido por la mitad y amenazado de embolsamiento, Henrici trató de movilizar las fuerzas de Steiner para un ataque de flanco contra la cuña de Rokossovsky. Pese a que militarmente aquello tenía sentido y hubiera podido dar un disgusto a los soviéticos, Keitel se negó en redondo a que se realizara.
En aquel momento, Henrici determinó operar por su cuenta y hacer lo único que aún estaba en sus manos: ordenó a Manteuffel una retirada escalonada del III Ejército y pidió a sus tropas que protegieran la retirada de la población civil.
Entre tanto, en las calles de Berlín se libraba una lucha dantesca. Casa a casa, las tropas soviéticas iban penetrando hacia el centro. Los defensores, sin relevos, sin comidas calientes, caían derrengados por la fatiga y el sueño. Pero la lucha proseguía con singular encarnizamiento: "¡Viene Wenck! ¡Viene Steiner! Los norteamericanos están combatiendo con los rusos en el Elba..." mil rumores, hábilmente fomentados por Göebbels, mantenían la moral de los combatientes: "Hay que aguantar un poco más. Por 24 o 48 horas más de resistencia no tendremos luego que lamentarnos toda la vida..." se decían y continuaban desangrándose en aquella batalla enloquecida.
La artillería y los aviones soviéticos machacaban los reductos de resistencia hasta reducirlos a escombros. Los supervivientes de aquella batalla recuerdan, entre otras cosas, que el ruido fue ensordecedor durante diez días, sin que a ninguna hora hubiera un momento de calma. Al parecer, los soviéticos lanzaron sobre Berlín en aquellos diez días más de 25.000 toneladas de bombas y granadas de todo tipo...
Baerenfaenger fue destituido el 26 de abril: pese a su brutalidad no pudo ocultar durante muchos días su incompetencia. Hitler entregó en mando al general Weidling, que sostuvo la lucha con notable pericia, pese a la descoordinación de muchos núcleos de defensores. El oficial de la división Muencheberg, mencionado más arriba, sigue narrando la agonía de Berlín, el día 26: "... Un nuevo puesto de mando se instala en la estación Anhalt. Las escaleras de la estación y las taquillas se asemejan a un campamento; en los ángulos se aprietan mujeres y niños. Otros se sientan sobre sillas plegables. Silenciosos, siguen el estruendo de la lucha. Las descargas conmueven las bóvedas de los túneles. Trozos de hormigón se desploman. Olor a pólvora, vaharadas de humo en los túneles. Trenes hospitales aún ruedan por los raíles del metro. De repente, ¡sorpresa!: comienza a entrar agua en nuestro puesto de mando. Gritos, gemidos, huidas... gentes que luchan desesperadamente por abrirse paso hacia la superficie; masas de gentes que caen en las traviesas de las vías, niños y heridos que quedan atrás. Se taponan las salidas. El agua alcanza a los que huyen, el nivel sube un metro... ¡sigue subiendo! ...luego halla alguna salida y empieza a correr mansamente. El pánico dura horas y las víctimas son centenares" (14).
Mientras tanto, siguen los duros combates en la superficie; al caer la tarde se lucha en la plaza de Potsdam... Berlín agonizaba. Aprisionada por las poderosas pinzas de acero soviéticas, machacada día y noche por 25.000 cañones y morteros, aplastada por el omnipresente martillo aéreo, la capital del Reich tenía los días contados. De poco servía el ánimo de sus agotados defensores, el valor suicida de muchas unidades. Ante el abrumador poderío de los sitiadores el resultado final era claro. Koniev y Zhukov, seguros de su victoria, no economizaban ni hombres ni medios; lo único importante era que el triunfo llegase muy pronto, como exigía Stalin desde Moscú.
La gravedad de la situación ya no se ocultaba el día 28 ni en el búnker de Hitler. Allí los, nervios estaban a flor de piel, pues las esperadas ofensivas no terminaban de llegar. En aquellas horas de la madrugada, que Hitler siempre pasaba en vela, cablegrafió a Keitel: "Espero la inmediata liberación de Berlín. ¿Qué está haciendo el ejército de Henrici? ¿Dónde está Wenck? ¿Qué está sucediendo con el IX Ejército?"
El desesperado Keitel, que deambulaba de uno a otro ejércitos con grave peligro, atravesando con frecuencia las líneas soviéticas o sus proximidades, no tenía nada agradable que comunicar y guardaba silencio.
Henrici bastante tenía con retirarse a toda prisa, procurando arropar la huída de la población civil. Precisamente a esas horas de la madrugada del día 28 de abril, las tropas soviéticas penetraban en Neobrandenburgo y se disponían a tomar Neusterlitz, más al sur y Anklan, en la costa del Báltico. El frente norte del Oder se había desintegrado.
Henrici dispuso inmediatamente del grupo Steiner y lo envió a tapar la brecha abierta en su frente y ordenó una rápida retirada hacia el oeste del río Havel.
A media mañana, cuando estas operaciones se hallaban en marcha, Keitel halló a Henrici cerca de Neusterlitz. Le amenazó, le rogó, le trató de ilusionar para que revocara aquellas órdenes y mantuviera el frente... Henrici estaba asombrado ante la ceguera de Keitel. Se hallaban junto a la carretera por la que discurría el ejército en retirada mezclado con una penosa y densa caravana de paisanos aterrados.
