Época: Hispania republicana
Inicio: Año 237 A. C.
Fin: Año 30 D.C.

Antecedente:
Hispania en el conflicto la II Guerra Púnica



Comentario

La toma de Sagunto por Aníbal ha sido descrita al detalle por los autores antiguos hasta el punto de que sus descripciones aportan mucha información sobre las tácticas y métodos de guerra de la época. Para los historiadores filorromanos, el relato sobre los saguntinos, amigos de Roma, resistiendo con valentía a un ejército más poderoso para defender su libertad equivale a una exaltación indirecta de las virtudes romanas encarnadas ya en los saguntinos; es claro en este sentido el testimonio de Livio (21, 7-8; 11-12; 14-15).
Tras un largo asedio, el 219 a.C., Aníbal toma Sagunto, una de las ciudades más importantes del sur del Ebro. El pretexto de Aníbal para el ataque a la ciudad fue la necesidad de proteger a las poblaciones vecinas de turboletas, que se sentían oprimidas por Sagunto. Roma no acudió á defender a los saguntinos ni les envió ayuda.

El mensaje militar y político de la toma de Sagunto fue comprendido al punto por Roma. Ambas potencias comenzaron a hacer los preparativos para lo que sería un encuentro frontal de las mismas. A raíz de este acontecimiento, Roma crea dos cuerpos de ejército: el cónsul T. Sempronio Longo debía partir el 218 a Sicilia y, desde allí, pasar a Cartago, mientras el otro cónsul, P. Cornelio Escipión, debía dirigirse a Marsella y, desde allí, a la Península Ibérica. A su vez, el mismo 218 a.C., Aníbal somete a los pueblos hispanos situados entre el Ebro y los Pirineos (ilergetas, ausetanos, airenosios y lacetanos) y, una vez organizada la defensa de la Península, dirige sus tropas a Italia, iniciándose así la II Guerra Púnica, que no terminó hasta el 204 a.C.

La discusión sobre la búsqueda del culpable de la II Guerra Púnica ha sido profusamente planteada en la historiografía moderna. Más de una treintena de artículos han tratado el asunto con interpretaciones que van desde la lectura rigurosa de matices constitucionales del Estado romano y del cartaginés con el intento de adivinar de qué lado estaba la decisión justa, hasta la aportación de explicaciones geográficas como la tan curiosa que sugería que el tratado del Ebro había sido realmente el tratado del Júcar. La realidad más cruda reside en la comprobación de que tanto Roma como Cartago deseaban la guerra para decidir con ella la cuestión central del mantenimiento de la hegemonía económica y política sobre el occidente del Mediterráneo.