Comentario
Adolf Hitler, que se había acostado casi a las 5 de la madrugada del día 21, fue despertado a gritos por su ayudante cinco horas después. El búnker vibraba amenazadoramente. Una batería pesada soviética tiraba sobre la Cancillería con tremenda precisión y había destrozado antenas de radio y líneas de teléfono. El búnker quedaba medio incomunicado.
Hitler se presentó ojeroso en el comedor. Tras el desayuno siguió la catarata de malas noticias. El contraataque de Schoerner había fracasado; los ataques de la Luftwaffe contra las columnas soviéticas que amenazaban con el cerco de la capital, se habían estrellado contra los enjambres de cazas soviéticos. Hitler estalló furioso: "¡Los aviones a reacción para nada sirven. La Lutwaaffe sobra! ¡El mando de la Lutwaffe en su integridad debería ir a parar a la cárcel!"
Henrici comunicaba la mala noticia de que la brecha en su centro, entre sus III y IX Ejércitos, era cada vez mayor y que el III Ejército (Manteuffel) apenas si podía librarse él mismo del copo ante los ataques que había comenzado a desarrollar Rokossovsky, por lo que la unión del frente era imposible.
Hitler rugió de rabia contra aquellos generales de la vieja escuela, según él carentes de coraje, llenos de prejuicios y de reglamentos. Un general joven, un general nazi era lo que necesitaba. Se acordó entonces de Félix Steiner, un hombre de las SS. Pidió que tomara el mando de una división blindada y reuniera los jirones de tropas que se retiraban del frente rechazadas por los rusos o que, sin armas ni municiones, caminaban hacia el Oeste entre la riada de fugitivos.
Con aquel abigarrado y débil conjunto, pomposamene bautizado Grupo de choque Steiner, Hitler pretendió que se cortase la pinza que Zhukov había tendido por el norte contra Berlín. Pero aquella esperanza se consumió con la velocidad de un relámpago...
Rabia, impotencia, desesperación... En el búnker de la Cancillería se había perdido todo contacto con la realidad. Hitler y sus aduladores militares -Jodl, Keitel, Krebs, Burgdorf- seguían moviendo sus divisiones como si estuvieran completas, como si contaran con todos sus medios de combate y con el combustible y la munición necesaria... Otras veces, durante las largas esperas, los lúgubres y fríos pasillos del refugio eran la más viva imagen de la desolación.
Nadie apenas transitaba por ellos y, a ciertas horas, la mayoría prefería evitarlos. En aquellos últimos días, Hitler, que apenas podía andar veinte pasos seguidos, solía sentarse en las escaleras de acceso hacia el primer piso; allí se pasaba un buen rato acariciando a su perro y mirando con sus ojos miopes e inyectados de sangre hacia las sombras que se le acercaban y pasaban a su lado, a veces sin que pudiera reconocerlas claramente. En aquellos últimos días precisaba gafas de fuerte aumento para poder leer los escritos que se le entregaban, aunque éstos siempre se le preparaban en una máquina de grandes caracteres.
Sobre su salud mental los médicos que le atendieron hasta el final no tienen duda alguna. Hitler conservó la cordura hasta su muerte, aunque la desinformación sobre la realidad, los prejuicios hacia sus enemigos, las adulaciones de sus tiralevitas y el aislamiento del búnker, unidas a su soledad y desesperación, le hicieran tomar decisiones absurdas y dar órdenes descabelladas.
Cuando el día 21 de abril manda a Steiner que ataque la tenaza de Zhukov, amenaza:
"Todos los oficiales que no acepten esta orden sin reserva alguna deben ser arrestados y fusilados inmediatamente. Responde usted con su vida de la adecuada ejecución de esta orden. La suerte de la capital de Alemania depende del éxito de su misión".
Evidentemente Hitler no sabía lo que tenía ni con lo que se enfrentaba. Tras la toma de Berlín, el mariscal Zhukov manifestó en una gran rueda de prensa: "En esta batalla por Alemania disponemos de gran superioridad en efectivos humanos, tanques, cañones, aviones; en fin, de todo. Una superioridad de 3 a 1 y a veces del 500 por ciento. Pero lo importante no sólo era tomar Berlín -lo cual se da por supuesto- sino hacerlo en el menor tiempo posible".
Con esta desproporción de fuerzas y este planteamiento soviético está claro porqué Félix Steiner no pudo cumplir las órdenes de Hitler. Cuando Zhukov supo de concentraciones alemanas sobre la derecha de su tenaza -preparativos muy fáciles de detectar sobre todo el frente- pidió a Rokossovsky que iniciara el ataque sobre el bajo Oder.
