Comentario
En España la relación de los mártires comienza en época del emperador Valeriano. Por un escrito de Dionisio, obispo de Alejandría, y las Actas de San Cipriano sabemos que el primer edicto imperial, emitido en el año 257, tenía como principal objetivo a los obispos y los clérigos, mientras que el edicto del año 258 alcanzaba también a los laicos eminentes: senadores, altos cargos, caballeros y funcionarios imperiales.
Los primeros mártires hispanos conocidos fueron Fructuoso, obispo de Tarragona, y dos diáconos de esa comunidad, Augurio y Eulogio. Estas no son actas proconsulares; no obstante, la crítica concede amplia credibilidad a las mismas. El estilo y los términos empleados permiten pensar que un testigo ocular reprodujo el interrogatorio con bastante verosimilitud, incluso podríamos considerar que tal testigo fuese un militar tanto por el conocimiento de diversos términos militares como por el hecho de conocer el nombre de los cinco beneficiarii (soldados policías) que los detuvieron. Estas Actas fueron interpretadas poéticamente por Prudencio en su Peristephanon a finales del siglo IV y conocidas y leídas públicamente por Agustín en uno de sus sermones.
El procedimiento del interrogatorio es expeditivo:
"- ¿Eres obispo?
- Lo soy.
- Pues has dejado de serlo".
Tampoco hay alusiones personales o alejadas del tema que se debatía, el culto a los dioses oficiales de Roma:
"- ¿Es que no sabes que hay dioses?
- No lo sé.
- Pues pronto lo vas a saber".
Por el comienzo de las Actas sabemos que la fecha del proceso que concluyó con la sentencia de quemar vivos a los tres procesados tuvo lugar diecisiete días antes de las calendas de febrero (16 de enero) y en el consulado de Emiliano y Baso, en el año 259.
El legado imperial, Emiliano, que había llegado hacía poco tiempo a la Tarraconense, desvela en sus palabras la voluntad que, sin duda, el propio emperador perseguía: en medio de un período catastrófico, con las fronteras del Rin y el Danubio amenazadas, los persas en Siria, las provincias saqueadas y la epidemia de peste que desde el año 250 asolaba el Imperio, el poder imperial necesitaba oro y plata -de ahí su decisión de confiscar los bienes de las iglesias y de los cristianos ilustres- y, sobre todo, necesitaba la reconstitución de la unidad moral del Imperio. Con cierto asombro, Emiliano se pregunta: "¿Quién va a ser obedecido, quién temido, quién adorado si no se da culto a los dioses ni se veneran las estatuas de los emperadores?"
A través de los hechos sobrenaturales, los solita magnalia, sabemos que en la propia casa del gobernador había al menos dos cristianos, Babilón y Migdonio. Pero al margen de este dato, no sabemos si el cristianismo había penetrado en esta época en las clases sociales elevadas de Hispania. Sí se desprende de este relato el sentimiento de respeto de la comunidad hacia su obispo al que, incluso después de muerto y tras apagar con vino -curiosa práctica pagana- sus restos calcinados, convierten en reliquia, depositándola probablemente en la necrópolis de Tarragona que desde el siglo III pervivió hasta el VI o el VII. En la misma, se ha encontrado un fragmento de inscripción del siglo V en el que aparece el nombre de Fructuoso y la letra A, tal vez la primera de Augurio. Según J. Vives, se trataría de la mesa de altar o la memoria de la necrópolis. A la misma alude también Prudencio en su Peristephanon.
El mayor número de mártires cristianos tuvo lugar durante la época de Diocleciano. En la diócesis hispana fue el emperador Maximiano quien, como Augusto de Occidente, ordenó la aplicación de los edictos diocleciáneos. Estos contemplaban la destrucción de las iglesias y el encarcelamiento de los jefes de las comunidades así como la obligación de sacrificar a los dioses oficiales romanos bajo amenaza de cárcel u otros suplicios. Este decreto, emitido en el 303, duró escasamente dos años, pero la eficacia y dureza de la persecución ocasionó la muerte de varios cristianos. La tradición y en algunos casos las copias de las actas nos hablan de Marcelo (en León), Cucufate (en Barcelona), Emeterio y Celedonio (en Calahorra), Justa y Rufina (en Sevilla), Acislo y Zoilo (en Córdoba), Félix (de Gerona), Vicente (Zaragoza), Justo y Pastor (Alcalá de Henares) y Eulalia (Mérida), además de los 18 mártires de Zaragoza. No obstante, muchas de estas actas carecen de credibilidad, tanto por haber sido escritas en muchos casos muy posteriormente como, en otros, por estar incompletas o interpoladas. Tampoco están todas incluidas en el Martirologio Jeronimiano, aunque esta omisión no sea un argumento definitivo. De estos mártires, están incluidos en el Martirologio Fructuoso y sus dos compañeros, Cucufate, Emeterio y Celedonio, Zoilo, Félix, Justo y Pastor, Acislo y Eulalia e interpolados los 18 mártires de Zaragoza.
El que todos los mártires habitasen en ciudades obedece en gran medida a que en éstas se hallan las sedes episcopales y gran parte de ellos parecen haber sido obispos o clérigos. Tres de ellos, Emeterio, Celedonio y Marcelo, son militares pertenecientes a la Legio VII Gemina, asentada en León. Su ejecución podría haberse debido a la rebeldía de éstos a determinadas órdenes militares. Este tipo de actitudes, incluida la deserción del ejército, provocó el propio edicto de persecución y originó múltiples condenas en todo el Imperio. Los más conocidos son los llamados mártires de la Legión Tebaida. La Iglesia entonces perseguida consideraba a los desertores cristianos ejecutados como mártires heroicos. Su actitud cambió diametralmente tras el Edicto de Milán y las buenas relaciones con Constantino. En un concilio del año 314 -¡sólo unos meses después!- se condena en Orleans con la excomunión a los soldados cristianos que no cumplieran con la obligación de la defensa del Estado.
El culto a los mártires, desde finales del siglo IV, parece probado por la existencia de martyria, o pequeñas capillas martiriales, como el de Eulalia en Mérida o el de Emeterio y Celedonio.
No obstante los rigores de la persecución, no parece que la vida de las comunidades cristianas fuera excesivamente perturbada. Si aceptamos la unánime opinión de que el Concilio de Elvira tuvo lugar entre los años 305 y 310, nos encontramos con que, pocos años después, están allí representados diecinueve obispos -y no eran la totalidad-, tanto de ciudades como de pequeñas localidades. La numerosa asistencia demuestra la vitalidad de la Iglesia hispana de esos años y en el Concilio no aparece ningún canon que trate de los problemas que la reciente persecución pudiera haber ocasionado en su seno.