Al no conseguir sus propósitos Keitel amenazó a todos con un pelotón de ejecución. Henrici señaló aquella miserable multitud en derrota y le dijo: "Mariscal, si usted quiere fusilarlos, le ruego que empiece ahora mismo".
Keitel se marchó airado y desesperado. Manteuffel, presente en toda la discusión, preguntó a su superior por qué no había detenido a Keitel; Henrici, profundamente pálido por la tensión interior, le respondió: "¿Para qué? Las cosas seguirán igual sin detener a Keitel".
Hacia las 12 horas de la noche del día 28, Henrici fue destituido. Manteuffel se encargó de protegerle contra cualquier villanía de la camarilla del bunker. La historia daría la razón a Henrici: nada podía ser cambiado. Para sustituirle fue nombrado el general Student, pero como éste no pudiera incorporarse rápidamente se le dio el cargo de jefe de los Ejércitos Vístula al general Tippelskirch. Este no pudo hacer otra cosa que proseguir el movimiento iniciado por Henrici.
Wenck, tras haber estudiado con Busse la situación, renunció a romper el cerco en que se movía el IX Ejército. Este formaba una bolsa ambulante que, muy lentamente, se iba abriendo camino hacia el oeste. Las fuerzas que le rodeaban eran tan poderosas que Wenck nada hubiera conseguido con sus menguadas huestes. Decidió lanzar su golpe en dirección a Potsdam.
Su decisión fue plenamente acertada, pues Koniev aguardaba su ataque en la zona de Jüterbog, suponiendo que Wenck trataría de romper el cerco del IX Ejército por la zona más próxima a sus posiciones. Por el contrario, Wenck lanzó cuanto tenía en un ataque muy violento y rápido en las proximidades de Belzig, donde las tropas soviéticas eran abundantes, pero se hallaban desprevenidas. Era la madrugada del 28 de abril.
Con rapidez penetró en dirección a Beelitz y en un supremo esfuerzo sus agotados soldados llegaron a Ferch, poco antes de la puesta del sol, 35 kilómetros sin cesar de combatir, con un tremendo desgaste por parte de sus fuerzas acorazadas y con un derroche de coraje en la infantería, que hubo de cubrir la distancia sin cesar de luchar y, alcanzado Ferch, debió atrincherarse.
El mando soviético reaccionó con presteza y al caer la noche del mismo 28 ya contraatacaba en el sector Beelirz-Ferch. Pero Koniev no pudo desalojar de allí a los alemanes ni aquella noche ni durante los días siguientes. Los restos de la Wehrmacht pelearon como demonios para conseguir que la guarnición de Potsdam pudiera abandonar el cerco a través de los lagos del Havel y para que el IX Ejército se abriera camino hacia ellos (15).
El 28 de abril fue otro día terrible para Berlín. La artillería y los aviones rusos mantuvieron su tremendo ritmo destructivo y las fuerzas contendientes mantuvieron la lucha con el mismo denuedo que en los días anteriores. Pero fue también un gran día de esperanzas. Por fin Wenck avanzaba. Los rumores aseguraban que estaba entrando en Potsdam. Incluso algunos enlaces que llegaban del oeste de la ciudad afirmaban haber escuchado con sus propios oídos el hondo bum-bum de sus cañones, que se oía claro y diferente al de las piezas soviéticas.
Aunque las municiones comenzaban a escasear en algunos lugares, la capacidad combativa de los berlineses aumentó ese día. Bien lo experimentaron las tropas de Zhukov cuando atravesaron el Spree camino del Reichstag. Durante veinticuatro horas lanzaron asalto tras asalto, siendo una y otra vez rechazadas. El puente Moltke estaba cubierto de cadáveres y chorreaba sangre. Los cuerpos, molidos por las cadenas de los blindados, habían sido convertidos en un amasijo sobre el que resbalaban las tropas de infantería...
El poderoso búnker del Zoo, atestado de paisanos, era el lugar mejor dotado de artillería de todo Berlín. Sus cañones disparaban ininterrumpidamente contra las tropas rojas que trataban de partir en dos la zona de resistencia berlinesa justamente por ese lugar.
En la academia de la Gestapo de la Prinz Albrechtstrasse se habían atrincherado 2.000 hombres de las SS. Tras cinco horas de intentar asaltarlo, los soldados soviéticos desistieron y buscaron otro lugar más cómodo para la penetración: dejaron más de un millar de muertos en los alrededores.
¿Pero dónde está Wenck? se interrogan angustiados los berlineses. Midiendo las distancias de Ferch a Berlín por los fulgurantes ritmos de avance de la Wehrmacht en los días más gloriosos, Hitler se desesperaba preguntándose por qué no llegaba, por qué no acallaba con sus cañones la artillería soviética, que estaba demoliendo sistemáticamente la Cancillería, levantando tanto polvo que hubieron de parar los ventiladores del búnker para no absorberlo.
Debido a la tensión y al aire viciado, el clima en el refugio de Hitler era insoportable. Según la descripción que de aquellas horas nos ha dejado Hanna Reitsch, "el Führer se paseaba sudoroso, hecho un manojo de nervios, por el bunker blandiendo un mapa de carreteras que rápidamente se estaba desintegrando bajo el sudor de sus manos y planeando la campaña de Wenck con cualquiera que se prestase a escucharle".