Esta ofensiva obligó a Manteuffel a poner a la defensiva a todo su III Ejército y a emplear sus reservas para taponar brechas. Henrici, el jefe del Grupo de Ejércitos Vístula, a aquellas alturas ya no podía pensar en más contraataques, sino en cómo retirar al IX Ejército, cercado junto al Oder y en cómo proteger al III, también amenazado de embolsamiento por Rokossovsky y Zhukov.
Durante todo el día 21 y 22 Hitler desplegó una actividad febril, tratando personalmente de rebañar hasta el último hombre para fortalecer al grupo Steiner. Fuerzas de la Marina y de la Luftwaffe, quizás hasta 20 o 25.000 hombres, se juntaron a las iniciales divisiones de Steiner (9), pero éste no era un loco para iniciar el ataque suicida que le pedían. Aquellos refuerzos tenían como único armamento fusiles y ametralladoras, y no eran tropas adiestradas para combatir como infantería.
Evidentemente hubiera sido suicida lanzarlas a un ataque contra tropas acorazadas, plenas de moral y triples en número. Bastante tuvo Steiner con asegurar el flanco derecho de Manteuffel, que se tenía que emplear a fondo para no ser desbordado.
El desplome de las esperanzas de Hitler ocurrió hacia las 3 de la tarde del 22 de abril. En la reunión militar, Keitel y Jodl llevaron, como era habitual, sus informaciones con sumo tacto. Aquí se le comunicaba un descalabro al Führer: "los rusos han irrumpido entre Stettin y Schwedt y han penetrado 20 kilómetros en las líneas del III Ejército". Y a continuación se le doraba la píldora: "El IX Ejército se mantiene junto al Oder y comunica que durante las 24 últimas horas ha destruido 90 blindados enemigos".
Hitler quiso olvidarse en aquella reunión de lo que ocurría más al Sur entre el IX y IV Ejércitos, donde la brecha era enorme y por ella había metido Koniev casi medio millón de hombres en una semana. Su obsesión de que el boquete debía ser cerrado por Schoerner desde el sur se le había olvidado. Ante lo imposible, sus mecanismos de autodefensa funcionaban olvidando el asunto.
Lo que entonces le preocupaba era Steiner. Sus asesores militares permanecían pálidos ante él. Steiner no ha comenzado el ataque, se limitó a decir Jodl. No le dio tiempo a enumerar las disculpas para aquel retraso. Hitler gritó. Un grupo de personas, que se hallaba en el pasillo, enmudeció ante el grito, un grito agónico, entre enloquecido y doloroso. Habló a voces tan atropelladamente que casi era ininteligible. Los del pasillo sólo percibían su tono herido, dolorido. Las mujeres lloraban, los hombres estaban mortalmente pálidos.
Walter Hewel transcribió una parte del berrinche: "¡Muy bien! ¡Cómo voy a dirigir la guerra en estas condiciones! ¡La guerra está perdida! ¡Pero si ustedes imaginan, caballeros, que ahora voy a abandonar Berlín, están muy equivocados! !Antes me meteré una bala en los sesos!"
Hitler pidió poco después línea con Göebbels y le dijo que iba a quedarse en Berlín. Como el cañoneo ruso arreciaba sobre la ciudad (ese día se contabilizaron 500 proyectiles de promedio por hora), el Führer invitó a su ministro a refugiarse, con su familia, en el búnker de la Cancillería.
Göebbels, por su lado, también había arrojado la toalla. El día 21, en una reunión con sus colaboradores, pronunció un largo y angustioso discurso en el que enumeró los errores cometidos por el Gobierno y el partido nazis para llegar a aquella situación. Según el ministro de propaganda, los principales fallos del sistema habían sido la blandura al no haber cortado de raíz las tibiezas y las traiciones de sus colaboradores. En último término, Göebbels culpaba al pueblo alemán, cuyos hombres no "habían luchado hasta la muerte ni cuando vieron violadas a sus mujeres... El pueblo alemán se merecía la muerte que ahora le aguardaba".
Ante aquella injusticia, varios de sus colaboradores se levantaron y protestaron, queriendo argumentarle. Göebbels, descompuesto, no permitió la discusión y abandonó el local con una sentencia terrible: "No se hagan ilusiones. A nadie he forzado a ser colaborador mío. Y tampoco nosotros hemos forzado al pueblo alemán; él mismo nos ha elegido. ¿Por qué han colaborado ustedes conmigo? ¡Ahora les cortarán el cuello!"